Reconozco que el fútbol es algo que me la repanpinfla, no así el deporte y quienes lo practican sin ánimo de lucrarse o para enriquecer a otros; pero, sin embargo, esto no fue excusa para dejar de celebrar un éxito como el conseguido en el pasado mundial; no tanto por el título como por la posibilidad de disfrutarlo junto a todas las Españas que lo sentían como propio. Y es que acostumbrado a vivir en un país futbolístico donde unos ganan cuando pierden los otros, y en consecuencia lo celebran con aspavientos hacia los derrotados en esa ocasión, reconozco que el triunfo del conjunto nacional me ha llegado casi a emocionar; no ya por los quilates del exultante trofeo, sino por la sensación vivida de que por una vez aquella mayoría, cabizbajeante en el pasado, proclamaba orgullosa su condición de española.
Lástima que estos episodios nacionales se reproduzcan con tanta ocasionalidad, o que hayamos de sentirnos conquistados para reunir todos nuestros orgullos patrios para defender lo que nos une. Si esto es así, algo le debemos en esta ocasión a los holandeses, que nos disputaron la final; a los franceses, que nos disputaron nuestra tierra; o a los musulmanes, que nos disputaron la religión.
Por lo tanto, después de tan poco, qué nos enraíza con un deporte de dar patadas del que todos parecen entender y pocos practican, o con el color de una camiseta que un día es azul y otro roja... Supongo que lo mismo que una bandera que para unos es rojigualda, para otros tricolor, y para cualquier otro ni una cosa ni la otra. Conociendo de algo este país, lamento decir que nada. Cualquier ingenuo que quiera soñar que estos éxitos reflejan un sentimiento uni-nacional va dado, porque la unidad de un pueblo no puede comprobarse por el número de paisanos que se juntan en la verbena, sino por los que se apoyan en la pena.
Pero, aún así, no quiera nadie que tengamos que llegar al abismo para comprobarlo. Porque a una patria, como a un hijo, hay que quererla por lo que es, por encima de lo que nos gustaría que fuera; y, ¡qué coño!, porque –como dijo Séneca- aunque no sea la más grande, es la nuestra.
Por eso, queridos españolitos de mundial, disculpadme que hoy no beba en vuestra copa, porque mi España no es la que gana, sino la que me hace llorar; no es una, porque las siento todas; y puede que no sea la más grande, pero es la mía. Es por eso que la quiero, y la necesito libre.