por José Ramón Insa Alba (@culturpunk)
Manual para el pasado. No future? Qué hemos hecho con la cultura.
Este libro nace de la revisión del texto, de la revisión de «espacio rizoma» y de descubrir los cambios y los pasos dados... Hoy puede que dotara de matices a algunas de las entradas. Incluso que quitara algunas de ellas. No he querido precisamente para acercarme más a ese análisis diacrónico que deberíamos hacer de nuestro propio pensamiento. Un ejercicio de aceptación. Quizá de catarsis.
Quizá durante el tiempo que duró ese «espacio rizoma» tuvimos que contemplar algún trastorno grave: el empobrecimiento del ambiente erudito (muerte a los intelectuales) en una sociedad orientada hacia la persona como herramienta de producción (animal laborans); la anulación de todo obstáculo teórico, especulativo o utópico que apartara de esa meta hipermercantilista (la infancia y juventud triunfadoras deben aprender a jugar en bolsa antes que acercarse a la filosofía); el progresivo abandono del compromiso para la construcción social de los comunes, aunque esto no sé muy bien si es consecuencia o antecedente. Y una grave, más si cabe, el creciente posmodernismo individualista (anulación de lo colectivo) sustentado sobre el consumo y la propiedad de infinitos gadgets.
Parece ser que, al contrario de esa necesidad de análisis que reclamaba al principio, lo que ha habido, en general, es una tendencia a despeñarse por las pronunciadas laderas de la acción y a gran velocidad hacia la necia arrogancia del «menos pensar y más hacer» (¿eso que Byung- Chul Han denomina «la sociedad del rendimiento»?). Claro que sigue habiendo islas en las que se juntan especies raras.
Puede que solo a mí me parezca, y por ello esté absolutamente confundido, pero cuando la posmodernidad proclama la muerte de las ideologías, la inclinación consecuente tiende a encerrarlo todo dentro de un escenario posibilista y en torno al pensamiento dominante del que nos habla Touraine. La consecuencia coloca a la cultura como un objeto sin compromiso (sí, sé que los discursos la han ofrecido como la estructuradora de las sociedades y su valor central) ausente de otros méritos que no sean la generación de empleo, el patrimonio como experiencia a partir del turismo, el ocio, los espectáculos y últimamente las comunidades como discurso renovado en forma de culturas vivas. En todo caso, todo bien delimitado por un buen marco cínico.
Y ahí nos hemos quedado. Alimentando el espejismo hasta que de repente todo se rompe y ya no se venden esas vasijas sin fondo. Y todo se paraliza porque ya nada cuadra con el mercado infinito. Ya no nos preparan esos estupendos platos que nos alimentaban, esos estupendos manjares elaborados por expertos cocineros y servidos por eficientes meseros que nos libran de la incomodidad de pensar, de la posibilidad de que cada cual pueda elegir la mezcla o el orden, la combinación, las texturas... (Barthes, en su El imperio de los signos hace un precioso análisis sobre la comida japonesa que bien podríamos leer y aplicarlo a este mundo de la cultura). Todo nuestro alimento-cultura se ha servido a lo grande y con una secuencia y dosificación bien estructurada y calculada para una ingesta sin sobresaltos. Para que los destellos y la espectacularidad cumplan su papel. Para ello, en el camino se ha ido olvidando y despreciando lo pequeño, lo minúsculo, la armonía se ha ido perdiendo en ese infinito cúmulo de sabores sin son. En un consumo forzoso de grandes bocados que, a la postre, mal pueden ser digeridos, asimilados, aprovechados.
Y en esa superioridad de quien prepara y distribuye, esa autoridad que no cabe duda es fruto de nuestra metafísica occidental, aristotélica, cristiana, cartesiana y, sobre todo, monoteísta, todo lo que se produce desde la institución, desde el centro del poder, es obra del dios único, es la Verdad: lo que debe ser. Y así, como en la más pura «guerra cultural preventiva», así como el Imperio quiere imponer la democracia a los bárbaros y siempre por su bien, quizá así acabó nuestro intento de democratizar la cultura: imponiendo modelos y, muchas veces, paranoias. No sé si nos hubiese ido mejor sin esos ministerios, secretarias, unidades, servicios, áreas... no sé.
Lo que si creo tener claro es que estamos en una especie de desajuste de los códigos. Por un lado la distancia que existe entre la realidad y los espejismos de la gloria. Por otro entre la sensibilidad creativa y la indolencia lucrativa. La cultura oficial acaba siendo la representación de una copia, un estereotipo inanimado. Ni siquiera se pretende la ilusión de una realidad sino la construcción de unos artificios que más bien buscan gloria superficial. Y alcanzamos una cultura intransitiva que no filtra sino que se canaliza en dirección única y sin retorno. Una especie de ejercicio del vacío sin vasos comunicantes. Un aparentar de esencia. Los envoltorios de la nada en forma de esos grandes eventos que han dilapidado las energías ciudadanas y han servido a más nobles intereses: adecentar riberas, esponjar barrios, limpiar zonas oscuras, acelerar el turismo, urbanizar terrenos, explotar el ladrillo... ¡poner a nuestras ciudades en el mapa! La lectura de los mercaderes. La práctica de las formas, la práctica del vacío.
La cultura parece que ha sido obligado sacramento, el bautismo a una nueva vida, ese adeudo con el dios único para codearnos con los más grandes. Mandamiento y fe. Eso sí, evitando la heterodoxia y la razón, evitando cuestionar modos y principios. Y todo a través de los sacerdotes.
Pero la cultura es también su contrario y eso, quizá, no lo hemos sabido comprender.
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José Ramón Insa Alba es actualmente técnico responsable del ThinkZAC y del Centro para la investigación y promoción de Economías creativas de Zaragoza Activa (Ayuntamiento de Zaragoza).
Créditos de las imágenes:
Imagen 01: Fragmento de la portada del libro Espacio Rizoma (fuente: José Ramón Insa Alba)
Revista Arquitectura
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