Idealistas y románticos, 2.800 estadounidenses lucharon en la Guerra Civil. 287 cayeron prisioneros (173 fueron ejecutados inmediatamente) y alrededor de un centenar desertó. En España murieron 750 – más de uno de cada cuatro -, “una tasa de mortalidad mucho más alta que la sufrida por el ejército estadounidense en cualquiera de sus guerras durante el siglo XX”, escribe Adam Hochschild (Nueva York, 1942), que titula su magnífico ensayo con una frase de Albert Camus: “Los hombres de mi generación llevamos a España en el corazón“. Delmer Berg, el último de los brigadistas estadounidenses en morir, falleció ya centenario en 2016. Inmigrantes o hijos de inmigrantes, casi la mitad eran judíos y la mayoría militaba en sindicatos. Tres de cada cuatro pertenecían al partido comunista y, ¡ay!, tenían una fe ciega en un dictador terrible: Stalin.
¿Por qué se hicieron comunistas? Hochschild lo explica muy bien en el primer capítulo. Al crack bursátil de 1929 siguió una década de paro, hambre, huelgas, represión… muertes. “El país se hundía en la miseria” y la pobreza era tan visible que hasta los superricos temían presumir de su vida de lujo. Bob Merriman (1908-1938) fue uno de esos jóvenes estadounidenses que durante la Gran Depresión creyeron que el capitalismo había fracasado y que solo del comunismo nacería una sociedad más justa. Alto y delgado, con aspecto de lo que era – un profesor de universidad -, Merriman era un líder nato y se convirtió enseguida en el carismático jefe del batallón Lincoln. Encuadrados en la XV Brigada Internacional, los estadounidenses – como los otros internacionales – combatieron en todas las batallas que libró el ejército republicano en 1937 y 1938: el Jarama, Brunete, Belchite, Teruel… el Ebro. Siempre mal armados y equipados, siempre fuerza de choque, siempre carne de cañón.
De derecha a izquierda: Bob Merriman, su esposa Marion y David Doran
Al reconstruir su historia, Hochschild narra una guerra que los estadounidenses siguieron con gran interés – el ‘New York Times’ publicó más de mil noticias – y para cuyo desenlace fue decisiva la actuación de Torkild Rieber y Franklin D. Roosevelt. El primero, presidente de Texaco, suministró a crédito el petróleo que permitió a Franco ganar la guerra y creó una red de espionaje para sabotear los petroleros republicanos. La declarada entrega de Rieber a Franco – premiada por el dictador tras la guerra -, fue tan importante como la neutralidad de Roosevelt. “Al no hacer nada, estamos tomando partido”, escribió el periodista Louis Fischer (el primer estadounidense que se unió a las Brigadas Internacionales), para censurar un embargo que dejó a la República en manos de traficantes de armas primero y de Moscú después, siempre en desventaja ante un ejército franquista surtido por las últimas novedades de los arsenales de Hitler y Mussolini. Demasiado tarde – el 27 de enero de 1939, en una reunión de su gabinete -, Roosevelt reconoció que había sido “un grave error”.
Los primeros estadounidenses llegaron a Francia en transatlántico y cruzaron la frontera francesa libremente, pero cuando el gobierno galo prohibió su paso los brigadistas tuvieron que atravesar los Pirineos por peligrosas rutas clandestinas. Fue así como, con casi 34 años, Alvah Bessie llegó a España en febrero de 1938. Antiguo actor de teatro, se incorporó a un Lincoln en plena retirada, deshecho por una ofensiva franquista que partió en dos el territorio de la República. Al llegar al frente, sus compañeros “tenían la ropa hecha harapos, sin armas, mantas o municiones. Tenían solos andrajos que llevaban encima y la mugre que los cubría. No se interesaron por nosotros”. El ameno e interesante relato de Bessie – recuperado por Ediciones B ¡en una traducción de 1969! y con un prólogo de su hijo Dan en el que se eleva a medio millón (diez veces la cifra real) el número de italianos que combatieron con Franco – es una de las fuentes que usa Hochschild para narrar la evolución de la Guerra Civil a través de la mirada de los anglosajones implicados. Desde George Orwell, que quiso ser brigadista pero acabó en las milicias del POUM – lo que le permitió escribir ‘Homenaje a Cataluña’ y sus dos obras maestras contra el totalitarismo: ‘Rebelión en la granja’ y ‘1984’ –, a Marta Gellhorn, Virginia Cowles y Herbert Matthews, algunos de los corresponsales a los que Hochschild sigue en sus viajes por España.
Alvah Bessie
Hemingway, gigante tan insoportable como magnético, sobrevuela todo el relato. Pero por encima de su voz sobresalen las de otros personajes que nunca tuvieron la fama del “bravucón quisquilloso”. Las memorias de Jason ‘Pat’ Gurney (inéditas en español) nos enseñan la efímera existencia del batallón británico, aniquilado en la batalla del Jarama. El diario del poeta James Neugass (‘La guerra es bella’) – conductor de ambulancias – y el manuscrito del doctor Edward Barsky – cirujano de guerra – describen de forma espeluznante la caótica retirada republicana de 1938. Y la revolución que provocó la sublevación militar – que los corresponsales extranjeros eludieron contar para no asustar a los simpatizantes de la República – aparece en las cartas y memorias de Lois Orr, una recién casada que a sus 19 años captó la vitalidad de esos meses insólitos y fugaces, cuando los obreros fueron dueños de las fábricas y los jornaleros de las tierras. Descubrirnos estos testimonios es uno de los méritos del relato de Hochschild. Estoy seguro de que David Simon, que prepara una miniserie sobre los brigadistas estadounidenses, ya ha leído este espléndido ensayo.