La muerte del octogenario fotógrafo franco-suizo René Robert, congelado en una calle de París tras caerse y permanecer nueve horas inmovilizado ante la indiferencia de los transeúntes, es solo la punta del iceberg de una sociedad en la que se nos suele llenar la boca con tópicos respecto al trato a los mayores mientras en la entidades de ahorro, por ejemplo, los maltratan con desconsiderada indiferencia.
Con frecuencia se ha dicho que los nueve millones de pensionistas que tiene nuestro país son una apetitosa bolsa electoral hacia la que siempre han girado su mirada interesada los partidos políticos. Estos suelen ser muy conscientes de que cualquier movimiento en las urnas de este importante colectivo podría inclinar la balanza hacia uno u otro lado de la misma.
Es cierto que los bancos nunca tuvieron corazón, pero sí que es verdad que, en algún momento, llegaron a tener alma. Era cuando las nuevas tecnologías aún no habían hecho acto de presencia en nuestras vidas; cuando acudías a una de sus oficinas y el empleado de turno te atendía solícito tras el mostrador, incluso a veces con la mejor de sus sonrisas, al tiempo que te plasmaba con mimo los asientos del ingreso/retirada de efectivo en tu libreta o cartilla de ahorros y, además, lo hacía a bolígrafo, con letra caligráfica y números meridianos.
Para saber cuándo se quebró esa idílica relación entre entidad bancaria y clientela habría bucear en el tiempo. Quizá se inició cuando las oficinas se fueron despersonalizando y las máquinas, siempre símbolo de progreso según se nos contaba ya de pequeños, sustituyeron a los seres humanos. La aparición de los cajeros automáticos, aquellos artefactos que te permitían sacar dinero a cualquier hora del día o de la noche, ayudaron lo suyo en esa tarea.
Pero el colmo vino cuando los responsables bancarios optaron por hacer tabla rasa con la clientela e incluir entre los candidatos a enfrentarse con esos artilugios a nuestros mayores, muchos de los cuáles navegaban en el marasmo ante lo tecnológico. No hubo demasiada compasión en este caso, si bien la excepción, en un atisbo por recuperar parte de aquel alma de antaño, vienen siendo esos cuantos empleados piadosos que, ante la observación del anciano que pelea desnortado con el teclado, acuden en su ayuda a la puerta de la sucursal.
El valenciano Carlos San Juan es un pensionista de 78 años que un día decidió escribir al gobernador del Banco de España: «Mi nombre es Carlos, tengo casi 80 años y a veces no me entiendo bien con las máquinas, las aplicaciones móviles y las cosas de Internet. Y como yo, miles de personas de mi edad», le expuso en su misiva. Este médico y profesor universitario jubilado ha emprendido una campaña bajo el lema Soy mayor, pero no idiota, con una recogida de firmas para que se haga algo al respecto y que ya se aproxima al medio millón. El gobernador le ha dicho que se va a interesar por el asunto.
Otra pensionista, Amparo Molina, una mujer con problemas de movilidad que vive en una ciudad de la provincia de Valencia, ha enviado esta semana otra carta a los trabajadores de su banco. Les cuenta que ha interpuesto una denuncia por no haber podido sacar dinero con su cartilla en el cajero ni haber recibido ayuda de los empleados, quienes encima pretendían cobrarle dos euros por hacer la operación en ventanilla. «Más empatía y menos soberbia con los jubilados», es lo que les reclama.
Tiempo atrás, los Estados y los Gobiernos salvaron a los bancos cuando estos pedían a gritos flotadores en forma de euros para salir ilesos del hundimiento de un Titanic al que llamaron crisis económico-financiera. Aquello lo vimos todos con ciertas dosis de incredulidad y hasta de asombro, aun siendo conscientes de que los poderosos siempre tienden a protegerse entre ellos, como clase dominante que son. Incluso algunos pensaron, en su dulce candidez, que ese auxilio serviría para ablandar la conciencia de estos mercaderes del dinero. Craso error. La banca siguió a lo suyo, que es ganar, ganar y ganar, como solía decir aquel míster al que llamaron el sabio de Hortaleza, con balances anuales multimillonarios y sueldos estratosféricos para sus directivos, en contraste con los desahucios y ejecuciones de hipotecas por impago, los intereses rácanos y las comisiones impresentables para el resto de los mortales, sin importarle lo más mínimo aplicar un ERE tras otro, despedir a muchos de sus trabajadores, cerrar miles de oficinas dejando a pueblos desasistidos o maltratar con desdén a la sufrida clientela. Porque, como dijo alguien en el pasado, los bancos pueden llegar a ser más peligrosos que los ejércitos. Hemos podido comprobar que pueden ser tan despiadados como devastadores.