Me dio un golpe y la sangre brotó de mis labios. Puse un candado a mi corazón y arrojé la llave al fondo del mar. Me pidió perdón y buceé hasta rescatarla. Después vinieron otros golpes, cada vez más brutales, y todo se tiñó de rojo. Llegaron también otras disculpas, pero mi corazón se fundió con el candado y la llave conformando una masa de acero insensible. Hoy mi mirada se ha cubierto de un velo encarnado y he decidido poner fin a tanto sufrimiento. Con la tierra aún húmeda bajo mis pies, he decorado uno de los abetos de nuestro jardín. Enormes bolas rojas y plateadas: su sangre, mi sangre y mi corazón acerado. Ya no puede hacerme daño. No es nadie. No es nada; es solo abono que nutre las raíces del árbol navideño cuyas lucecitas intermitentes anunciarán en breve que eso que llaman felicidad existe para mí... Aunque únicamente dure el tiempo que tarde en desangrarme.
Texto: Nuria Rubio González
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