Revista Filosofía

Escuelas sin escuela

Por David Porcel

Las clases deben reinar por su impureza, por el tartamudeo de quien se atreve a levantar la mano a pesar de ser tartamudo, por los colores grises que no pueden competir con la primavera pero que continúan bellos para quien los sabe mirar, por el silencio buscado de quien prefiere callar y seguir viviendo su miedo. Deben reinar por los timbres desordenados, por el respeto a las palabras bien dichas y a las palabras que no se dicen, por los tropiezos en la solución al problema y las frases mal formuladas, que el profesor corregirá. Deben reinar por la confianza de quien confía sus conocimientos, y la autoridad que inspira el maestro a sus alumnos, por los suelos sin tarimas ni gritos sobresaltados, por la tiza cálida que la profesora tiende al alumno que pisa por primera vez la baldosa de más al fondo, y quedan ahí expuestos a la mirada de los demás.

Escuelas sin escuela

Una escuela no es escuela donde no hay humanidad. Un no-lugar donde todo fuera máximamente útil, eficiente, rápido y preciso, sería un escenario desprovisto de generosidad, de confianza y autoridad: “Un hipotético lugar –o más bien un no-lugar- con procedimientos totalmente tecnificados de aprendizaje no sería una escuela. Igualmente, un lugar –o más bien no-lugar- donde lo único que ocurriera fuera la ejecución de funciones objetivadas en procesos y resultados tampoco sería una escuela. Aunque podría seguir llevando el nombre, ya sería otra cosa”. (La escuela del alma, Josep Maria Esquirol)


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