Desde hace varias semanas España vive unas jornadas de vértigo, una situación que no por haber sido anunciada repetidamente en los últimos años se hace más comprensible. La realidad es que uno de los territorios más prósperos de la Unión Europea, que goza de unos niveles notables de autogobierno y de un nivel de vida muy por encima de la media del resto del país está dedicando todos sus esfuerzos a estimular un proceso de independiencia que le coloca al margen de toda la legislación española y de la Unión Europea. Porque si observamos dicho proceso desde un punto de vista estrictamente jurídico, su concepción resulta un auténtico disparate. Un Parlamento autonómico se saca de la chistera en una tarde una serie de leyes que derivan en un referéndum de autodeterminación organizado con prisas y con la total oposición del Estado. Las escenas vividas el 1 de octubre, día en que se produjeron numerosos excesos policiales para intentar detener la jornada electoral ilegal, no han hecho sino estimular el victimismo propio que está en las entrañas de todo nacionalismo que se precie. Pero ¿cómo hemos llegado hasta este punto tan irracional como peligroso? La respuesta, como casi siempre, está en la Historia, una disciplina apasionante que, si se sabe manipular a conveniencia, puede convertirse en un arma arrojadiza formidable.
Es importante resaltar que la situación española de los últimos años, con una crisis económica devastadora para muchos ciudadanos, sazonada con una enorme cantidad de casos de corrupción, no ha hecho sino estimular a un independentismo que no ha dudado en señalar a España como causante de todos los males que padecía Cataluña, obviando que buena parte de la corrupción que ha asolado el país está conformada por décadas de prácticas irregulares por parte de Convergencia i Unio y sus socios. Desde la llegada de los primeros Habsburgo, la península ibérica se había organizado como una especie de comunidad de naciones que reconocían al monarca como su Señor, pero que contaban con sus propios fueros. La Corona de Aragón, de la que formaban parte los territorios catalanes, era uno de estos territorios, cuyos privilegios legislativos eran protegidos por sus propias Cortes. Esto no quiere decir que Cataluña llegara a ser jamás un territorio independiente, pero sí que mantenía sus propias instituciones de autogobierno en el contexto de la Corona aragonesa.
Todo nacionalismo necesita una mitología para sobrevivir y el catalán la encontró en los acontecimientos de 1714, cuando las tropas de Felipe V, al final de la Guerra de Sucesión, entraron en Barcelona y abolieron las instituciones tradicionales que habían regido la existencia de los catalanes e impusieron los Decretos de Nueva Planta. Pero aquello no fue, como aseguran los nacionalistas, una lucha por la independencia de Cataluña, sino el último episodio de un conflicto mucho más largo, enmarcado en un contexto europeo, en el que se produjo el cambio de la monarquía hispánica de los Austrias a los Borbones. Muchos catalanes habían apoyado al pretendiente perdedor, el archiduque Carlos y otros muchos se habían decantado por Felipe V. La resistencia final de Barcelona, estimulada de manera temeraria y casi criminal por Rafael Casanova, culminó en la rendición de la ciudad el 12 (no el 11), de septiembre de 1714, fecha que el catalanismo del siglo XIX rescató como germen del nacimiento de una nueva Cataluña, pues, como dejó dicho Ernest Renan, "los sufrimientos tienen más valor que los triunfos, porque los sufrimientos imponen obligaciones y requieren un esfuerzo común". En la visión del mundo del nacionalismo, los agravios contra Cataluña por parte de Castilla comenzaron mucho antes, pero 1714 es la fecha capital que demuestra la represión que siempre ha ejercido el centralismo contra un pueblo oprimido.
En los últimos cuarenta años, la Generalitat ha tenido tiempo de adoctrinar a generaciones de catalanes en una visión tergiversada e interesada de la historia, ha empleado grandes recursos en campañas internacionales de reconocimiento de un supuesto derecho a decidir y en campañas de fomento del catalán como lengua imperante en la región (después de otras tantas décadas de represión franquista, bien es cierto). A estas alturas se torna una tarea imposible convencer a miles de catalanes nacionalistas de que no son un pueblo oprimido y de que gozan de derechos y libertades equivalentes a los de cualquier ciudadano de la Unión Europea. Después del esperpento del que hemos sido testigos el pasado 10 de octubre, la situación es todavía muy peligrosa, pues la previsible intervención del Estado a la autonomía será instrumentalizada por Puigdemon y los suyos como una intolerable agresión que deberá ser contestada en las calles. Quizá nos ayude recordar las palabras que Baltasar Gracián escribió en 1640, para advertir que estos problemas vienen de muy antiguo:
"En la Monarquía de España, donde las Provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, es menester gran capacidad para conservar, assí mucha para unir".