Revista Cultura y Ocio
Hace un par de semanas dejé de lado un libro al poco de comenzarlo, acuciada por otras urgencias. Como saben, cada libro tiene su momento, y tuve claro que este requería un reposo del que por aquel entonces no disponía. Ahora, cuando por fin estoy en situación de retomarlo, no aparece por ningún lado. Durante un buen rato, voy de aquí para allá rebuscando entre montones de libros, mirando con desconfianza las estanterías -¿será que lo guardé para más adelante?-, levantando fajos de papeles, apartando revistas. Nada. Hasta que de repente, se hace la luz: ¡era un libro electrónico! Vuelve a mi memoria que me hice con él aprovechando una oferta de Amazon, casi irresistible, porque ese título estaba en una de mis listas de "libros recomendados por alguien que quiero leer". Localizo mi Kindle -un aparato casi vetusto (cualquier cacharro tecnológico que tenga más de ocho años, como el mío, lo es), pero que me resisto a cambiar, puesto que funciona a la perfección- dispuesta a sumergirme en la lectura cuando, ¡ay!, me sale un aviso de que la batería está bajo mínimos y debería cargarlo.
Esto, real como la vida misma, me ha sucedido hoy, pero podría citar decenas de situaciones similares. Los libros electrónicos -seguramente lo he dicho ya alguna vez- son como fantasmas. No tienen grosor, ni peso, ni páginas, ni -casi- cubierta (esa imagen que aparece cuando se inicia la lectura y luego ya no se vuelve a ver, porque el libro se abre en la última página leída, es tan pasajera que se diría fantasmagórica también). Con estos libros fantasmales es imposible emplear la estrategia habitual de todo bibliómano: por muy bien ordenada que se tenga la librería -y no siempre es el caso- lo que queda fijado en nuestro motor de búsqueda interno es el color, el volumen, el tamaño de cada libro y por ellos nos regimos cuando andamos a la caza de un libro determinado ("Sé que tenía un lomo azul con letras grandes" o "Era un volumen finito, de color amarillo"). Con el libro electrónico, desaparecen todos los puntos de referencia. Lo que no se ve, deja poca huella en la memoria. O, como mínimo, otro tipo de huella, más etérea, menos corporal. Las veces en que he leído un libro memorable en formato electrónico, luego, al recordarlo -esos momentos en que a uno le vienen a la cabeza determinados pasajes-, me ha resultado imposible rescatar la página con la imaginación. Carezco de referencias espaciales, del recuerdo del tacto o del color del papel. Así, se convierte en una evocación descafeinada. Fantasmal.
No me malinterpreten. Valoro mucho ciertos aspectos de la edición electrónica. La comodidad, por supuesto. La inmediatez, claro (entre otras cosas, durante este confinamiento llevo varios libros descargados de la biblioteca pública online, a los que de otro modo hubiese sido imposible acceder). Pero, por mucho que me esfuerce, esos textos sobre la pantalla son solo pálidos trasuntos del libro verdadero, el que pesa y huele y cruje. el que nunca hay que recargar, porque su tecnología es simple y, posiblemente, insuperable.
Además, contemplar los libros y estar rodeada por ellos en su formato físico me produce una sensación de bienestar inigualable. ¿Qué hay mejor que una habitación forrada de libros? Una se encuentra en conversación muda y constante con ellos. Podría sin duda tener esa misma cantidad de obras metidas en un dispositivo electrónico, pero estarían mudas, enjauladas. Y mis paredes lucirían tristes y desnudas.
Voy a ver si por fin tengo el Kindle recargado y puedo comenzar de una vez esa lectura aplazada. Nada de esto me hubiese sucedido con un libro de papel. O tal vez el problema es que no soy lo bastante metódica a la hora de enchufar el aparato...