Revista Filosofía

España como algo que permanece a través de lo que cambia

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
   Es difícil romper nuestros hábitos mentales, en este caso nuestra tendencia a identificar lo que somos con algo fijo, estático, definitivo. Desde luego, amigo Vicente, algo de eso hay, nuestra sustancia no es tan volátil que pueda ser referida a un ser siempre en “estado” de cambio. Algo permanece a través de los cambios, sin duda. Y de la misma forma que cuando pasamos de niños a jóvenes y de estos a adultos, en que está claro que, por encima de esos estados transitorios, mantenemos una identidad, el ser de España no resulta ser una mera quimera o simple resultado del azar. Es más: el sentimiento de identidad, tanto en lo individual como en lo social, es irrenunciable ¿Qué es España, la sociedad en la que vivimos?, es una pregunta a la que dar respuesta resulta tan imprescindible como, en lo individual, dar alguna respuesta a la pregunta ¿quién soy yo? Que no haya nada definitivo no equivale a que no haya nada, que es lo que ocurriría si no disponemos de alguna identidad.

   En ese permanente tránsito hacia algo más de lo que éramos, habría un sustrato digamos que prenatal en las tribus prerromanas, en las que el sentimiento de identidad se sustentaba en las relaciones de sangre. Y a partir de los romanos, se forjó una nueva identidad, en la que lo decisivo era la unión política, la polis, Roma. Desde entonces, ser autrigón, vacceo o vascón daba ya igual a efectos del sentimiento de identidad fundamental, que era ser romano. La Edad Media, entre nosotros, sufrió los efectos del cataclismo que supuso la invasión islámica, que, visto desde el conjunto de nuestra historia, fue un gran accidente histórico. Pero la historia siguió su camino, y ocho siglos más tarde recuperamos la trayectoria que habían marcado Roma y los visigodos. En el horizonte asomaba el estado moderno que fue plasmándose entre el Renacimiento y nuestros días. Si el accidente histórico islámico hubiera triunfado definitivamente y desplazado al de la civilización de origen romano, habríamos pasado a ser parte de la trayectoria que desde la Meca y Medina en adelante absorbió todo el norte de África. Una ventaja habríamos tenido entonces: no existiría el problema del asalto de inmigrantes ilegales a las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla, porque toda España (mejor dicho, todo al-Ándalus) sería una prolongación de Marruecos.
España como algo que permanece a través de lo que cambia    En el camino que va de Roma al estado moderno, resulta evidente que nos hemos ido dejando girones. Esos girones son los que intentan recuperar los nacionalistas para convertirlos en una referencia esencial. Los reinos cristianos medievales, resultado del accidente histórico aquel de la invasión islámica, supusieron la creación de ramales centrífugos en esa trayectoria Roma-estado moderno. Portugal, por ejemplo, se salió de esa trayectoria y acabó convertido en estado soberano. Los nacionalistas catalanes querrían algo así como que Cataluña se hubiera disgregado del reino de Aragón (en realidad, parecen creer que los catalanes representaban prácticamente en exclusiva al reino de Aragón) y formar también un ramal asimismo disgregado de aquella trayectoria principal. Incluso al-Andalus islámico ha servido y sirve de referencia a los nacionalistas andaluces (la bandera regional andaluza viene a ser la de los almohades), que prefieren desdeñar la trayectoria que comienza en la Bética romana, en la que incluso enraíza el idioma que no tienen más remedio que considerar propio. Lo de los nacionalistas vascos es capítulo aparte, y directamente entra en el ámbito de la mitología, por no decir en el de la psiquiatría: reivindican una supuesta trayectoria que enlaza con las tribus prerromanas, suponiendo que ha habido una endogamia suficiente como para que la tribu vascona transmitiera soterradamente su influjo y su propia trayectoria, incompatible con lo que ha llegado a ser la civilización occidental (ciertamente, a posteriori, tratan de hacer malabarismos para no sentirse tampoco ajenos a la trayectoria de esa civilización occidental, pero no se puede ser a la vez miembro de una tribu y de la civilización occidental). Para ellos, el mundo debería recuperar el momento prehistórico anterior a la formación de las comunidades políticas que sucedieron a las identidades tribales, y habría que entender que en la Organización de Naciones Unidas se sentirían a gusto si sus compañeros de asiento fueran, por ejemplo, los masais (no, desde luego los artificiales sujetos políticos generados por la alienante civilización). 
   En fin, Vicente, que nuestra identidad como españoles tampoco es tan etérea y azarosa. Aunque, efectivamente, está sujeta al cambio permanente. Un cambio en el que se conserva de alguna manera lo que fuimos, pero que nos hace ser cosas diferentes a medida que avanza la historia. Y, desde luego, ser español no es, en términos de identidad, equivalente a ser vasco o catalán: la identidad española es el resultado de una trayectoria que podemos decir que va, en lo fundamental, desde Roma al estado moderno. La identidad vasca o catalana, tal como la pretenden sus nacionalistas es el resultado de una instalación (reaccionaria) en la prehistoria o en alguno de los ramales abiertos por los accidentes históricos acontecidos a lo largo de aquella trayectoria principal.

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