El proceso de multipolarización que vive el mundo actual no sólo tiene una distribución geográfica centrada claramente en los poderes regionales. A su vez se está produciendo una jerarquización vertical en la que no hay un poder hegemónico por región, sino que en un nivel por debajo de esa potencia zonal existen una serie de países relevantes, con futuro y con serias intenciones de tener su propia esfera de influencia regional y, en parte, global. Son las llamadas potencias medias. Ejemplos de estos países son Indonesia en el sudeste asiático, Sudáfrica y Nigeria en África, Irán en Oriente Medio o Argentina y México en América Latina. Todos ellos poseen unas características concretas pero, sobre todo, un potencial futuro que hace que no convenga perderles de vista.
En el continente europeo se cita con cierta frecuencia el eventual papel de España como potencia media. Lo cierto es que dicho estatus fue sugerido hace más de una década, pero como tal nunca se ha llegado a consumar. La absorbente política interna del país ha engarzado con la última crisis económica, donde se ha puesto en evidencia la fragilidad del modelo productivo nacional. Si a esto le sumamos una débil política exterior plagada de desencuentros desde los primeros años del siglo XXI, tenemos como resultado la postergación en la consolidación de tal estatus. Sin embargo, potencial no le falta al país ibérico para convertirse en un middle power. Una posición geoestratégica envidiable, una economía cuantitativamente pujante y el valor cultural son sus bazas, aunque tal camino no está exento de retos: nacionalismos periféricos, debilidades económicas estructurales, una situación política con la incertidumbre como seña y la progresiva irrelevancia internacional son sólo algunos de ellos.
Una política exterior de más a menos
Salvo contadas excepciones, la política exterior no ha sido una prioridad en los distintos gobiernos españoles que se han sucedido en la segunda mitad del siglo XX. Los recursos se destinaron especialmente hacia el desarrollo económico interno del país y a combatir el terrorismo, un grave problema de seguridad que se ha mantenido cinco décadas en la primera línea de la agenda política. Por ello, todos los esfuerzos estaban centrados en fortalecer internamente el país, quedando la política exterior relegada a un segundo plano.
Sin embargo, y aunque las capacidades de un país son importantes a la hora de proyectar su influencia hacia el exterior, no es menos relevante la propia voluntad política –e incluso nacional– de hacerlo. En este segundo punto España también ha mostrado sus flaquezas. Siendo el estado español como es, un ente plurinacional con nacionalismos centrífugos y una clara ruptura centro-periferia, la política exterior es una cuestión espinosa al necesitar una buena dosis de sentido de estado y, sobre todo, de pertenencia al estado. Por tanto, y a menudo con la intención de no herir sensibilidades identitarias ni de generar problemas en varias de las regiones económicamente más potentes del país, la articulación de la política exterior se tradujo en un catálogo de mínimos consensuado, en el que las regiones con identidades distintas a las “propias” del estado español también se veían beneficiadas por el pragmatismo de la política exterior sin tener que haber entrado en el tema nacionalista. Esto, en cierto sentido, fue positivo al no generar problemas dentro del estado, pero también fue contraproducente por el hecho de que no se explotaron todas las capacidades de las que potencialmente dispone España en relación a su influencia en distintas regiones del mundo.
A lo largo de los años ochenta, ya en democracia, la posición y estatus que España no había podido adquirir durante la dictadura se intentaron obtener una vez asentada la Transición. Las líneas maestras se trazaron en torno a las tres regiones más próximas: Europa, el Magreb y América Latina, coincidiendo con las capacidades históricas adquiridas a nivel político, cultural y económico y los intereses españoles del presente. Del mismo modo, los medios también estaban claros: multilateralismo e integración.
Los primeros compases en esta nueva etapa política para España fueron difíciles. Uno de los objetivos iniciales fue la entrada en la Comunidad Económica Europea. Ya en los años sesenta Franco había intentado la adhesión, pero sus pretensiones fueron frenadas por el Informe Birkelbach y diversos estados miembro. Así, con la llegada de la democracia, el proceso integrador se puso de nuevo en marcha. Sin embargo, por el peso que tendría la incorporación española y por los desequilibrios que generaría, se tardó cerca de una década en negociar todos los aspectos de la adhesión, culminada finalmente en 1986.
Por aquellos mismos años, España ya tuvo que definir su posición en la escena internacional. La entrada en la OTAN en 1982 se veía en 1986 cuestionada por un referéndum sobre la permanencia en la organización. El Partido Socialista, contrario a la adhesión cuando se encontraba en la oposición, tuvo que reformular toda su postura para en 1986, ya en el gobierno, apoyar la permanencia. Finalmente, y por un escaso margen, el Sí venció –el No fue mayoritario en Cataluña y País Vasco, por ejemplo– y España quedó plenamente alineada con los intereses euro-atlánticos.
Una vez conseguida la integración europea, el próximo paso político estuvo dirigido a retomar las relaciones con la práctica totalidad de los países latinoamericanos. Muchos de ellos habían dejado atrás recientemente regímenes dictatoriales, especialmente militares, por lo que la convergencia hispanoamericana era otra manera de apoyarse mutuamente en la nueva etapa democrática. La historia común y los nexos culturales eran un excelente trampolín desde el que mejorar las relaciones políticas y profundizar en las económicas. Así, al fomento de las relaciones bilaterales y a las políticas de Ayuda al Desarrollo se le sumó en 1991 la celebración de la primera Cumbre Iberoamericana, un foro en el que anualmente se pudiesen discutir aspectos políticos, económicos y culturales relevantes que afectasen las naciones iberoamericanas.
El tercer frente en abrirse para las relaciones exteriores españolas fue el norteafricano. A mediados de los años noventa, todos estos países eran autocracias personalistas y, si bien no había una concordancia con los sistemas y valores políticos europeos, eran necesarias unas buenas relaciones tanto por vecindad como por cuestiones de seguridad energética o inmigratorias. Así, las relaciones con Marruecos, Argelia, y en menor medida Libia, se volvieron fundamentales para España. De ahí que tanto desde el propio estado español como de los nacionales en las instituciones europeas se promoviese la Asociación Euromediterránea allá en 1995, con la intención de crear un espacio de cierta cooperación y convergencia entre la Unión Europea, los países del Magreb y los estados del Levante.
Sin embargo, estas directrices duraron dos décadas escasas. Como política de estado, los dos partidos –mas Unión de Centro Democrático (UCD) en sus últimos momentos– que habían gobernado, Partido Socialista y Partido Popular, trabajaron en las líneas acordadas. Con todo, a partir de 2002, el gobierno de Aznar decidió desechar este consenso político, diseñando una inédita política exterior de manera unilateral. Los nuevos criterios se enmarcaban en la lógica de la Guerra contra el Terror iniciada por Estados Unidos y su presidente George W. Bush tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. El giro de Aznar, marcado por el incondicional alineamiento con Estados Unidos, el intervencionismo y la unilateralidad, tenía como fin colocar a España en el bando hegemónico de lo que se suponía iba a ser la reconfiguración de buena parte de las relaciones de poder a nivel global. Realmente, era la salida más fácil de cara a convertir España en una potencia regional de la zona mediterránea. Sin embargo, lo barato –o lo fácil– normalmente sale caro. Además de no conseguir los resultados esperados en Afganistán e Irak –invasión no avalada por la ONU–, el coste de este giro supuso un daño reputacional a nivel internacional enorme para España, empeorado en el interior del propio país por el claro seguidismo hacia Estados Unidos y la desatención de los cánones marcados por el Derecho Internacional.
Esta política exterior, unida a otros factores, fue una de las razones de la derrota electoral del Partido Popular en las elecciones de 2004. La vuelta al gobierno del Partido Socialista significó retomar –o al menos intentarlo– el marco anterior a 2002, sin embargo, esto no fue nada fácil. Por un lado hubo que desmarcarse del alineamiento realizado con los Estados Unidos y Reino Unido con la correspondiente tensión, al igual que retomar el trato con países europeos o latinoamericanos fue difícil por el deterioro de las relaciones durante los años anteriores. En este impasse, dos décadas de política exterior casi dinamitadas y el estigma de la doctrina Bush.
Lo cierto es que la diplomacia española nunca se ha llegado a recuperar de este viaje de ida y vuelta. Cuando se retornó a las líneas marcadas en los ochenta y los noventa, el escenario internacional había cambiado y el posicionamiento de España en este era inadecuado, redundando en una pérdida de influencia. En Europa, la ampliación de la Unión hacia el este había desplazado el centro de gravedad lejos de la región mediterránea; en América Latina las relaciones se habían deteriorado gravemente por la agresividad y el paternalismo de la política de Aznar, mientras que en el Magreb la relación con Marruecos se había tensado hasta el extremo, haciendo del país alauí un casi enemigo cuyo único freno eran los intereses compartidos con España.
Sin embargo, la capacidad de recuperación de la política exterior española fue efímera, ya que desde 2007 se empezaron a superponer distintas crisis económicas, primero la propia española, luego la financiera desde Estados Unidos y posteriormente la de deuda y austeridad por parte de la Unión Europea. Así, el rol internacional español se encuentra en la actualidad en una fase de hibernación, sin avanzar y sin retroceder, esperando a tiempos mejores para volver a intentar recobrar cierto papel. No obstante, a pesar de la inacción institucional española, no conviene perder de vista la propia evolución de los escenarios que son vitales para España, ya que en buena medida eso condicionará la futura capacidad de influencia del país.
Europa: irrelevancia continental o liderazgo periférico
En muchos aspectos, la entrada de España en las Comunidades Europeas fue enormemente beneficiosa. El país ganó en peso político a nivel relativo dentro del continente; el sector agrícola, muy importante en determinadas regiones, era protegido gracias a la Política Agraria Común (PAC); se podían abordar inversiones modernizadoras en infraestructuras con los fondos comunitarios y la economía española se acercaba así a la media europea. Durante casi dos décadas, España fue, económicamente hablando, uno de los eslabones más débiles de la Unión junto con Portugal y Grecia a la vez que uno de los países que más ayudas recibió.
Ya en el siglo XXI y por expreso deseo de Alemania, la Unión se amplió rápidamente hacia el este del continente. Los países hace no mucho en la órbita soviética pasaban ahora a alinearse con Bruselas. Independientemente del debate de si fue conveniente o no tal expansión, lo cierto es que los ocho países que se sumaron al proyecto europeo en 2004 tenían una economía estructuralmente más débil que la española del momento, por lo que su atención era prioritaria. España, por aquellos años, prestó poca atención a dicha ampliación a pesar de ser contraproducente para los intereses nacionales, ya que el alineamiento con Estados Unidos absorbía las preocupaciones del Gobierno. Los asuntos europeos, por tanto, eran secundarios.
El centro de gravedad comunitario se desplazó hacia el este, relegando el peso político español a la periferia de la Unión. Se pasaba así de cierto equilibrio entre la Europa continental y la Europa mediterránea a un abrumador poder de la Mitteleuropa, que quedaría más patente con la entrada de Rumanía y Bulgaria en la UE en 2007. Ante esto, España no articuló ninguna política, ni para con el centro de la Unión ni convergiendo con la periferia. Ausente de la política comunitaria durante unos pocos pero importantes años, ahora pagaba el desacoplamiento de las sintonías creadas en las décadas anteriores. Ni siquiera económicamente se habían creado interdependencias al ser el crecimiento económico español de aquellos años eminentemente interno –construcción, turismo y servicios–, dejando de lado procesos de competitividad e internacionalización.
Con la última crisis, el rol geopolítico español sigue diluyéndose. La política exterior se ha visto prácticamente reducida a sesiones de rendición de cuentas ante la Troika europea dada la obsesión gubernamental por las cifras macroeconómicas. Como ha ocurrido en buena parte de los países miembro, se ha impuesto una versión moderna del vasallaje, y cualquier medida política o económica que se salga de las líneas marcadas por el triángulo Bruselas-Frankfurt-Berlín es reprendida duramente. Por ello se ha acabado naturalizando tal relación entre el centro político y la periferia, haciendo imposible el surgimiento de una concertación política, especialmente en los PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España), un plano en el que Madrid sí podría tener una relevancia importante.
América Latina, cercanía cultural y lejanía política
No cabe duda de que compartir un idioma y buena parte de una cultura es un poderoso elemento de unión, sin embargo, esto ni mucho menos es sinónimo de que en el ámbito político o económico existan unas buenas relaciones. Estos lazos culturales no sólo se han dado por la historia, sino que se siguen produciendo por movimientos migratorios actuales o por la globalización de la información.
Desde hace décadas se tiene claro que en las relaciones entre América Latina y Europa, España es un punto de paso casi ineludible, bien como lugar logístico, bien como interlocutor político. Sin embargo, desde ambas partes del Atlántico se han empeñado en dificultar la buena sintonía entre las dos orillas; intereses económicos, actitudes paternalistas y una buena dosis de estrechez de miras políticas son los grandes condicionantes que han impedido que España se convierta realmente en la puerta de entrada de América Latina en Europa.
Desde el país ibérico la estrategia, en rasgos generales y en perspectiva, está bien abordada. No obstante, momentos puntuales han generado graves deterioros con diversos países, interrumpiendo la sintonía ascendente que se ha ido produciendo con los estados latinoamericanos. Cuestiones como las Cumbres Iberoamericanas han favorecido la aproximación de ambas partes, pero las ausencias que se producían anualmente han sido un indicador útil para medir la calidad de las relaciones. Además, no conviene olvidar que durante el gobierno de Aznar se intentó reorientar este foro hacia fines más favorables a los intereses españoles, creando una asimetría y una desviación en la filosofía original de los encuentros, algo que numerosos estados latinoamericanos consideraron enormemente negativo, afectando negativamente a la imagen de España.
La presencia de multinacionales españolas en América Latina también es una característica importante en las relaciones hispanoamericanas. Grandes empresas del sector bancario, las telecomunicaciones o la energía tienen una significativa presencia en países sudamericanos. No obstante, durante el siglo XXI, la proliferación de gobiernos en la región que propugnan un nacionalismo económico y el control público de los recursos ha sido un revés en los intereses de las comentadas multinacionales. Así, en momentos de tensión entre ambos actores, especialmente nacionalizaciones de filiales de empresas españolas, trabas para desarrollar su actividad o acusaciones hacia la actividad económica de las corporaciones, el gobierno español con frecuencia ha optado por apoyar a las empresas, generando inmediatamente un conflicto político, un deterioro en las relaciones y la creación de una imagen de paternalismo selectivo enormemente desfavorable para España.
En esta línea, en los últimos años América Latina se ha convertido en una región incomprensible para el sector político y mediático español. Los procesos que allí llevan ocurriendo un tiempo no son analizados en profundidad, y se le presuponen –o exigen– estándares de comportamiento político y social “occidentales”, cuando América Latina tiene su propia idiosincrasia. Por este desconocimiento, la estrategia elaborada para abordar política y económicamente la zona ha sido muy desafortunada. La reafirmación del Estado, a caballo entre el nacionalismo cultural y el político; el uso insistente de los medios de comunicación; la forma de articular el discurso; las prioridades políticas de estos estados latinoamericanos y la importancia de los movimientos sociales no se han comprendido en Europa. Si la táctica más conveniente para este escenario, muy cambiante, hubiese sido la adaptación, desde España se ha optado por la confrontación y cierta superioridad moral, algo que en el siglo XXI sólo pone de manifiesto la obsolescencia de los mapas mentales de la política exterior.
Sin embargo, no toda la responsabilidad recae en la visión española. En cierta manera, los gobiernos latinoamericanos se han servido de la hostilidad procedente del otro lado del Atlántico para legitimar sus propios proyectos, a menudo poco acordes con los estándares exigibles de calidad democrática y buen gobierno. No obstante, el clima político-económico hispanoamericano se caracteriza por cierto misticismo. Muchas empresas españolas operan en la región con normalidad y excluyendo el alto nivel, las relaciones son buenas. Sólo cabe analizar hasta qué punto se produce un win-win (conveniencia electoral) entre ambas partes manteniendo en el aire una idea demonizada del contrario.
El futuro de la posición española respecto a América Latina reside en volver a la responsabilidad y comprensión para con los países latinoamericanos. Dejar de un lado la visión paternalista –y a veces la visión culturalmente patrimonial– sería muy beneficiosa para los intereses españoles, obligando parcialmente a los estados latinoamericanos interesados en la tensión a relajar su discurso y aproximarse a la vía cooperativa. No conviene olvidar además la oportunidad que supone España tanto para las empresas translatinas como para las negociaciones políticas a nivel bilateral entre estados europeos y latinoamericanos como para cuestiones relacionadas con la Unión Europea. En esta época en la que buena parte de América Latina tiene que decidir hacia qué costa orientarse –la atlántica o la pacífica–, se debe generar valor para la zona atlántica que contrarreste el potencial futuro de la pacífica, donde la Alianza homónima ya deja entrever la postura de buena parte de los países latinoamericanos.
El Magreb, un flanco débil
A pesar de la cercanía geográfica, a menudo da la sensación de que el Magreb está lejos. Una cultura con enormes diferencias, economías que parecen aspirar a emergentes y sistemas políticos a caballo entre lo viejo y lo nuevo son algunas de sus signos característicos.
Los intereses españoles en la zona se enmarcan principalmente en dos vías: asegurar el flujo de petróleo y gas natural para ganar en seguridad energética y colaborar con los países ribereños frente a los problemas de índole transnacional, especialmente terrorismo y flujos de inmigración ilegal. Sin embargo, y excluyendo los dos casos de colaboración citados, España tiene una actitud pasiva respecto a dichos países. En parte esto se debe a que las políticas de Marruecos, Argelia y Libia han sido tradicionalmente muy activas internacionalmente, buscando respectivamente su pequeño nicho de influencia. Por ello, cuando el papel de España ha sido igualmente activo, se han producido escaladas de tensión importantes, especialmente con Marruecos.
En el corto y medio plazo, esta es claramente la región más crítica para España al ser política y económicamente más débil que las otras dos zonas de interés. Además, la proximidad geográfica es, para cuestiones amenazantes o peligrosas, una enorme desventaja por el poco tiempo de reacción que permite. Esto se demostró cuando se dieron las llamadas “primaveras árabes”, que desestabilizaron poderosamente a los países norteafricanos, tres de los cuales vieron cómo sus sistemas se hundían para dar paso a regímenes muy inestables cuando no directamente fallidos como el caso de Libia. Por suerte para España, los dos países más afines y críticos para sus intereses consiguieron esquivar las turbulencias, no sin problemas y sin tener que acometer reformas. Desde la perspectiva peninsular esto fue un alivio, puesto que en el teatro libio, donde se intervino de manera contundente para derrocar a Gadafi, España tuvo una intervención marginal y dubitativa a pesar de los intereses existentes en el país. Se antoja poco probable que su papel hubiese sido mucho más activo en caso de una crisis similar en Argelia o Marruecos; en detrimento de España, Francia se hubiese hecho cargo de la situación.
Desde hace unos años en adelante, el terrorismo procedente del Sahel es una preocupación considerable. Además, recientemente se le ha añadido otra corriente proveniente del este africano a medida que el Estado Islámico y filiales locales van ganando poder en lugares como Libia. Por tanto, y aunque los intereses son compartidos, la colaboración entre los países norteafricanos y España para luchar contra el yihadismo es clara y prioritaria. Del mismo modo, la lucha contra la inmigración clandestina, que en su máxima expresión es un drama humanitario, ha centrado históricamente buena parte de la agenda política común. En los primeros años de siglo en el estrecho de Gibraltar y las Islas Canarias y en la actualidad en las costas italianas, las migraciones masivas suponen un grave problema para todas las partes implicadas. La desatención de la ayuda al desarrollo para mitigar las causas que originan estos flujos migratorios mas la pasividad de las instituciones europeas y socios comunitarios norteños han provocado que no se destinen los recursos suficientes para dar solución a esto. Una muestra más de la pérdida de influencia española en Europa.
Considerando las distancias “mentales” que separan España de los países norteafricanos, es tan poco posible como recomendable el aumento de influencia en esta zona, ya que la imagen a proyectar puede no ser positiva y estos países, en especial Argelia, quieren destacar como potencia regional en el ámbito africano en no demasiado tiempo. Sin embargo, sí puede ser muy relevante el papel español como socio económico, comercial e incluso político de estos países, generando una convergencia que sea fructífera para todas las partes.
¿Un sueño imposible o por cumplir?
La situación de España geopolíticamente hablando es envidiable, y dadas las limitadas aunque no escasas capacidades del país, tener abiertas tres puertas es un escenario muy favorable. Sin embargo, conviene analizar hasta qué punto se va a explotar tal situación y, sobre todo, si la influencia española no va a ser suplantada por otros estados en las tres regiones críticas, relegando al país ibérico a la más absoluta irrelevancia internacional.
Las debilidades estructurales del país, escenificadas en las elevadas cifras de desempleo y una economía que no termina de evolucionar hacia un perfil de alto valor añadido y competitividad serán dos poderosos lastres para destinar recursos a la política exterior. Igualmente, la creciente atomización del espectro político nacional antojan una progresiva dificultad para llegar a acuerdos, si bien es un aliciente para consensuar nuevamente una política exterior duradera. Sin embargo, por alineamientos políticos e ideológicos, las diferencias en torno al papel que debe tener España en el mundo también son numerosas.
No obstante, buena parte del éxito español pasa por reconsiderarse a sí mismo como país y desterrar todo el ideario anterior al presente siglo. Eso no quiere decir que se deban olvidar las capacidades, fortalezas y objetivos, pero siempre bajo las premisas de multilateralismo y respeto por los demás integrantes del tablero estatal global con los que España tiene especial interés.
Con todo, hay que decir que en los años venideros, el papel español a nivel internacional no se prevé creciente, en parte porque no se está produciendo un cambio en la cultura política que reivindique la importancia de las relaciones exteriores ni una variación del contexto internacional que sea favorable a la posición española. Todo ese tiempo transcurrido –o por transcurrir– no deja de ser tiempo perdido, algo que otros países como Argentina, México, Marruecos, Argelia o Italia pueden aprovechar para ganar en peso político en las respectivas zonas de influencia a las que tienen acceso. Es más, habría que ver hasta qué punto España, dada su baja “capacidad de aceleración” como país, va a poder retomar los niveles de presencia internacional de los años ochenta y noventa a pesar de ser una nación potente. Puede que se esté esperando un tren que ya ha pasado.
MÁS INFORMACIÓN: Los intereses geopolíticos de España (CESEDEN, Ministerio de Defensa)