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Esos deben ser gigantes

Publicado el 20 enero 2016 por Josep2010

Esos deben ser gigantes
En el otoño de 1960 Harold Prince, que el próximo día treinta va a cumplir ochenta y ocho años, era un joven productor teatral de reconocido éxito cuando uno de sus eventuales colaboradores, un escritor llegado de Boston a Broadway para ayudarle a retocar detalles del musical Tenderloin, le dejó leer su primera obra teatral, en la que, aseguraba, había estado trabajando durante dos largos años.
Prince, que ya había recibido tres galardones Tony por su labor en The Pajama Game (1955), Damn Yankees (1956) y Fiorello! (1960) y dos nominaciones por New Girl in Town (1958) y West Side Story (1958), leída que fue la obra del novel autor, decidió adquirir los derechos de representación de la pieza.
Y se la guardó en un cajón.
Tiempo después, Prince acababa de obtener un éxito con la comedia Take Her, She's Mine (que permaneció en los escenarios prácticamente un año representada en más de cuatrocientas sesiones antes de ser trasladada, cómo no, a la pantalla grande con el mismo título, debido precisamente a su éxito de público) y mientras la comedia iba funcionando Harold viajó hasta los escenarios londinenses y allí quedó prendado por los modos escénicos de la directora Joan Littlewood, triunfadora en los escenarios del East End con Oh! What a Lovely War (que luego llevaría al cine Richard Attenborough) y se le ocurrió que la británica muy bien podía dirigir aquella pieza que un día compró, estrenarla en el East End, foguearla bien, pasarla al West End y de allí a Broadway, saltando el charco.
Es decir, que Harold Prince, el productor teatral de éxito, estaba convencido de la bondad de la obra de teatro del autor novel.
A Joan Littelwood la pieza le gustó y aceptó como propias las ideas de Prince: la obra, con ser de un novicio, al parecer estaba llena de notas y acotaciones y a falta de menos de una semana para el estreno Harold Prince, que viajó adrede a Londres para ello, se percató que la cosa no funcionaba: los intérpretes todavía estaban haciendo ejercicios de aproximación a los personajes, pero no se sabían las líneas de diálogo. Litlewood había trabajado como de costumbre, creyendo en la improvisación y Prince tuvo el pálpito que aquello acabaría mal.
Así fue. La crítica se cebó en un elenco a todas luces inadecuado y falto de preparación, una dirección que no parecía entender la comedia, pero salvaba el texto asegurando que era divertido y que era una pérdida presentarlo de esa forma.
Litlewood aceptó el fracaso, reconociéndolo amargamente y cerrando el Theatre Royale por tiempo indefinido y Harold Prince se volvió con la obra a Broadway como perro con rabo entre las piernas, encontrándose con el autor quien le pidió que fuese él mismo quien dirigiera la obra en Broadway. Ante el comprensible deseo del autor de ver su obra representada en escenario, Prince, que ardía en deseos de estrenarse como director, antes que nada, acudió a una pareja de intérpretes para que le hicieran una lectura de la pieza, para ver como sonaba: George C. Scott y Colleen Dewhurst (en aquel momento matrimonio) se mostraron encantados con los personajes protagonistas de la pieza y la lectura fue un verdadero éxito.
Pero a Harold Prince, convencido de la calidad del texto, por mucho que se esforzaba, no le llegaba la inspiración: no tenía ni idea de cómo afrontar la obra: él, productor reconocido en Broadway, atorado por una historia en la que, someramente hablando, Justin Playfair, un neoyorquino bienestante, viudo reciente, se cree que es la personificación auténtica de Sherlock Holmes y su hermano, acosado por deudas de chantaje, encomienda a una psiquiatra que le firme los papeles para internarlo en un manicomio y así hacerse con los bienes de su hermano como administrador.
Claro que ésa sinopsis es muy esquemática.
A George C. Scott, avezado pisa escenarios, el personaje le parecía un bombón para interpretarlo.
Y a la que entonces era su esposa, Colleen Devhurst, le encantaba la idea de representar a la Dra. Mildred Watson.
Pero no pudo ser.
Watson : Es usted como Don Quijote, cree que todo es distinto de como es.
Holmes: Bueno, el tenía su punto de razón, pero lo llevó demasiado lejos: pensaba que cada molino era un gigante: eso es una locura, pero si el creía que podían serlo, porqué no...
Seres más inteligentes creían que el mundo era plano. ¿Pero y si no lo era? Podía ser redondo...
Y el pan enmohecido ser medicina.
Si nadie se fijara en las cosas, y pensara lo que podría ser, todavía estaríamos en la selva, con los monos.


En realidad, no pudo ser para Colleen Devhurst.
Puede que George C. Scott se quedara con un ejemplar de la obra teatral guardado en su carpeta de pendientes y entre representación teatral y película de resonante éxito, primero coincidió con Paul Newman en la celebrada El buscavidas (1961) y luego obtuvo fama internacional al obtener el premio Oscar al mejor actor por su interpretación del general Patton (1970) y desechar públicamente ir a recogerlo, demostrando, por si hubiera dudas, que los del Atlántico (New York) se sentían muy alejados de los del Pacífico (Hollywood) e iban a su bola.
No perdería mi apuesta si fiara el todo a que, quizás en una cena, George C. Scott se pusiera a leer aquella comedia que tanto le gustaba en la que él se veía siendo un Sherlock muy especial, y resultara que la esposa de Paul, cenando a su lado, quisiera darle la contra réplica leyendo al personaje de esa Dra. Mildred Watson que, de repente, atrapó su ánimo y la enamoró. Seguro que Paul abrió los ojos, George le aseguró que ni en broma cedía el trato, pero Newman lo acababa poniendo sobre la mesa unos billetes, como productor asociado, sin figurar mucho, para complacer a Joanne Woodward, su querida esposa, dejando que George, descubridor al fin y al cabo, se quedara con el plato fuerte.
Colleen y George se divorciaban por última ocasión en febrero de 1972.
Esos deben ser gigantesLa película que produjo Newman junto a otros se tituló, igual que la pieza de teatro, They Might Be Giants y se basaba en el guión que sobre su propia obra realizó James Goldman, que tuvo que esperar once años para ver en pantalla la que fue su primera obra teatral, pieza que, como se ha relatado, jamás se ofreció al público en un teatro, más allá de quince días de fracaso londinense.
Cuando Goldman recibió el encargo de escribir el guión sobre su propia obra, ya había sido aclamado por la posterior El Leon en Invierno, como vimos hace muy poco. Seguramente fue el propio Goldman el que recomendó la contratación de Anthony Harvey como director, ya que sin duda y por mucho que lo pretendiera el propio Harvey, la profusión de notas y acotaciones de Goldman -junto con la flaqueza de Harvey- aseguraban un resultado cercano a las pretensiones del autor.
Con lo que no contaba Goldman era con los gerifaltes de la Universal, que, probablemente espantados al visionar una película que poco tenía de comedia romántica, decidieron cercenarla y remontarla a su gusto: incluso el pánfilo de Harvey, posteriormente, despacharía muy brevemente su experiencia con esta pieza de Goldman, relatando intromisiones de la Universal.
Si sería nefasta la intromisión que Goldman capturó sus derechos y la obra, que se sepa, nunca más ha sido representada e incluso apenas hay rastro de su temprana edición de 1961: dos ejemplares en amazon, yo diría que fotocopias de libretos de actores (a $80), pero ni rastro del guión cinematográfico del que hay que suponer una vez más su pulcra redacción y minuciosa acotación por parte de Goldman, marca de la casa.
No resulta sorprendente que George C. Scott permaneciera tanto tiempo prendado de ése protagonista, antiguo abogado de prestigio y luego famoso juez neoyorquino que, hallándose de repente viudo, pierde la cabeza y se reinventa o renace como el propio Sherlock Holmes, pero no un Sherlock que sea una paráfrasis o un homenaje al invento literario de Conan Doyle, si no, como el propio título apunta, émulo del caballero andante Don Quijote, viendo gigantes donde los demás, vulgo normales, sólo ven molinos.
Una vez más, el texto de Goldman excede las posibilidades cinematográficas de Harvey que se mantiene en una forma de filmar acomodaticia y lejana de todo riesgo, otorgando a esta fábula fantástica un tratamiento de comedia romántica extraña pero nada irreverente ni caótica, apenas excéntrica. El guión bebe de las fuentes clásicas y nos presenta un caballero juicioso, lleno de razones, convencido de ser el famoso Sherlock Holmes, ataviado al punto de gorro de cazador y pipa de espuma de mar, empeñado en dar caza a su archienemigo Moriarty: no hay en la trama misterio alguno más allá de la imposibilidad de hablar de un enfermo psicosomático de la Dra. Watson y el empecinamiento del autoproclamado Holmes alberga aires quijotescos que la facultativa apunta en la frase resaltada más arriba no siendo obstáculo para que ella, partiendo de una conciencia científica, acabe por sucumbir a la magia imaginativa del paciente que le imponen no para que le provea de sanación si no para que firme y declare su insania mental: precisamente la veracidad de lo que la mente conoce como cierto es el punto de inflexión del héroe, dispuesto a dudar de una realidad quizás impuesta por una sociedad que no ve más allá de lo que le interesa desdeñando los deseos y ensoñaciones de los ciudadanos: uno se queda embobado, como el protagonista, escuchando las ganas del bibliotecario de ejercer como la Pimpinela Escarlata: ¿porqué no?
El buenísimo trabajo de todos sus intérpretes, encabezados por magistrales composiciones de George C. Scott y Joanne Woodward, permite al aficionado disfrutar de una comedia que de romántica tiene un deje, y de surrealista inocente con puñalada directa al materialismo imperante un mucho más; un texto rico en intenciones, imaginativo, fecundo de ideas mágicas y ensoñaciones de un mundo mejor, una bocanada de optimismo un punto subversivo que al parecer no acabó de complacer a los testaferros del capital que, prestos, procedieron a mangonearla a su antojo, dejando al público una película brillante por momentos y confusa puntualmente, como mal acabada.
Una vez más, John Barry se apunta a la empresa con una banda sonora que sin ser tan especial como la anterior, sigue muy bien la estela marcada por la escritura de James Goldman.
Conociendo la forma de trabajar de Goldman y sabiendo que ni Scott, ni Woodward ni tampoco Newman eran intérpretes dados a renunciar a sus propias ideas, resulta comprensible que, a la postre, esta película, como ocurrió con la obra teatral, haya caído en el más lamentable olvido porque la distribuidora jamás ha tenido la más mínima intención de sacarle partido. En España se estrenó, con el más que lamentable título de El detective y la doctora, directamente en la televisión. El retitulador, una vez más estúpido, ni siquiera se dió cuenta del homenaje cervantino que Goldman nos propina y lo fácil que es su traducción.
¿Vale la pena ver, entonces esa película? Mal que esté cercenada y remontada con inopia, el cinéfilo no debería perdérsela, porque en ella se mantienen escenas bien compuestas y mejor interpretadas, el guión sigue manteniendo su brillantez con algún punto de incoherencia y no tan sólo vale la pena por ver a los protagonistas: los secundarios están muy bien y en grupo se puede intentar reconocer algunas caras que han sido muy populares. Una película maldita, hija de una obra teatral maldita, ambas muy capaces de entrar, por derecho propio, en un menú de rarezas imprescindibles.
Vídeo

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