Que Cáritas, Oxfam y otras oenegés religiosas denuncien la desigualdad creciente y la pobreza de los españoles, cada año peor que el anterior, es un clásico para despertar espíritus cristianos y solicitar donativos.
Pero al analizar sus datos sobre la miseria que nos rodea –diez millones de niños pobres o veinte millones de ciudadanos en riesgo de exclusión social—se comprueba que son exagerados, incluso falsos.
Porque reducción de la pobreza en el mundo es una constante, y en España, entre 2007 y 2014, pese a la pérdida del PIB de casi el diez por ciento, nunca hubo hambre y se mantuvieron eficazmente los grandes servicios sociales.
Desde hace casi dos años, además, y lo reflejan los informes comerciales, han crecido todas las ventas al ciudadano común hasta el diez por ciento, como vemos en tiendas o centros de ocio.
Pero si usted sigue algunos programas de televisión, que se han convertido en el Gran Hermano del país –no el programa, sino el que dirige las conciencias—, estamos en una situación de desventura intolerable.
Como si la gente se muriera por las calles de tisis mendigando pan.
“Hay que romper la estructura económica que nos explota”, predican los podemitas que nunca produjeron un bien tangible, que nunca trabajaron en algo productivo y que, curiosamente, todos son funcionarios del Estado que cobran su nómina mensual, por lo que no exponen ni un euro suyo con sus promesas de darnos paraísos caraqueños.
Pese a los recortes generados por la crisis –la corrupción total no supone el 0,5 por ciento del presupuesto del Estado, y no influye en la generación de pobreza—los hospitales siguen curando enfermos, las escuelas y otros servicios sociales siguen abiertos.
Y los extranjeros que vienen de países ricos no hablan de la penuria que nos envuelve, sino de nuestro buen vivir, aunque también de lo cochinos que somos.
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SALAS