Creímos que los tiempos del despotismo habían concluido y que, tras la muerte del dictador Franco, la libertad y la justicia habían entrado en la escena, pero el mandato de Zapatero nos ha hecho ver la verdad: el despotismo ha retornado a España y existe con todos sus rasgos y facetas del pasado, con impunidad de los poderosos, falta de controles al gobierno, poder desmedido de los nuevos amos políticos, caciquismo, ladrones corruptos en las administraciones públicas y en la alta economía y una inmensa legión de oprimidos, engañados y explotados por las clases poderosas, cuyos dirigentes, bien defendidos por policías, militares y periodistas domesticados, disfrutan de los mismos privilegios y fueros que gozaban en tiempos del absolutismo monárquico los nobles, la milicia y el clero.
¿Qué clase de sistema tolera que el Ejecutivo arruine a la nación y manipule a su antojo los demás poderes del Estado? Jefferson, Montesquieu y otros miles de pensadores justos, libres y certeros dirían al unísono que "el despotismo", el sistema donde el Ejecutivo carece de control alguno porque tiene en sus manos al Legislativo y al Judicial. Sin una Constitución democrática, la corrupción continuará, esté quien esté en el gobierno de España, pues el poder tiende a abusar por naturaleza y sólo se detiene donde encuentra límites legales y punitivos. En España, mientras no cambiemos este sistema antidemocrático, corrupto y desequilibrado, el poder de los gobernantes, es ilimitado.
En política no puede haber perdón para los que arruinan o traicionan a la patria. Perdonar a los malhechores en política equivale a aprobar su conducta y sus crímenes, lo que convierte al sistema y a los mismos ciudadanos en cómplices del crimen. Cabría pensar en el perdón cuando el delincuente, arrepentido, pide clemencia, pero eso no ocurre en la España actual, donde los políticos que roban, abusan y destruyen la patria con sus errores y arbitrariedades, plenos de arrogancia, ni piden perdón, ni dimiten.
La culpa es directamente proproporcional al poder. Aquellos que más poder han tenido son los más culpables. En la España actual, los grandes culpables de la situación son el presidente del gobierno, el vicepresidente, el rey, los presidentes del Congreso y del Senado, los ministros y los grandes magistrados.
La sociedad no puede indultar a los déspotas ni a los traidores, especialmente a los que han tenido en sus manos todos los poderes del Estado para hacer el bien y sólo han hecho mal. El pueblo español necesita, por razones de salud pública y dignidad moral, castigar a los que han hecho de España lo que hoy es, una nación descuartizada, empobrecida, desprovista de armadura ética, con sus valores desquiciados, sin esperanza, sin prestigio internacional y plagada de desempleados, nuevos pobres y gente triste.
Los principales culpables de la tragedia de España merecen castigos como la degradación pública y hasta el destierro, mientras que aquellos a los que se les puedan probar delitos y abusos deben ingresar en la cárcel. La sociedad española necesita castigar a sus predadores porque sin ese castigo no hay regeneración posible y porque dejar sin castigo a los canallas significa comulgar con sus maldades.
Es probable que el peor drama de España no sea la corrupción, a pesar de su inmensa gravedad, ni el abuso de poder, que ha alcanzado niveles de nausea, sino que no hay justicia para los grandes y poderosos, a los que siempre ha compensado delinquir, sobre todo si los delitos se cometen se hace con guantes blancos.
La desgraciada etapa de Zapatero, que por fortuna termina, dejando tras de sí un espeluznante reguero de destrucción y sufrimiento, tiene sólo una faceta buena: ha abierto los ojos a los españoles para que se den cuenta que nunca han tenido una democracia real y que han estado dominados y engañados por una pandilla de miserables.
Tras la experiencia terrible del gobierno socialista, el cual fue precedido por el gobierno autoritario, arrogante y poco democrático de Aznar, sólo nos queda obligar al poder político a que se arrodille y pida perdón, después de lo cual deberá abrirse un periodo constituyente, que redacte una constitución auténticamente democrática, mientras, simultáneamente, se juzgan a los canallas y se limitan drásticamente los poderes de los partidos políticos, las verdaderas bestias del sistema y una de las fuentes corrosivas más potentes existentes en la sociedad.