Leo una entrevista con Albert Boadella en el suplemento universitario de un diario de tirada nacional. El fundador de Els Joglars habla de lo que considera como un error cometido por su generación: el de meter, dice, la democracia en la educación. Argumenta el dramaturgo catalán que “nosotros fuimos educados, en parte, a mamporros y, ahora, para compensar, se ha pasado al otro lado”. Me parece que las palabras de Boadella, por duras y descarnadas que puedan parecer, entrañan alguna que otra verdad. Yo viví la escuela pública en los estertores del franquismo. Y me incorporé a un instituto de enseñanza media recién comenzada la Transición. De mi primer centro, recuerdo la severidad de algunos profesores, ejemplares defensores de aquel latiguillo de que la letra, con sangre entraba. Podría referir episodios muy chuscos, al tiempo que también crueles. Como cuando uno levantó en el aire a un compañero mío, de generosos pabellones auditivos, y por las orejas. O cuando para remediar su incontinencia verbal, otro colocó a uno mayor que yo un enorme chupete para mofa del resto de la clase y escarnio del chiquillo hablador. O las colas ante la mesa del maestro quien, inmisericorde, equipado con una formidable palmeta de madera, soltaba golpetazos en las palmas de las manos o en los dedos (juntos y boca arriba), en las corvas o en el trasero.
Yo viví en primera persona toda aquello, así que nadie me lo tiene que contar. Sin embargo, en torno a esa especie de infierno para algunos (a los que por cierto, luego ya de mayores, nunca les detecté secuela psicológica alguna al rememorar esa época pretérita), había maestros que nos enseñaban de verdad y a los que respetábamos, no sólo por la autoridad que ostentaban, si no por ver en ellos una suerte de pozo insondable de sabiduría. Nunca olvidaré frases y hechos de esos mis primeros profesores, como uno que, siendo yo muy niño, se quedó un día mirando un retrato de Franco y nos dijo con voz queda: “El poder es algo que envejece a las personas que lo ostentan más que ninguna otra cosa”.
En cuanto al instituto, me incorporé a él en septiembre de 1976, cuando no hacía ni un año de la muerte del anciano general al que un día se refirió mi antiguo profesor. Apenas sabíamos nada de lo que era la política, los sindicatos o las huelgas. Sin embargo, sí recuerdo que se convocaron varias por aquellos años, de catedráticos, profesores penenes (que eran los no numerarios que querían su plaza) o de los propios alumnos, entre los que se alzaban como adalides de la democracia educativa algunos que, por cierto, luego harían carrera en la política con mayor o menor suerte. También allí, en el instituto, un docente (cualquiera que fuese su nivel en el escalafón) era alguien a quien se le debía respeto y consideración. Uno de ellos, bastantes años después, al coincidir con él, me contó algo desconcertante. Me parecía que era alguien metódico hasta lo enfermizo y diría que muy exacto hasta decir basta. Con todo, yo le consideraba un hombre justo. Nunca se desnudó ideológicamente, mas yo supe después que se aproximaba más a la izquierda que a cualquier otro sitio del espectro. Nos impartía la asignatura de una lengua muerta. Me confesó que estaba harto de la enseñanza, de esta enseñanza, remarcó. “Mira, el otro día –me dijo– había un chaval sentado en el suelo, a la puerta de la clase. Me vio llegar y ni se inmutó. Y para entrar, tuve que sortearlo y saltar por encima”. Me quedé helado. Y comprendí que, efectivamente, aquello de lo que me hablaba ya no era lo mismo. Por eso hoy, al leer las palabras de Boadella en el periódico y referirse a ese otro lado, entendí al instante de lo que estaba hablando el descollante director teatral.