En España parece que estamos condenados a vivir colectivamente subidos a la grupa de la crisis política permanente. Ninguno de los españoles que hoy vivimos hemos conocido una época en la que gozáramos de un consenso social suficiente sobre nuestro ser colectivo que nos permitiera dar ese asunto por descontado y propulsar nuestras preocupaciones hacia los menesteres que realmente hacen vivir y progresar a una sociedad. Nosotros estamos aún en gran parte atascados en esa fase previa que se ocupa en dar una configuración a nuestra sociedad. Ya en 1910 decía Ortega y Gasset: “En otros países acaso sea lícito a los individuos permitirse pasajeras abstracciones de los problemas nacionales: el francés, el inglés, el alemán, viven en medio de un ambiente social constituido. Sus patrias no serán sociedades perfectas, pero son sociedades dotadas de todas sus funciones esenciales, servidas por órganos en buen uso (…) ¿Qué impedirá al alemán empujar su propio esquife al mar de las eternas cosas divinas y pasarse veinte años pensando sólo en lo infinito? Entre nosotros el caso es muy diverso: el español que pretenda huir de las preocupaciones nacionales será hecho prisionero de ellas diez veces al día y acabará por comprender que para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar es España el problema primero, plenario y perentorio”.
Pero apliquemos el rigor necesario a nuestras reflexiones: en realidad, el poso último de nuestras inquietudes no está hecho, aquí en España, de genuina preocupación por la cosa pública, como pudiera parecer a una mente apresurada que sugiere Ortega, sino de menosprecio de una gran parte hacia ella. Nuestra inconsistencia como nación es, precisamente, la cosecha de una siembra realizada con las semillas del apego a lo más inmediato, a lo que estrictamente se ciñe a nuestros intereses más particulares, apenas contrapesado con aisladas o coyunturales expresiones de solidaridad que vienen a ser como fuegos de artificio de efímera vitalidad, porque no encuentran un soporte en nuestras costumbres y en nuestras instituciones sobre el que consolidarse. “El hombre español –decía asimismo Ortega en otro lugar– se caracteriza por su antipatía hacia todo lo trascendente; es un materialista extremo (…) La emoción española ante el mundo no es miedo, ni es jocunda admiración, ni es fugitivo desdén que se aparta de lo real, es de agresión y desafío hacia todo lo supra-sensible y afirmación malgré tout de las cosas pequeñas, momentáneas, míseras, desconsideradas, insignificantes, groseras”.
Si esta visión pesimista sobre nuestra forma de ser ha mantenido una vigencia sostenida en el tiempo, casi nunca ha sido más cierta de lo que lo es ahora. Nuestra clase política, para empezar, es, de forma muy generalizada, lamentable. Pero no es ella nada más que una versión destacada de nuestros propios defectos colectivos. Igual que, por ejemplo, tenemos la basurienta televisión que hemos decidido preferir, y que nadie nos obliga a ver, los políticos que nos gobiernan están hechos de la misma materia vital y moral que el resto de los españoles. Su corruptibilidad, su cortoplacismo, su irresponsabilidad, su perversa afición a procurarse privilegios y su cobardía no sería lógico que fueran ramas que viniesen a renegar del tronco del que han salido. Queda ello demostrado cuando se constata que nuestras tragaderas son lo suficientemente amplias como para que no tengan consecuencias, no ya penales, sino ni siquiera en las urnas, comportamientos de nuestros políticos que constituyen un auténtico saqueo de las arcas públicas; pensemos también en sus cesiones al terrorismo y a los nacionalismos en general (cuyo último e irrenunciable objetivo, no lo olvidemos, es la destrucción del estado), que en buena parte son manifiestamente constitutivos de alta traición a la nación española; o en su desprecio a la igualdad jurídica y de oportunidades de los españoles; o en sus estúpidas políticas de segregación (no sólo la lingüística); o en la degradación a la que han conducido a las instituciones judiciales… La ineptitud de nuestros gobernantes, en fin, es sólo el suelo al que había que descender después de tolerar su irresponsabilidad y su inmoralidad. Nada de esto ha salido de un caldo de cultivo extraterrestre.
Es hora de tomar conciencia: nuestra crisis más importante no es la económica, con ser ésta pavorosa. Lo es la de nuestro ser colectivo en su conjunto (lo cual, además, conlleva gravísimas repercusiones sobre la economía). Y ello ha sido causado en estos últimos tiempos por la persistente política de cesión de nuestros gobernantes a los nacionalismos, esa versión agudizada de nuestra tendencia al particularismo, al rechazo a pensar en los términos que exige el bien general. Se ha dejado que la educación quedase en manos de aquellos aberrantes constructores de mitos reaccionarios que son los nacionalistas, sin siquiera intentar resistir mínimamente ni en la trinchera política ni en la ideológica. ¡Cuánta desidia! ¡Cuánta irresponsabilidad! ¡Cuánto desprecio a las más elementales normas políticas, morales y de higiene intelectual!...
Bien: el futuro está a la vista: después de cerrar ese último capítulo de espeluznantes cesiones que han conducido a ETA hasta los puestos de dirección de nuestras instituciones, es ya previsible que, tras las próximas elecciones autonómicas, y con ETA y el PNV en el gobierno de la Comunidad Autónoma Vasca, estos grupos acabarán lanzando la andanada final en forma de declaración unilateral de independencia o algo similar. A lo que contestará como un eco solidario el gobierno de Cataluña. Estoy, pues, de acuerdo con lo que acaba de decir Mayor Oreja: “Se prepara un enorme desafío para España”. ¿Y quién se cree que un político tan pusilánime como Rajoy estará entonces a la altura de las circunstancias, cuando ha dado muestras suficientes de querer amoldarse (¡como si ello fuera posible!) al nuevo régimen de coexistencia con los nacionalismos, el mismo que éstos, sin embargo, han considerado simplemente como una etapa más en su camino hacia la disgregación del estado?
Muy al contrario de lo que el ínclito Zapatero decía en el famoso prólogo al libro de Jordi Sevilla “De nuevo socialismo”, según lo cual en política no hay ideas lógicas y, por tanto (aquí llegó al culmen de la investigación etimológica), no puede haber ideo-logías, Ortega afirma que en política podemos aspirar a tanta objetividad en los análisis como la que en su campo consigue la misma ciencia empírica: “Esta objetividad –dice por tanto, y más precisamente– no se reduce a la ciencia. Con leve modificación de sentido existe también en otros órdenes: por ejemplo, en la política. Lo que el hombre de hoy puede decidir como su opinión política para el porvenir no está a merced del azar individual. Hay una autenticidad política, querámoslo o no, que es común a todos los hoy vivientes en cada país, hay una vocación general política. Estaremos dispuestos o no a oírla, pero ella suena y resuena en nuestro interior. Y sería curioso y sintomático de la época que esa única política auténtica (…) no estuviese representada hoy (…) por lo menos claramente, por ningún grupo importante y desde lejos visible. Si esto fuera así tendríamos que hoy está viviendo el hombre una vida política subjetivamente falsa, que está estafándose –lo mismo por la derecha que por la izquierda–”. ¡Ortega hacía también la crónica de nuestra actualidad!
De esta política falseada yo excluyo, simplemente por ponerse de parte no ya sólo de esa objetividad filocientífica, sino del simple sentido común, a UPyD, que es hoy probablemente el único partido desde el que cabalmente podemos esperar que surja una alternativa cuando nuestra extraviada trayectoria como nación llegue a su culminación. No será posible entonces, me temo, refugiarse en la indolencia, porque el potencial desestabilizador de nuestros nacionalismos va más allá del hipotético momento en que lograran la independencia de lo que considerarían una parte de sus territorios. Vayámonos haciendo a la idea: no será posible llevar hasta el final nuestra actual y acumulativa defección hasta conseguir que la nación española muera de forma discreta y apaciguada. En algún momento los españoles descubriremos que no vale para siempre la postura del “¡qué más da!”. No será posible inhibirse: así lo veo yo. Y entonces necesitaremos que haya alguna opción política que ayude a catalizar la reacción contra tanto despropósito y propensión a la catástrofe como hemos ido acumulando.