Revista Opinión
Creo interesante que un texto sobre la actual disputa entre España y Cataluña hable tanto de nacionalismo como de democracia. Respecto del primero, el nacionalismo es un tipo concreto de identidad colectiva, que basa su razón de ser en aprehender una serie de rasgos comunes preexistentes (lengua, tradiciones, etc.) y entremezclarlos hasta poder presentar un escenario que distinga entre un “nosotros” y un “ellos”. En este sentido, las naciones son una construcción histórica diseñada entre los siglos XVIII y XIX, capaz de movilizar con fuerza a las capas populares. En realidad, es algo que hemos creado nosotros y existirá, por tanto, solo en la medida en la que creamos en ella; algo así como sucede con aquel otro ente divino. Este razonamiento fue recogido por la película Martín (Hache), cuando uno de los personajes dijo: «la patria es un invento»; una afirmación válida tanto para España, como para Cataluña o cualquier otra nación.
De acuerdo con lo anterior, si los ciudadanos catalanes decidieran independizarse, no se escucharía llorar esa España que tanto le dolía a Unamuno, ni tampoco equivaldría a que ésta sufriera ningún desmembramiento, con el consabido dolor (emocional) que eso conllevaría. No, la nación no es algo vivo. Sin embargo, aunque el nacionalismo no deja de ser en esencia irracional, no significa que no sea útil. ¿Por qué? Porque la nación está íntimamente ligada con otro concepto muy importante que es el Estado. Y, ¿qué es el Estado? Max Weber lo definió de manera magistral en El político y el científico, al decir que éste es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio, reclama para sí el monopolio de la violencia física legítima. De esta manera, prosigue Weber, el resto de asociaciones e individuos solo se les concede el derecho a la violencia física en la medida que el Estado lo permite.
Por consiguiente, si Cataluña se independizara menguaría el territorio del Estado español, con la consecuente pérdida de poder de la clase política española, en especial del Gobierno. Puede parecer evidente, pero se hace referencia a este hecho muy poco: el poder es el elemento que subyace en todo este conflicto; en concreto el que perdería la clase política española y el que ganaría la clase política catalana si lograra su propio Estado. Al respecto, Weber señala también que cuando una cuestión es política significa que la respuesta a la misma depende de los intereses en torno a la distribución, la conservación o la transferencia del poder. Asimismo, y en relación con lo anterior, es conocido que si quienes detentan el poder entienden necesario recurrir a esa llamada violencia legítima, el Estado les proporcionaría la cobertura necesaria.
Ahora bien, la clase política no es totalmente homogénea ni posee el mismo grado de poder. Esa razón explica las diferencias que las distintas fuerzas políticas españolas tienen en este asunto, pero también el hecho de que ninguna de ellas apoye decididamente la independencia catalana, puesto que tanto Podemos como PSOE aspiran a gobernar España y, en este sentido, cuanto más territorio tenga el Estado español mayor es la cuota de poder al que aspiran estas formaciones. Un poder que se desea ejercer sin incertidumbre, aunque la auténtica democracia suponga incertidumbre. ¿Por qué? Porque cualquier votación popular no deja de ser, aunque sea minimamente, imprevisible. Ahora la clase política no desea que se cuestione la idea de España, y eso es precisamente lo que consigue el referéndum, ya que el simple hecho de que vote la gente suscita controversia. Conviene recordar que, en esencia, el papel del político consiste en decidir por los demás, de modo que éstos no pueden simpatizar totalmente con las votaciones populares, porque ahí la ciudadanía decide sin intermediarios.
En consecuencia, los políticos del Estado español argumentan que el referéndum es ilegal, pero que el procedimiento podría realizarse por los cauces legalmente establecidos. Esta premisa es una falacia, ya que cuando se menciona la soberanía nacional (indivisible si se aceptan los postulados formulados por Jean Bodin) y la indisoluble unidad de la Nación española (ambos principios recogidos en el Título Preliminar de la Constitución), se omite que la modificación de este título exige que se acometa un procedimiento de reforma conocido como agravado o excepcional cuyos trámites (entre los cuales destaca que la aprobación de la reforma debe hacerse por dos tercios de cada cámara) impiden de facto que ésta se haga jamás, porque nunca existirá una correlación de fuerzas favorable para llevar a cabo dicha reforma. Asimismo, y en consonancia con aquel temor de la clase política hacia la participación popular, es muy reseñable que la iniciativa legislativa popular que recoge la propia Constitución, impide que ésta abarque materias, por ejemplo, reservadas a ley orgánica.
En definitiva, aquí hay dos aspectos clave. El primero es la relación entre nación y Estado, y el segundo la cuestión de la democracia. Ambos aspectos explican el nulo interés en que la clase política española pierda territorio en el que actualmente ejerce su poder. Por otra parte, tampoco interesa el simbolismo que representa el referéndum, puesto que cualquier votación popular tiene, por su cercanía con la idea de democracia, un grado de incertidumbre. Una incertidumbre que asusta a unos políticos que les resulta más cómodo gozar placenteramente del poder. Dado que, tal y como decía el propio Max Weber, quien hace política aspira al poder; al poder como medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al poder «por el poder», para gozar del sentimiento de prestigio que él confiere.
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