Salieron a navegar.
Descubriendo rincones admirables, turbadores,
encontraron, aterrados, muerte ominosa.
Igor Radowsky
Pequeñas ciudades flotantes, los cruceros son un modelo reducido, una maqueta, de nuestras sociedades. Con sus jerarquías de poder, sus distinciones sociales, sus injusticias, sus sueños y sus veleidades. No es casualidad si la palabra ‘gobernar’, eminéntemente política, viene del latín ‘gubernare’ que significa ‘pilotar un barco’, acción que realiza el timonel, en latín ‘gubernator’… Ni es casualidad que uno de los primeros grandes relatos de la cultura occidental, la Odisea de Homero, cuente el periplo de un navío.
La nave y el mundo —o los mundos— que lleva dentro constituyen una metáfora frecuente en el imaginario de la creación artística. No es casualidad. Esa metáfora nos dice algo de nuestra realidad, y sobre todo de nuestro destino. Dos ejemplos. En Titanic (1997), James Cameron realiza claramente una alegoría del capitalismo industrial de principios del siglo XX, con sus clases sociales, su alienación, sus ambiciones. Y en su genial E la nave va (1983), Federico Fellini mete en una embarcación ficticia a todo el mundillo de la belle époque, lleno de formalismos burgueses pero vacío de humanismo. Ambas películas evocan una sociedad que desaparecerá para siempre en el naufragio de las violencias de la primera guerra mundial…
¿Desaparecerá la nuestra, barrida hoy con tanta ferocidad por la tempestad de COVID-19? Quizá el análisis de lo ocurrido durante estos dos últimos meses a bordo de los cruceros, nos aporte el esbozo de una respuesta… Hay algo en la suerte —o la mala suerte— de los cruceros, sus pasajeros y sus tripulantes, sorprendidos en pleno viaje de deleite por el huracán pandémico, que nos interroga y nos fascina. ¿Por qué, si no fuera así, todos los grandes medios internacionales han consagrado una cobertura tan constante a ese tema y mostrado una semejante fascinación por el repentino infortunio de esos barcos?
Cualquier crucero se puede ver como un reflejo o un espejo de nuestra propia sociedad. En donde se perciben mejor, como por un efecto de lupa, todas sus distorsiones. El crucero es la realización de la idea, básica en el neoliberalismo, de que “el mundo es un espectáculo“. Arquitectónicamente ese tipo de buque está concebido como un teatro al revés, un teatro al que se le hubiera dado la vuelta como un guante. En un teatro, todos los balcones dan hacia el interior, porque la escena está dentro; los espectadores se hallan en la oscuridad, lo único iluminado es el escenario. En un crucero es al contrario, todos los balcones del barco dan al exterior; la escena (los animales, las montañas, el mar) está, por definición, afuera, iluminado siempre, por el sol, la luna, las estrellas o los relámpagos…
Hay de todo a bordo de un crucero, como en la vida. Menos —y es muy significativo—, la naturaleza… No hay árboles, ni bosques, ni ríos, ni cascadas, ni animales silvestres como no los hay en nuestros apartamentos… Todo lo natural está fuera. Todo lo cultural está dentro. No se mezclan. Pero se interpenetran. Porque el crucero es eso precisamente, una suerte de isla mecánica que penetra flotando (como flota una nave espacial) en el ecosistema planetario. Nos cobija en su vientre interior, protege del peligro exterior, y está rodeada de naturaleza por todas partes.
Una naturaleza que los cruceros paradójicamente están contribuyendo a degradar. Como lo denuncian las organizaciones ecologistas, casi todos estos gigantescos buques son propulsados por motores diesel-eléctricos que consumen millones de litros de un fiúl muy pesado, un petroleo casi bruto, muy barato, nefasto para la calidad del aire porque emiten toneladas de un cóctel excesivamente tóxico, constituido por tres venenos: óxido de azufre (SO3), óxido de nitrógeno (NO) y partículas finas que penetran profundamente en el sistema respiratorio humano… Los viajeros de cruceros creen respirar aire puro cuando se hallan en cubierta, en realidad se ha calculado que, aunque se encuentren en el mar, inhalan a veces un aire más viciado que el de las ciudades más contaminadas del mundo como Shanghai o Nueva Delhi… Pero el éxtasis del viaje diluye a menudo la conciencia ecológica.
Igual que la publicidad o que cualquier otra propaganda silenciosa, en nuestras sociedades del espectáculo, el crucero crea la ilusión de la desmaterialización del mundo, lo ficcionaliza, lo ‘relata’, lo ‘des-salvajiza’… A base de artefactos y de seducciones, pretende crear la idea de un travelling invertido, como si el viajero estuviera inmóvil en su butaca, y que fuera el mundo el que desfilase ante sus ojos… Es la alienación turística por excelencia. Todo eso con la misma seguridad y bienestar que si el pasajero se hallase en el salón de su casa viendo un documental de National Geographic y sirviéndose una copa de vino. Evidentemente, en esa suerte de confort protector, de somnolencia hipnótica que crea el crucero, cualquier irrupción de la realidad cruda, sobre todo si supone miedo, sufrimiento y muerte, tiene el mismo efecto letal que el iceberg chocando contra el Titanic… Es lo que le pasó al Zaandam.
En el dispositivo escénico de un crucero, como en la promesa neoliberal, no debe haber conflictos. Un crucero no está hecho para sufrir, sino para deleitar. Todo está lubrificado de tal modo que el pasajero debe tener la impresión de estar viviendo en un mundo de la felicidad constante… Pero no resulta tan fácil evacuar los conflictos. En un crucero, la oposición de clases —como en cualquier ciudad estructurada por el mercado— se percibe principalmente en la disposición espacial. A cada espacio, su clase. La estratificación se produce mediante un corte vertical de caricatura: arriba los ricos con sus apartamentos dotados de balcón. Debajo, la clase media con camarotes provistos de ventanillas. Y debajo de la linea de flotación, los trabajadores peor pagados, casi todos procedentes de países del Sur (Filipinas, Sri-Lanka, Indonesia) realizando las tareas más penosas (limpieza, lavandería, mantenimiento). Existe también una gradación horizontal, de afuera para adentro, del casco al motor, de la piel a las visceras: los más ricos gozando de vista al exterior, los viajeros con menos recursos en cabinas interiores sin vista, sin luz natural, sin aire puro…
También hay una estratificación en profundidad, o sea, de adelante para atrás. De proa a popa. En la parte de proa, y escalonándose de arriba abajo, los salones y los restaurantes más exclusivos, más caros. Con precios y prestaciones que se van reduciendo a medida que se desciende de nivel. En estos espacios, los trabajadores del barco están (un poco) mejor pagados, constituyen una suerte de precariado laboral por oposición a los intocables del ‘proletariado’ repudiado, dedicado a los trabajos sucios.
También, como en cualquier sociedad neoliberal, en un crucero hay un poder aparente, el del capitán y sus oficiales, y un poder real, el de los gerentes de la empresa propietaria que lo deciden todo desde las sedes. Pero, en última instancia, invisible, por encima de éste, en nuestra era del capital financiero, está el poder de los accionistas, o sea, de los fondos de inversiones o de “fondos buitres” que son los verdaderos propietarios del capital de las navieras. Ellos son los que reclaman que la rentabilidad de la compañía resulte cada año mayor que la del año anterior. A cualquier precio. Ellos son los que aguijonean sin piedad a los empresarios para que reduzcan los gastos, aprieten la explotación, incrementen los beneficios. Por eso, a principios de marzo pasado, los barcos siguieron saliendo a la mar cuando ya era muy temerario hacerlo con la epidemia desatada por el mundo. Lo exigían los accionistas. Lo ordenaban los empresarios. Lo ejecutaron los capitanes de los navíos. Y lo pagaron con sus vidas los tripulantes y los viajeros …
La tormenta perfecta
Como se sabe, el coronavirus causante de la covid-19 surgió en China en diciembre de 2019 y en pocas semanas se propagó por el planeta. Aunque, en principio, el nuevo germen no hacía distinciones de clase e infectaba a todos, sin embargo, precisamente por su condición social, las personas más pobres y más excluidas —tanto en Singapur, como en Estados Unidos, en Ecuador o en Brasil— no pudieron evitar que el choque pandémico las golpeara con especial saña.
En contraste con esa realidad, muchas personas acomodadas pensaron que su fortuna y sus recursos les permitirían esquivar el coronavirus, y —¿ por qué no ?— hasta divertirse un buen momento a bordo de un crucero mientras el común de los mortales soportaba en tierra firme las amenazas de contagio, la reclusión en cuarentena y el peligro de una caótica hospitalización.
Consciente o inconscientemente, estos burgueses recordaban quizá a aquellos miembros de la alta sociedad de Florencia que, en 1348, huyendo de la peste bubónica —como lo cuenta Boccacio en su célebre Decamerón (1353)— se alejaron de la ciudad infestada poniendo rumbo hacia una opulenta villa aislada en la cima de una colina, en medio de un océano saludable de prados, jardines y flores. ¿Cómo escapar de la plaga sin renunciar a los placeres ? Tal era el dilema que, hace casi siete siglos, habían conseguido resolver con finura los siete héroes y heroínas de Boccacio. ¿Por qué no podrían solventarlo los potentados de nuestro tiempo ?
La salvación estaba al alcance de una tarjeta de crédito: se evadirían en un crucero. Esos burgueses contaban con la complicidad objetiva de las empresas navieras las cuales, a pesar de las repetidas advertencias, se negaban a suspender los viajes. La codicia de éstos y la inconciencia de aquellos iban a constituir los detonantes de una tormenta perfecta.
Completaban el panorama los cantos de sirena de la publicidad. ¿Te asusta el avance del nuevo coronavirus ? « ¡Viajar en un crucero puede ser bueno para tu salud! » ¿Deseas relajarte, olvidar las preocupaciones, mantenerte en forma en cuerpo y alma ? « Las vacaciones en crucero ofrecen una amplia variedad de beneficios… » ¿Te inquieta que, una vez a bordo, la seguridad sanitaria no sea muy exigente ? « La seguridad a bordo es la mayor preocupación para las navieras. Desde mantener un ambiente seguro en sus barcos, a controles alimentícios y médicos. Todo está supervisado para evitar riesgos.» ¿Temes por tu vida si te contagias y enfermas ? « Este es el mejor crucero que deberías hacer… antes de morir. »
Así fue como, para quienes deseaban zafarse de los peligros de la nueva peste sin sacrificar la comodidad de una vida de lujo, las naves de cruceros aparecieron como salvadoras islas flotantes… No fueron pocos los pudientes del mundo que eligieron esa vía de escape… ¿Tenemos una idea de cuántos eran? Sí. El 11 de marzo, cuando la covid-19 fue oficialmente declarada ‘pandemia’ por la Organización Mundial de la Salud (OMS), embarcados en unos trescientos navíos, se hallaban viajando no menos de 550 000 pasajeros…
¿Un lugar seguro?
Las grandes líneas de cruceros —y en particular las cuatro mayores del mundo: Carnival Corporation, Royal Caribbean Cruises Ltd, Norwegian Cruise Line Holdings y MSC Cruises—, se habían esforzado por restarle gravedad a la crisis sanitaria. Mantuvieron los cruceros programados, aunque diversas autoridades de salud pública habían lanzado serias alarmas, y a pesar de que varios contagios importantes se habían producido ya en diversas naves. Todos los gerentes seguían disimulando la envergadura de las amenazas. Arnold W. Donald, presidente de Carnival Corp, por ejemplo, tuvo la osadía de sostener que « muy pocos barcos » se habían visto afectados por el nuevo coronavirus…, y que los viajeros corrían « mucho menos peligro en un crucero que en cualquier otro lugar. Porque tenemos estándares realmente altos para hacer frente a cualquier tipo de riesgo para la salud ». Dos contraverdades. Ni eran pocos los buques contagiados, ni un crucero es un lugar sin riesgo. Al contrario.
En cuanto a la seguridad sanitaria a bordo, era bien sabido que no presentaba altas garantías. Hasta tal punto que muchos científicos, en este contexto de pandemia, desaconsejaban formalmente los cruceros a las personas frágiles. Podemos citar al Dr. Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Enfermedades Infecciosas de Estados Unidos, quien no paraba de repetir que « las personas mayores y con condiciones de salud frágiles, sencillamente deben evitar subirse a un crucero ». También la Dra Theresa Tam, directora de salud pública de Canadá, insistía: “En los cruceros, el virus puede propagarse rápidamente, debido al estrecho contacto entre los pasajeros.” Y lo confirmaba el profesor Don Milton, epidemiólogo de la Universidad de Maryland: « A bordo de un crucero, los pasajeros son más vulnerables a las enfermedades infecciosas porque, además de la convivencia en espacios estrechos y cerrados, está el problema del aire recirculado por el sistema de ventilación… Eso favorece la propagación del virus. Asimismo, en caso de contagio, los barcos no están diseñados como instalaciones de cuarentena. Encerrando a las personas en sus camarotes, se amplifica la infección… »
En efecto, los sitios cerrados y la alta densidad de población constituyen un ecosistema propicio, el virus puede pasar fácilmente de un ser humano a otro. Ocurre lo mismo en los buques de guerra que transportan numeroso personal militar. Los medios han dado a conocer algunos ejemplos espectaculares como el del portaaeronaves nuclear estadounidense USS Theodore Roosevelt en el que un millar de los 4 800 hombres a bordo dieron positivo, en marzo pasado, por coronavirus. Otro caso muy comentado ha sido el del portaaviones de la Armada francesa Charles de Gaulle en el que más de mil tripulantes se contagiaron de covid-19, casi la mitad de los 2 300 integrantes del navío.
En los cruceros, los contagios son mucho más frecuentes. Por la intensidad de los intercambios de gérmenes y la transmisión de enfermedades, tales buques han sido comparados a unas flotantes “placas de Petri“, esos recipientes de laboratorio, transparentes y redondos, en los que se cultivan bacterias y diversos microorganismos. Es bien conocido, desde siempre, que los cruceros favorecen la transmisión de una enfermedad generalmente no mortal pero molesta como la gastroenteritis, causada por un norovirus que provoca náuseas, vómitos y diarreas, y se transmite facilmente a través del agua, de alimentos contaminados, o tocando superficies infectadas. Contra ese riesgo, las navieras recomiendan lo siguiente: «La mejor manera de prevenir enfermedades es lavándose las manos frecuentemente con agua y jabón. Lávese las manos antes de comer y después de ir al baño, de cambiar pañales o de tocar cosas que manipularon otras personas, como los pasamanos. También es una buena idea evitar tocarse la cara. En caso de que no haya disponible agua ni jabón, puede usar un gel antiséptico para manos con al menos 60 % de alcohol.» ¿Le suena familiar este consejo? Pues no es de ahora. Es lo que las autoridades sanitarias ya aconsejaban a todos los candidatos a viajar en cruceros hace más de cinco años…
« En los cruceros —ratifica la Dra Sanjaya Senanayake, especialista en enfermedades infecciosas de la Universidad Nacional de Australia, en Canberra— hay un mayor riesgo de enfermedades respiratorias y gastrointestinales. Pasajeros y tripulantes, venidos de diversas partes del mundo, se mezclan íntima e intensamente por un corto período de tiempo. Comparten espacios como piscinas, spas, jacuzzis, restaurantes, bares y auditorios. Cada uno posee un nivel diferente de inmunidad, y eso genera un caldo de cultivo fértil para un brote de infección. Si, por ejemplo, alguien estornuda sobre una mesa, y otra persona toca esa mesa, el contagio es casi seguro.»
La prueba de que era peligroso es que, desde enero, en diversos mares del planeta y en varias naves ya se habían producido serias alarmas por contagios de coronavirus. Por ejemplo, el 30 de enero, cerca de Roma (Italia), en un muelle de Civitavecchia, a bordo del Costa Smeralda —el buque almirante de la empresa Costa Cruceros—, unas 7 000 personas, de las cuales 6 000 pasajeros, se hallaban confinadas por dos casos sospechosos (una pareja china) que presentaban ‘síntomas gripales’ con tos y alta fiebre.
También a finales de enero, el buque World Dream, matriculado con bandera en Bahamas y operado por la compañía Dream Cruises, no había podido dejar desembarcar a sus pasajeros en su escala de Manila (Filipinas) por las protestas violentas de los habitantes locales temerosos del virus… Más tarde, se confirmaría que este barco llevaba un docena de personas infectadas a bordo y sería puesto en cuarentena en Hong Kong.
La tragedia del Diamond Princess
Pero la situación más grave había tenido lugar en un barco propiedad de Carnival Corp, el Diamond Princess, del que toda la prensa mundial hablaba. La nave había iniciado un crucero de dos semanas el 20 de enero, y finalmente había acabado en cuarentena en un muelle de Yokohama, Japón, con todos sus pasajeros encerrados en sus camarotes sin permiso de salir porque 712 personas de las 3 711 que viajaban a bordo habían contraído el coronavirus. Diez de ellas habían muerto, convirtiéndo este buque, en aquel momento, en el foco de infección más importante del mundo fuera de China. Todos los medios internacionales, repito, se habían hecho eco de este caso dramático. Los expertos incluso habían calificado de «fallo de salud pública» la decisión de las autoridades japonesas de inmovilizar el crucero e impedir la evacuación de los turistas porque, « al haber sido aislado, el barco se convirtó en una fábrica flotante de gérmenes ».
Todas estas evidencias debieron obligar a las autoridades internacionales, así como a las empresas navieras, a detener los cruceros de inmediato. Sin embargo, la Organización Mundial de la Salud (OMS), en otro de sus errores del comienzo de esta pandemia, emitió un comunicado el 17 de febrero en Ginebra, afirmando que no estimaba necesario suspender los cruceros: « Fuera de la provincia de Hubei, en el centro de China, —declaró el Dr Michael Ryan, director de las urgencias de la OMS— esta epidemia afecta a una muy pequeña parte de la población, entonces si tuvieramos que interrumpir todos los cruceros del mundo porque habría habido un contacto potencial con un posible agente patógeno ¿a dónde iríamos a parar?»
Por lo tanto, los viajes continuaron y los contagios se multiplicaron. No sólo entre los pasajeros. Éstos generalmente disponen, en las cubiertas, de áreas con amplios espacios abiertos en los que pueden tomar el sol y mantener distancias de seguridad. Por el contrario, los miembros de la tripulación, mal pagados y explotados, viven hacinados, trabajan codo con codo en espacios reducidos, en permanente contacto físico entre ellos, y disponen aproximadamente de un baño para cuatro personas… Están por ese motivo mucho más expuestos al contagio. Además de eso, al llegar al término del viaje, los pasajeros desembarcan, pero, por lo general, los tripulantes se quedan, no cambian, y enlazan con el viaje de crucero siguiente.
Si hay una infección en el seno de la tripulación, cuando llegan los nuevos pasajeros, el contagio se amplifica… El Dr Martin Cetron, director de la División de Migración y Cuarentena Global, de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC), de Estados Unidos, describe el ecosistema de un crucero como « un entorno con desafíos únicos… Un sólo caso puede amplificarse, y convertirse rápidamente en un brote extremadamente nocivo. … En ese tipo de entorno, las oportunidades de extensión y de difusión son realmente desafiantes. En los barcos de crucero hay un riesgo mucho mayor de contraer infecciones que en los estadios, los complejos deportivos, los teatros o los restaurantes….»
Más claro no podía ser. Las autoridades sanitarias estadounidenses, repito, no habían cesado de avisar sobre el peligro de contagiarse con el nuevo coronavirus a bordo de un crucero. Y de recordar que la disciplina del distanciamiento físico y una real desinfección de los espacios son misiones muy difíciles y complicadas en las naves.
En esas circunstancias, reiteradas por todos los expertos en epidemias de crucero, y agravadas por el carácter extremadamente contagioso del nuevo coronavirus, la decisión de los empresarios cruceristas de negarse a ver la realidad y de seguir navegando resultó altamente irresponsable. A decenas de tripulantes y de pasajeros, esa irresponsabilidad acabaría por costarles mucho sufrimiento y, en no pocos casos, hasta la vida. Se estima que el 20% de los cruceros acabaron teniendo coronavirus a bordo. Unas 2 600 personas se infectaron, y sesenta y cinco de ellas perdieron la vida. En cuanto a las tripulaciones, su sacrificio fue muy alto: cerca de mil tripulantes se contagiaron; once de ellos fallecieron.
La única concesión que consintieron las compañías fue limitar, a partir del 9 de marzo, el acceso a bordo de los turistas que, en los precedentes quince días, habían visitado China, Macao, Hong Kong, Corea del Sur, Japón, Tailandia, Irán o Italia. Fuera de eso, el negocio no frenó. Y pudo seguir contando con el inesperado apoyo de la OMS que, el 27 de febrero, había vuelto a repetir que «desaconsejaba la aplicación de restricciones a los viajes»[24]…
Washington también continuó brindándole todo su amparo. Tratando de ganar tiempo. Una actitud muy diferente a la del año anterior cuando, por pura ideología anticubana y sin importarle las pésimas consecuencias para las navieras y para la economía del sur de la Florida, el presidente Donald Trump había ordenado, de la noche a la mañana, la prohibición inmediata de todos los cruceros con escala en la isla de Cuba.
Esta vez, por contra, no dudó en enviar a su vicepresidente Mike Pence a Fort Lauderdale (Florida), a reunirse el sábado 7 de marzo en Port Everglades —uno de los puertos de cruceros más importantes del mundo—, con los dirigentes de las grandes compañías cruceristas preocupados por las reticencias de muchos viajeros a embarcarse en plena pandemia. Rodeado por los senadores republicanos ultraconservadores Marco Rubio y Rick Scott, Mike Pence se esforzó por transmitir confianza: «Los estadounidenses aprecian nuestra industria de cruceros que les aporta mucha alegría y mucho entretenimiento. Queremos garantizarle al pueblo americano que podrá seguir gozando de ese ocio. Las personas saludables deben saber que corren poco riesgo de enfermarse.»
En plena pandemia, los cruceros siguieron pues llenándose de pasajeros convencidos de que se refugiaban en un lugar seguro…. Algunos confesaron más tarde que si las compañías les hubiesen informado de la cantidad de casos de infección en las naves, hubieran anulado o aplazado el viaje. A los más precavidos que decidieron anular su excursión, las compañías rechazaron restituirles el importe ya pagado. Para no perder el dinero, esos turistas tuvieron que resignarse a emprender el viaje programado, tratando de persuadirse, después de haber oído al vicepresidente Mike Pence, de que las empresas no mantendrían los viajes si no estuvieran convencidas de la solidez de sus medidas de seguridad: «Se trata de una gran compañía global —declaró, por ejemplo, Steve Hoffman, 48 años, vecino de Naples (Florida) que tomó el buque Carnival Sensation— No pondría en peligro a sus clientes. Creo que vamos a estar bien.»
Desdichadamente, este crucerista se equivocaba. Y la idea de huir de la pandemia en un crucero, que parecía una avispada solución, iba pronto a tornarse en trágico error; para algunos, en trampa letal. La evasión se trocaría en reclusión. La salvación en maldición. Como sucede en las tragedias griegas : deseando huir de la fatalidad acontece que se tropieza con el funesto destino que precisamente se pretendía evitar…
Pasajeros en un control sanitario tras desembarcar del crucero Diamond Princess en Yokohama, al sur de Tokio. Foto: Efe
Un “Hotel Flotante”
Es lo que les ocurrió a los viajeros que, en Buenos Aires, ese mismo 7 de marzo (día en que Mike Pence aseguraba que “no había gran riesgo“), embarcaron a bordo del MS Zaandam, un buque perteneciente a la naviera Holland America Line, ella misma filial de Carnival Corporation, el mayor crucerista del planeta.
Con espaciosas áreas públicas, grandes escalinatas y cubiertas de paseo en madera de teca, el Zaandam pertenece al segmento Premium, el más exclusivo, de tamaño mediano. Como dicen los folletos publicitarios, se trata de un «auténtico hotel flotante cuidadosamente diseñado, con elegantes salones y las más ultramodernas comodidades». Adaptado para realizar ‘cruceros de excepción’, este lujoso navío « brinda un ambiente exclusivo a bordo ». Sin ser un ‘monstruo de los océanos’, está provisto de setecientos dieciséis camarotes «impecables y realmente confortables, con todas las comodidades: camas con edredones diseñados con esmero, armarios dobles y roperos suficientemente amplios para justificar el exceso de equipaje». Un verdadero palacio marino dotado de veintinueve suites de lujo con terrazas privadas, ciento sesenta y ocho cabinas de lujo con balcón, catorce bares, cuatro restaurantes, varias piscinas, jacuzzis, casino, gimnasio, sala de cine, cancha de baloncesto, discoteca y un grandioso Greenhouse Spa (« ¡Rejuvenézcase ! »)… Su decoración interior está inspirada en la « música de los tiempos dorados », con instrumentos musicales expuestos como objetos de arte por toda la nave. Entre ellos, el saxofón del ex-presidente Bill Clinton y, en los muros, guitarras autografiadas por estrellas internacionales como los Rolling Stones, David Bowie, Eric Clapton, Iggy Pop o Queen.
El precio, según el confort y las prestaciones, oscilaba entre 1 750 y 5 000 dólares por persona. Sumas considerables que los cruceristas habían pagado de buena gana no sólo porque, en momentos de pánico mundial sanitario, ofrecía como dijimos una ocasión de evadirse sino también porque el viaje de dos semanas parecía realmente excepcional.
Muchos de los pasajeros habían llegado a Buenos Aires en avión desde rincones lejanos del planeta para realizar esta travesía por las ‘extremidades de la Tierra’. Para no pocos, amantes de la naturaleza, era el ‘crucero de su vida’. Se trataba nada menos que de acercarse a las puertas de la Antártida, surcar algunos de los mares más salvajes, y descubrir el legendario Gran Sur… O sea, un « viaje inolvidable » por latitudes remotas, una «expedición al fin del mundo» no desprovista de «cierto perfume de aventura»… Aunque, en esta ocasión, como lo aseguraba la publicidad, en « condiciones máximas de confort ».
El periplo que proponía el elegante Zaandam pasaba, en efecto, por los confines patagónicos, con escalas en las islas Malvinas, Tierra de Fuego, estrecho de Magallanes, Punta Arenas, Ushuaia, Cabo de Hornos, Canal Sarmiento, Puerto Montt y San Antonio (cerca de Valparaíso) en Chile. La apetitosa promesa consistía en surcar durante dos semanas por parajes de ensueño, « con inauditas vistas sobre el mar, fiordos fuera de lo común, valles imponentes, y paisajes y parques naturales que le dejarán sin aliento por su excepcional belleza». ¿Qué más se podía pedir?
Cruceros Parias…
En aquel luminoso fin del verano austral, todo prometía ser estupendo, fascinante, maravilloso… Así pues, el sábado 7 de marzo, con 1 283 pasajeros y 586 tripulantes a bordo, el Zaandam estaba listo para zarpar de Buenos Aires, rumbo a su última travesía de la temporada antes de regresar a su puerto de amarre en Port Everglades, en Florida.
Detengámonos aquí un momento para preguntarnos ¿cuál era, ese preciso día 7 de marzo, el contexto sanitario internacional? La respuesta es muy clara: no era ni ‘estupendo’, ni ‘fascinante’, ni ‘maravilloso’, sino todo lo contrario. Los casos de infección por coronavirus fuera de China se estaban multiplicando y sembrando el pánico por todo el mundo. Ya eran más de cien mil los infectados en un centenar de naciones. Todo se estaba volviendo bastante alucinante. Y en diversos países, los Gobiernos endurecían las medidas para atajar los contagios. Las autoridades canadienses, por ejemplo, el 2 de marzo —cinco días antes de que zarpara el Zaandam—, ya habían advertido oficialmente a sus ciudadanos, mediante la Agencia de Salud Pública de Canadá, que evitaran « todos los viajes en crucero »…
Y ese mismo día, ya se hallaban en alta mar, frente a la costa de California, doscientos treinta y siete canadienses atrapados a bordo del crucero Grand Princess con veintiuna personas infectadas por el nuevo coronavirus. Diecinueve de las cuales eran miembros de la tripulación que, como ya lo explicamos, habían estado expuestos al contagio en un precedente viaje, en febrero, cuando un viajero, positivo a la covid-19, había fallecido… En ese mismo viaje anterior, otras nueve personas al menos se habían infectado… Todos los pasajeros habían abandonado el Grand Princess al final de aquel crucero, pero los tripulantes, incluidos los infectados asintomáticos, se quedaron a bordo como era la costumbre, y habían contagiado a los nuevos viajeros… Recordemos además que, cuando está levando anclas en Buenos Aires el Zaandam, ya, desde hacía un mes, el Diamond Princess había tenido, frente a las costas de Japón, más de setecientos infectados a bordo y más de una decena de muertos…
Debemos añadir que tres semanas antes, otro crucero de la misma compañía Holland America Line, el MS Westerdam, ya había conocido también muy serios problemas ligados a la epidemia de covid-19. Este barco había salido de Hong Kong el 1 de febrero y había pasado diez días errando en altamar… La prensa lo había bautizado el « crucero paria » porque todos los territorios asiáticos a los que se acercaba se negaron a permitirle atracar. Y eso que, en aquel momento, no tenía ningún caso de covid-19 a bordo… Ni Taiwán, ni Japón, ni Filipinas, ni Tailandia, ni Guam le permitieron desembarcar, ni siquiera echar anclas frente a sus costas… Las autoridades habían cerrado las fronteras tratando de impedir el ingreso por cualquier vía del nuevo coronavirus surgido en Wuhan. Finalmente, por razones humanitarias, Camboya había autorizado la evacuación de los 1 455 pasajeros del Westerdam en el puerto de Sihanoukville hasta que, el 11 de febrero, se descubrió finalmente que una estadounidense de 83 años había dado positivo a la covid-19… De inmediato, se suspendió el desembarco… Y varios centenares de pasajeros así como los ochocientos tripulantes se vieron obligados a permanecer a bordo en cuarentena indefinida …
El nuevo coronavirus no cesaba pues de propagarse. Daba miedo. Hacía ya semanas que había conseguido escabullirse fuera de Asia y continuaba expandiéndose por otros continentes a toda velocidad. El 6 de febrero, por ejemplo, —o sea, un mes antes de que el Zaandam saliera de Buenos Aires— ya se había producido, en el condado de Santa Clara, en California, la primera muerte de un estadounidense relacionada con la covid-19. El 13 de febrero, en Valencia, España, había expirado la primera víctima del coronavirus en Europa. Dos días más tarde, fallecía un primer paciente enfermo de la covid-19 en Francia. Una semana después, el 22 de febrero, en Padua, sucumbía de la misma enfermedad el primer italiano. El 2 de marzo, en un asilo de ancianos de Vancouver, infectado por el nuevo germen, se extinguía el primer canadiense… Y en Holanda, donde el Zaandam estaba matriculado y de donde era originario el propio capitán del navío, Ane Jan Smit, el primer contagio de SARS-CoV-2 ya se había producido en Tilburgo el 27 de febrero; y un primer paciente neerlandés de 86 años acababa de fallecer en Rótterdam el viernes 6 de marzo, es decir, la víspera del inicio del crucero para bordear el Cono Sur de América.
Nadie por consiguiente podía ignorar, por esas fechas, la gravedad de la situación sanitaria mundial. Los grandes medios planetarios y las redes sociales no hablaban de otra cosa. La nueva peste no descansaba, recorría el mundo. Venía pisándoles los talones a los turistas que huían de tantos países infectados y que, ese sábado 7 de marzo, en la terminal de cruceros ‘Benito Quinquela Martín’ de la capital de Argentina, comenzaban a abordar el luminoso Zaandam. Los viajeros de habla española iban a hallar, en sus lujosos camarotes, los periódicos porteños de ese día. Todos daban, en portada, la misma noticia: «¡ Hay ocho casos de coronavirus en el país!». Los viajeros se enteraron así de que el germen ya había llegado a Argentina… La pandemia los había alcanzado…
Cuando le preguntaron a uno de los pasajeros, cómo se le había ocurrido encerrarse en un crucero en plena oleada de peste mundial, explicó lo siguiente : « Es cierto que ya antes de zarpar, el coronavirus había empezado a invadir el mundo… Los medios no paraban de hablar de ello… Pero el continente sudamericano parecía estar a salvo de contagios…» En realidad no lo estaba. El SARS-Cov-2 ya se había expandido por Brasil, Chile, Perú, Ecuador, Colombia y Paraguay además de Argentina. En Chile, incluso ya había casos en Puerto Montt, una de las escalas previstas del Zaandam. Y en Buenos Aires mismo, precisamente ese día 7 de marzo, el virus acababa de matar a un hombre de 64 años, su primera víctima argentina y latinoamericana. Pero además, el día anterior, 6 de marzo —aunque obviamente el pasajero lo ignorase—, una profesora universitaria recién regresada de Francia acababa de dar positivo a la covid-19 en Tierra del Fuego… O sea, desde la víspera, el germen ya había adelantado a los viajeros que huían de él… Los estaba esperando en Ushuaia, a orillas del Canal Beagle, allá en la punta extrema del continente… Los pasajeros del Zaandam iban pronto a descubrir que, para el nuevo coronavirus, el fin del mundo no estaba lo suficientemente lejos…
El Zaamdan. Foto: AFP
UN DIQUE DE NATA…
Dice un proverbio francés que partir es morir un poco… El Zaandam partió al atardecer, bañado por un sol llameante que incendiaba la bóveda de los cielos. Negras y enfangadas siempre, las aguas del Rio de la Plata se teñian en esa hora melancólica de centelleantes reflejos dorados. En contraste, el fragor de los poderosos motores, el bullicio de las olas, el alarido de las sirenas y el graznido de las gaviotas componían una inquietante banda sonora. Como si anunciaran algún mal presagio… Olía a iodo, a algas putrefactas y, por el humo que desprendía la ciclópea chimenea, también un poco a petróleo… Agrupados en cubierta o asomados a los balcones de sus camarotes, los pasajeros veían desdibujarse en la lontananza la silueta de Buenos Aires, fundiéndose en una barroca puesta de sol de tarjeta postal. Aunque muchos viajeros estaban exaltados por las perspectivas de un viaje tan enardecedor, otros meditaban en silencio sobre los escollos o los trances que el destino les podría deparar. Todos ignoraban algo: el mundo que estaban dejando ya no sería igual a su regreso. La pandemia lo iba (y los iba) a modificar para siempre…
Antes de levar anclas se había realizado, como manda el reglamento, un riguroso ‘drill’ o simulacro de emergencia. Algo muy serio. Con la tarjeta de embarque, enviada por correo electrónico, cada viajero había recibido también la descripción detallada, en inglés, de la operación del simulacro de alarma. Había tenido que imprímirla, y la había llevado consigo. La participación en el ‘drill’ era absolutamente obligatoria. Se chequeaba la presencia de cada turista en la cubierta de botes. Si alguno no estaba en persona, iban a buscarlo. Si se negaba, podían incluso desembarcarlo.
El capitán y los oficiales verificaron primero si se hallaban presentes todos los pasajeros, y hasta llamaron por altavoces a los ausentes. El objetivo era que —en caso de alarma general en el mar, cuando sonaran las fatídicas sietes pitadas cortas y una larga— cada viajero supiera a qué lugar exacto del barco debía dirigirse, cómo colocarse los chalecos flotantes y cómo identificar el bote salvavidas que le correspondía a cada uno. Quedó claro que, en el Zaandam, no se tomaba a la ligera esta maniobra. Sin embargo, no se hizo ningún ejercicio de emergencia contra una eventual alarma de covid-19… El capitán y sus oficiales ignoraban algo: llevaban a bordo —como en la película Alien (1979), de Ridley Scott— un pasajero clandestino, silencioso y muy peligroso… el nuevo coronavirus.
Una vez alejados de la costa y bogando ya por el inmenso estuario del Rio de la Plata, todos los viajeros parecían relajados y felices. Detrás de ellos, el mundo se iba entornando lentamente. Poco importaba, en alta mar el barco los protegería contra todo… Aunque, si hubieran conocido el significado del nombre del navío hubiesen sin duda sido menos confiados… Zaandam, en efecto, puede traducirse por “dique de nata“, y un dique de nata no protege contra nada…
Algunos viajeros deseaban encontrar en el crucero un sentido a su vida, era una manera de escapar de un mundo en el que se sentían incómodos… Se dispersaron por las cubiertas para empezar a familiarizarse con las diversas promesas de la embarcación. No pocos se repartieron por los diferentes bares y restaurantes para tomarse el cóktel de bienvenida. Los mejor informados se dirigieron al exclusivo ‘Crow’s Nest‘ (Nido de Cuervos) un refinado bar con sillones de cuero, situado en lo alto de todo y en la proa de la nave, disfrutando de una vista panorámica inigualable.
La aventura empezaba. El crucero tenía una duración exacta de trece días, de los cuales cuatro de navegación pura en alta mar; tres ‘escalas virtuales’, o sea, se timoneaba por sitios maravillosos pero el navío no se detenía. Y seis eran escalas reales: se podía bajar del buque y recorrer el lugar por su cuenta, u optar por una excursión.
La primera ‘escala real’ del Zaandam fue Montevideo, capital de Uruguay. Se avistó la ciudad en la madrugada. Algunos pasajeros, después de una primera noche acostumbrándose al vaivén del barco, subieron a la cubierta ocho, al Lido Restaurant para desayunar. Les sorprendieron dos cosas. Antes de entrar, un mozo les indicó que, para evitar cualquier contagio, debían desinfectarse las manos en una suerte de lavadero automático, introduciéndolas en dos cilindros verticales en los que unos chorros de agua tibia en espiral las iban lavando por completo. También les extrañó que los camareros les sirvieran en sus mesas y no hubiese el espectacular bufet libre o ‘mesa sueca’, contrariamente a lo que prometían las ostentosas fotografías de la publicidad… Les explicaron que sería así las primeras cuarenta y ocho horas, el tiempo de verificar si había algún infectado a bordo…
El bufet libre es bien conocido por ser causa frecuente de contagios en los cruceros. Por dos razones. Los turistas hacen cola pegados los unos a los otros para acceder a la mesa bufet. Y usan los mismos cubiertos colectivos para llenar sus platos. De ese modo se van transmitiendo los gérmenes… Un experimento realizado por el canal de televisión NHK de Japón demostró lo rápido que puede extenderse un virus en el bufet de un crucero. Juntaron en una sala a diez ‘pasajeros’ sin decirles que se trataba de una experiencia. Uno de ellos fue designado, en secreto, como ‘infectado’ y se le aplicó una pintura invisible en las manos, simulando el virus. Los ‘viajeros’ disfrutaron libremente del bufet durante treinta minutos. Pasado ese tiempo, los expertos, utilizando una luz ultravioleta, descubrieron que la pintura se había transmitido a las manos de todos los ‘pasajeros’… Y también a al rostro de tres de ellos, a la tapa de una ensaladera, a unas pinzas para agarrar los alimentos, y al asa de una jarra de zumos… Por esa razón, en el Zaandam se extremaban las medidas de higiene y se informaba a los nuevos cruceristas recién subidos en Buenos Aires de este tipo de precauciones. Eso resultó tranquilizador.
Después del desayuno, los turistas descendieron a caminar por Montevideo, visitaron el casco antiguo, el Mercado y las calles comerciales con ese encanto tan especial de la capital de Uruguay. Los que habían comprado excursiones, viajaron hasta Punta del Este o a Sacramento. A las cinco de la tarde, todos regresaron a bordo porque el Zaandam ponía rumbo al Atlántico Sur.
La primera semana de crucero resultó deliciosa. Respondió a todas las esperanzas de los zaandamnautas. A bordo: restaurantes variados, piscina, veladas musicales, conferencias, actividades constantes… En el entorno: paisajes excepcionales, amaneceres y crepúsculos de película, vistas marítimas inauditas… La pandemia estaba casi olvidada. Sólo se pensaba en atesorar recuerdos, fotografiar, filmar, inmortalizar panoramas… Después de Montevideo y de cuarenta horas de travesía a todo motor, el buque hizo otra escala en Puerto Madryn, en la Patagonia argentina, territorio predilecto de la ballena franca austral. Con visitas a colonias de pingüinos y reservas de lobos marinos.
“¡No tomen cruceros!”
Después, tocaron otros dos días de pura travesía rumbo a las islas Malvinas. Mientras el barco navegaba hacia el sur, el coronavirus seguía invadiendo el mundo. El día en que el Zaandam había atracado en Puerto Madryn, ya el Gobierno de Italia había decidido confinar a toda la población en cuarentena. Era la primera vez en la historia que se le ordenaba a los sesenta millones de habitantes de un país que se encerrasen en sus casas para evitar el contagio de una peste. En España, se habían triplicado los casos en apenas veinticuatro horas y el Gobierno había decidido cerrar los colegios y recomendar el teletrabajo. En Alemania, el ministro de Salud había aconsejado cancelar cualquier evento de más de mil personas. El 11 de marzo, el Director general de la OMS, como ya hemos dicho, calificó de ‘pandemia’ la nueva plaga que azotaba al mundo. También informó de que el número de casos de covid-19 se había multiplicado, registrándose ya más de 118 000 casos en 114 países y 4 291 personas fallecidas.
En América Latina, el coronavirus había invadido nuevas naciones como Bolivia, Paraguay, Panamá, Honduras, Uruguay, Guatemala, Venezuela… Algunos Gobiernos latinoamericanos —Venezuela, Perú, Colombia, Panamá, El Salvador— ya habían proclamado la alerta roja o la cuarentena.
En Estados Unidos, desde el 8 de marzo, cuando el Zaandam estaba llegando a Montevideo, el Departamento de Estado y los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) habían advertido a todos los viajeros que “no tomaran cruceros“, insistiendo en el riesgo cada vez mayor de contagiarse. Sin embargo, a pesar de esta advertencia, varios navíos continuaron como si nada, echándose a la mar repletos de viajeros. Las compañías seguían restándole importancia al peligro de infección. Pero un decena de las embarcaciones que salieron después del 8 de marzo acabarían reportando más de trescientos casos de covid-19, lo que representaba, en esa fecha, el 12% del total de enfermos relacionados con el nuevo virus en todos los cruceros conocidos… Muchos fallecieron.
Mientras que, en el mundo real, las cosas se estaban poniendo muy serias, a bordo del Zaandam, las actividades se iniciaban temprano, hacia las 7h con cursos de gimnasia y yoga para todas las edades. En el teatro Wajang, en la cubierta 4, a las 9h, había un oficio religioso. Luego, cursos variados (informática, cocina, autoayuda), conferencias sobre temas relacionados con el Estrecho de Magallanes, el Canal Beagle, el Cabo de Hornos y la conquista de la Antártida. Para quienes deseaban evadirse y amaban los juegos de azar estaban las salas de bingo y el casino. Los jugadores de cartas, de póquer o de bridge, disponían de tres discretos salones: el Queen´s Room, el King´s Room y el Hudson Room. También había varias cafeterías: el Explorations Café con acceso a Internet, el Café-Biblioteca y el Crest’s Nest del que ya hablamos y que, al ponerse el sol, se convertía en discoteca con música de todas las épocas. Aunque, para asistir a un buen espectáculo nocturno era preferible acudir al gran teatro del navío, el Mondriaan Lounge, con sus seiscientas butacas, que recordaba al cabaret del crucero de la película Los caballeros las prefieren rubias (1954), de Howard Hawks, en el que Marilyn Monroe y Jane Russel cantaban aquella inolvidable canción Diamonds are the girl’s best friends…
A la hora de almorzar o cenar, los pasajeros tenían donde escoger. Si elegían el bufet (ya restablecido) en el restaurante Lido, se les proponían seis tipos de gastronomías (italiana, japonesa, india, internacional, etc.) con gran variedad de postres. También podían optar por el restaurante Rotterdam, con servicio tradicional en la mesa. O por el exclusivo Pinnacle Grill, el más refinado de todos, con menús especiales y vajilla de Bvlgari… Bajo las apariencias de un mundo feliz, el crucero no era un espacio igualitario, cada categoría social compraba, en función de su fortuna, su territorio, su camarote, su restaurante, su gastronomía, su ocio. A cada cual según su riqueza, tal era la consigna.
En el barco, el acceso a Internet era lento y de pago. Lo cual no impedía que muchos viajeros estuviesen a menudo enfrascados en sus intercambios vía email; o actualizando sus páginas Facebook, Twitter o Instagram; o enviando a su familia y a sus amistades las mejores imágenes de su “fabulosa travesía”. O sea, no estaban aislados del mundo. No podían ignorar la tragedia que se estaba amplificando allá afuera en sus propios países. Poco a poco, en todo el planeta, las noticias se habían ido reduciendo a una sola, enorme y compulsiva: la epidemia, su fulminante expansión, sus terribles estragos. Cada vez se agudizaba más la contradicción entre la felicidad artificial del crucero y el sufrimiento real del mundo. En algún momento, estos dos universos tenían que chocar…
El Estrecho de Magallanes
A primera hora de la mañana, el día 13 de marzo, el crucero llegó a las Malvinas. Este archipiélago está constituido esencialmente por dos grandes islas principales, Gran Malvina y Soledad, separadas por el impresionante estrecho de San Carlos. Los pasajeros descendieron a caminar por la capital, Puerto Argentino (Port Stanley), situada en el extremo nororiental de la isla Soledad. Visitaron su catedral anglicana de Cristo Rey, su ‘museo de las islas Malvinas’ y sus tan británicos pubs. Algunos eligieron una excursión por carretera, en vehículo todo terreno, para ver los pingüinos de Punta Voluntarios. Las Malvinas poseen una biodiversidad increíblemente rica. Ofrecen, en particular, la posibilidad de acercarse al vistoso ‘pingüino rey’ con sus mejillas y pico de color naranja rojizo, y su parche dorado en la zona del cuello.
Poco antes del crepúsculo, el barco levó anclas para poner rumbo durante la noche hacia uno de los grandes objetivos del viaje: el Estrecho de Magallanes cuya entrada atlántica se sitúa casi enfrente del archipélago malvino, en pleno oeste. Como dicen los manuales de geografía, en esta región el mal tiempo es el estado normal, el buen tiempo un accidente transitorio. Al despuntar el día 14, con mar ligeramente rizada, viento de proa y aire bien frío, el Zaandam se presentó ante la imponente boca del mítico estrecho descubierto por Hernando de Magallanes el 21 de octubre de 1520. Hallazgo que fue el resultado de una larga búsqueda, por parte del marino portugués al servicio del rey de España, de una ruta menos larga y peligrosa que la del Cabo de Buena Esperanza, en la punta sur de África, para alcanzar por el poniente las tan ansiadas islas ‘de las Especierías’, actuales Molucas.
Bien abrigados, algunos pasajeros se agarraban a las barandillas de proa de la cubierta principal dispuestos a contemplar en directo, al aire libre, el excepcional espectáculo. El color plomo dominaba; con nubes grises y bajas, enmarañadas. Las aguas eran de un verdeazul muy profundo, casi negras, agitadas por olas de penachos blancos dispersados por los vientos. El rítmo amplio y poderoso del oleaje desprendía una sensación formidable de descomunal potencia, meciendo la enorme mole del barco cual frágil esquife de juguete. De vez en cuando, con las primeras luces del alba, se percibían los saltos de algún delfín austral. Pero no consiguieron ver ninguna ballena sei, o rorcual boreal, abundantes por estas latitudes.
El Zaandam penetró en el estrecho dejando a su derecha el cabo de las Once Mil Vírgenes y la Punta Dúngeness, extremos meridionales de la Patagonia, y a su izquierda el colosal Cabo Espíritu Santo, límite norte de la gran isla de Tierra del Fuego. La totalidad del estrecho y sus márgenes son chilenos. Y cortan, como una cuchillada, la continuidad del territorio argentino. Su extensión es de 560 kilómetros. En él se mezclan, a menudo con furia, las aguas de los océanos Pacífico y Atlántico.
Franqueada la boca, el navío siguió su travesía hacia el oeste, venciendo una fuerte corriente opuesta, pasando por una suerte de ancho lago formado por las bahías Posesión y Lomas en medio de un paisaje rocoso, gris, limado por los glaciares, sin casi arboleda y muy ventoso. Con el sol ya bien alto pero ocultado por nubarrones, llegaron a la Primera Angostura, un sobrecogedor cañón que no tiene más de dos millas náuticas (3,2 kilómetros) de ancho. A simple vista, los viajeros podían distinguir, entre las barrancas, algunos detalles del paisaje austral: hierbas altas, matorrales filandrosos tapizando los peñascos, arbustos de pardos colores y, deformados e inclinados hacia el este por la eterna caricia de los vientos, algunos árboles locales. Entre otros, el coïhué magallánico y sobre todo el canelo que se distingue de los demás por la esbeltez de su tronco y sus grandes hojas de color verde claro brillante.
En este desfiladero, el Zaandam timoneaba con particular precaución para evitar las barcazas transbordadoras cargadas de los vehículos que hacen ruta de norte a sur, de la Patagonia a la Tierra del Fuego, o viceversa, y unen los dos extremos de una carretera cortada por la manga de mar. La cautela del capitán se justificaba; el Estrecho es zona de naufragios y uno de los mayores cementerios marinos del mundo. En sus fondos zaínos yacen centenares de embarcaciones desbaratadas por la furia de las tempestades.
Una vez traspasado este obstáculo, el barco penetró en un segundo gran saco de mar, más amplio, constituido por tres bahías, Santiago, Gregorio y Felipe. Excitados, pasmados, los pasajeros no cesaban de fotografiar y de filmar. Algunos se habían equipado con potentes prismáticos o teleobjetivos para observar más de cerca las gaviotas y otras aves como el albatros de ceja negra, el yunco de magallanes o algún solitario quebrantahuesos como el majestuoso cóndor andino. Además de las aves, también pudieron observar lobos marinos, delfines píos, y diversos invertebrados, entre los cuales la centolla patagónica que, a pesar de su repulsiva apariencia de enorme araña roja, ofrece una carne célebre por su gusto tan sabroso.
Mientras los turistas vivían en una burbuja de excitación, en el resto del planeta la pandemia de covid-19 seguía propagándose y las autoridades de todos los países endurecían las medidas para proteger a la población… Esa misma mañana, antes de adentrarse en el Estrecho de Magallanes, el capitán holandés del Zaandam, Ane Jan Smit, había recibido un cable de Estados Unidos con una noticia demoledora: a partir de ese día 14 de marzo, todas las navieras con base en Florida suspendían sus viajes de cruceros.
“¿Cuántas personas más tendrán que morir?”
El capitán no se sorprendió. Desde hacía varios días, él sabía que ya habían decidido parar todos sus viajes dos importantes compañías: la Viking Cruises y la Princess Cruises (esta última, propietaria de los infectados Diamond Princess y Grand Princess). Por otra parte, ante la multiplicación de los casos de contagio a bordo, y después de que los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) hubiesen emitido, el 8 de marzo, una recomendación a la ciudadanía de «evitar los cruceros», el presidente Donald Trump había cambiado una vez más de opinión. Desde hacía días, su Gobierno le estaba ordenando a la industria que suspendiera los viajes… Las compañías accedieron a ello finalmente el 13. Y ahora llegaba la decisión federal.
El capitán del Zaandam estaba muy preocupado. No había cesado de recibir malas noticias a propósito de otros cruceros. Por ejemplo, el Coral Princess que había salido de Valparaíso (Chile) el 5 de marzo rumbo a Brasil, y con el que se había cruzado en el Atlántico sur, había reportado que llevaba más de una docena de casos de coronavirus a bordo, y que dos personas ya habían fallecido…
Ane Jan Smit conocía también la trágica deambulación del buque Costa Luminosa, perteneciente a su mismo grupo Carnival. Ese navío había salido de Fort Lauderdale (Florida) también el 5 de marzo para visitar Puerto Rico y Antigua en el Caribe; y para luego cruzar el Atlántico y hacer escala en Canarias, Málaga, Barcelona, Marsella y Savona. Pero a los tres días de levar anclas, una pareja de ancianos italianos con síntomas de coronavirus tuvo que ser bajada e ingresada en un hospital de Puerto Rico. La esposa fallecería una semana después… Ante esa situación, el Gobierno de Antigua no autorizó que la nave atracara en sus muelles, y además se conocíó que, en su viaje anterior, el 24 de febrero, el Costa Luminosa ya había tenido un caso de infección por covid-19 y había tenido que desembarcar en las islas Caymán a un pasajero que falleció… Seguramente para no perder tiempo, en el afán de enlazar con un nuevo viaje, por razones de lucro, el Costa Luminosa no había sido bien desinfectado… Después del nuevo caso de contagio de la pareja desembarcada en Puerto Rico, la empresa Carnival tenía que haber anulado el crucero y haber ordenado el regreso del navío a su puerto de la Florida. No lo hizo. En vez de eso, decidió que el barco infectado continuara su viaje a Europa…
Desde principios de febrero, el caso, ya citado, del Diamond Princess había demostrado la amenaza específica que representaba el coronavirus en un barco. El SARS-CoV-2 se había transmitido y proliferado de un crucero a otro. Después de un primer viaje en el que se inició el contagio, la cantidad de infecciones en el viaje siguiente se había multiplicado. Por consiguiente, si una cosa quedó clara es que había que evitar a toda costa encontrarse atrapado en lo que ya se supo que era —contrariamente a los que afirmaban las empresas y su publicidad— uno de los lugares más peligrosos del mundo durante una pandemia: un viaje de crucero.
Aunque a bordo del Costa Luminosa cada vez se infectaban más personas, la compañía tardó una semana en confinar a los viajeros en sus cabinas y equipar a la tripulación con mascarillas y guantes. Treinta y seis cruceristas finalmente enfermaron. Por lo menos un tripulante y cuatro pasajeros murieron. El hijo de uno de los fallecidos, Kevin Sheehan, denunció la actitud de la naviera: «Si las autoridades del buque les hubieran dicho a todos los pasajeros lo que estaba ocurriendo, mi padre [Tom Sheenan, 69 años] y su compañera se habrían bajado en Puerto Rico, y hubieran regresado a casa. Pero no les dijeron nada, y ambos permanecieron en el barco…»
Otros dos viajeros del Costa Luminosa —Emilio Hernández, de 51 años, y su esposa Bárbara, de 46, que también se infectaron a bordo, fueron hospitalizados y se curaron—, fueron igualmente muy críticos con las navieras: «Si los cruceros no aprenden ahora, ¿cuántas personas más tendrán que morir? -declararon- Las compañías deben hacerse responsables de lo que les han hecho a sus pasajeros y a sus tripulaciones. Ellas decidieron que sus intereses eran más importantes que nuestra salud y que la salud de todos los pasajeros. Esa decisión le ha costado la vida a varias personas…» Por lo menos un pasajero del Costa Luminosa, llamado Paul Turner, decidió dar continuidad a estos reproches y demandó ante los tribunales, el 7 de abril pasado, a la empresa Costa Cruise Lines por «haber sometido a dos mil pasajeros al peligro de contagio por coronavirus, y expuesto a los viajeros al riesgo de consecuencias físicas y a la muerte».
El capitán Ane Jan Smit volvió a concentrarse en el pilotaje del Zaandam que, con cielo gris y entre ráfagas de vendavales, llegaba a la Segunda Angostura del Estrecho de Magallanes, más ancha que la precedente pero no menos escalofriante. El buque surcaba una imaginaria línea mediana, dejando a estribor la ensenada Susana y a babor el rocoso y despejado cabo San Vicente. Con el viento de frente, el Zaandam viró y serpenteó para mantenerse equidistante de las peligrosas orillas. Después de pasar ante el diminuto islote Marta y su colonia de lobos marinos, y de rebasar también la pequeña y pelada isla Magdalena con sus miles de pingüinos de magallanes y su famoso faro, la nao entró en el gran lago central del estrecho, avizorando ya en la lejanía el puerto chileno de Punta Arenas, su nueva escala.
“El viaje se detiene aquí…”
A las dos de la tarde del 14 de marzo, el Zaandam atracó en el ‘muelle Mardones’, no lejos de la zona franca. Los pasajeros desembarcaron en tropel. Era un sábado y la ciudad estaba bien animada. Punta Arenas tuvo su época de oro a finales del siglo XIX gracias al tráfico internacional interoceánico que forzosamente pasaba entonces por el Estrecho de Magallanes o por el peligroso paso de Drake, al sur de Cabo de Hornos. Migrantes de todo el mundo acudían en esos tiempos a instalarse en esta cosmopolita localidad. Todo se acabó en 1914, cuando se inauguró el Canal de Panamá y se marchitó para siempre la vieja ruta magallánica de los cargueros que unían ambos océanos. Ahora, la ciudad vive esencialmente del turismo y de los numerosos cruceros que la visitan durante el corto verano austral.
Varios zaandamnautas se habían encaminado hacia una de las principales curiosidades del lugar, el ‘Mirador Cerro de la Cruz’ desde donde pudieron gozar de una fascinante vista panorámica del Estrecho, llegando a divisar a lo lejos la Tierra del Fuego, el área sur de la península de Brunswick y, en frente, el majestuoso Monte Sarmiento recubierto, como escribió Darwin, por « inmensos amontonamientos de nieve que jamás se derrite y que parece destinada a durar tanto como dure el mundo». Como caía la tarde, algunos escudriñaban el cielo intentando percibir la Cruz del Sur o las famosas ‘nubes de Magallanes’ que «giran en derredor del polo antártico». Asimismo admiraron, en una plaza del centro de la ciudad, el gran monumento al descubridor portugués. Todos quisieron tocar y hasta besar el pie de bronce —pulido y abrillantado por el excesivo manoseo— de la estatua de un indio patagón, en el pedestal. Según la tradición popular, quien lo hace está seguro de regresar al Estrecho de Magallanes, y trae buena suerte.
Esto último, en todo caso, no se cumplió. Cuando retornaron a bordo, les esperaba una mala noticia: el capitán les notificó que se estaban cerrando las fronteras y que los cruceros por todo el mundo debían terminar… Los viajeros quedaron noqueados. Como si, en pleno sueño celestial, los hubieran despertado con un chorro de agua helada… Habian salido con tiempo en calma, despreocupados, y como una tempestad de pleamar, surgida de improvisto, las turbulencias les golpearon… Ane Jan Smit les repitió que, a causa de las ‘circunstancias internacionales’, y por decisión de la compañía Carnival y del Gobierno estadounidense, el viaje debía interrumpirse ya… También les anunció que zarparían de inmediato rumbo a Ushuaia (Argentina), y que prepararan sus maletas porque, al día siguiente, dejarían el buque para dirigirse al aeropuerto desde donde regresarían a sus respectivos países. Debían volver a casa. El ‘viaje de sus sueños’ se detenía aquí.
Pero todo no iba a resultar tan sencillo… Como dice un viejo proverbio marinero: de lo único que se está seguro en el mar, es que nada es seguro. Un pasajero y músico escocés, Ian Rae, 73 años, recuerda muy bien el momento en que todo cambió: « Aquel 14 de marzo, levamos anclas en dirección de Ushuaia. Pero en el camino, el capitán fue informado de que Argentina acababa de cerrar sus fronteras en plena noche, a las 2h30… Así que dimos media vuelta y regresamos a Punta Arenas justo en el momento en que Chile también cerraba sus fronteras…»
Efectivamente, cuando el Zaandam singlaba ya a toda máquina por el Canal Cockburn para enfilar por poniente el Canal Beagle a orillas del cual se encuentra Ushuaia, la “ciudad más austral del mundo“, en ese preciso momento, en Argentina, la ministra de Salud de Tierra del Fuego, apoyándose en el Decreto Nacional de Emergencia Sanitaria proclamado el 13 de marzo por el presidente Alberto Fernández, anunciaba que se suspendía el «desembarco de pasajeros provenientes de países de riesgo que lleguen a Ushuaia ». Incluidos los de nacionalidad argentina que eran una quincena en el barco… pues se rechazaba «el amarre del Zaandam que seguirá de largo su viaje…» Como lo expresaron más tarde otros viajeros en esa misma situación, los cruceristas argentinos debieron pensar, con disgusto, que «era descorazonador que nuestro propio país no nos quisiera»…
Por su parte, mediante su cuenta de Twitter, el ministro chileno de Salud anunciaba lo siguiente: «Hemos decidido prohibir la recalada de cruceros en todo puerto chileno a partir de las 8.00 de la mañana del domingo 15 de marzo.»
Esas dos decisiones, casi simultáneas, iban a sentenciar el trágico destino del barco. Aunque quedaba todavía una pequeña posibilidad: retornar a Punta Arenas antes de la ocho de la mañana. El capitán holandés no lo dudó, ordenó a sus oficiales que dieran media vuelta y forzasen los dos poderosos motores sincronizados de propulsión diesel-eléctrica. En el corazón de las tinieblas, guiándose por radar y por los faros costeños, virando y zigzagueando entre fiordos, islas y canales laberínticos de aquel helado archipiélago del fin de mundo, el Zaandam consiguió regresar a la ciudad del estrecho cuando despuntaba el alba. Pero la suerte decididamente no estaba con él, ni con sus pasajeros.
Llegados anteriormente, otros dos cruceros, el Stella Australis y el Ventus Australis, ya estaban los primeros en la cola también para atracar… Las autoridades les informaron a todos que estudiarían las demandas de desembarque de cada buque de manera independiente. Además, la alarma había cundido entre los habitantes de la pequeña ciudad chilena. La atmósfera ya no era tan acogedora como la víspera. En plena psicosis colectiva de pánico pandémico, la perspectiva de ver desembarcar de pronto a varios miles de viajeros, algunos de ellos procedentes de países muy infectados, preocupaba, asustaba. En este país que acababa de conocer una fuerte agitación social, la protesta se organizó inmediatamente mediante las redes sociales. Surgidos en un santiamén de todas partes, los manifestantes ocuparon el muelle de cruceros para impedir un eventual desembarco. Aunque casi todos ellos vivían directa o indirectamente del turismo, pero ahora el miedo a enfermar era más fuerte que todo. También bloquearon la carretera de acceso al puerto con sus vehículos. Sin ningún atisbo de solidaridad humanitaria, agitaban pancartas con mensajes exigiendo que se fueran los turistas. Tocaban bocinas y hasta apuntaron a las ventanillas de los camarotes con sus punzones de rayos laser…
Mendigando puerto…
En aquel momento, a bordo del Zaandam, anclado en medio de la rada, ningún viajero presentaba síntomas de la nueva neumonía. El capitán había ordenado que se les tomara a cada uno la temperatura para ir preparando la documentación exigida por las autoridades chilenas. Nadie tenía fiebre. Todo el mundo estaba listo para desembarcar, a pesar de las protestas en el puerto. Un pasajero francés, escritor, Olivier Barrot, conferenciante literario a bordo, recuerda aquel episodio: «En ese instante, pensábamos poder desembarcar. Pasamos los controles de pasaportes. Nos tomaron la temperatura. Pero no, ¡niet! No nos autorizaron… En París, mi familia empezó a preocuparse. Más que yo. Porque todo el mundo veía lo que estaba pasando…»
Una viajera canadiense, Ann Graham, de Qualicum Beach (Columbia Británica), recordó que el capitán los había tranquilizado diciéndoles que se hallaban «probablemente en uno de los lugares más saludables del planeta en ese momento»… Otro pasajero, el escocés Ian Rae, también conserva memoria de aquella circunstancia: « Estábamos anclados frente a Punta Arenas cuando empezaron las negociaciones para intentar que desembarcáramos. A todos los pasajeros se les había tomado la temperatura y todos estábamos ok. Nos quedamos esperando… Al cabo de treinta y seis horas, las autoridades locales nos informaron de que teníamos que pasar la cuarentena a bordo. Anclados ahí… Sin movernos… Durante quatorce días… Entonces el capitán dio orden de levar anclas y de poner rumbo al norte.» Orlando Ashford, Presidente de la empresa Holland America, propietaria de la embarcación, confirmó la doble respuesta contradictoria de los dirigentes chilenos: «A pesar de las promesas previas de las autoridades locales de que nuestros viajeros podrían desembarcar en Punta Arenas para tomar vuelos, finalmente no se nos permitió hacerlo…»
Ese trance fue decisivo. El barco de la fantasía acababa de chocar contra el escollo de la realidad. En este Estrecho donde tantas naves se habían hundido a lo largo de los siglos, también se hundían ahora, aquí, los sueños de los viajeros. Era el naufragio simbólico. Los zaandamnautas constataban, con cierta amargura, que, como dice Lao Tse, «quien inventó el barco, también inventó el naufragio»…
Empezaba entonces la larga odisea del retorno a casa de los pasajeros, los tripulantes y el barco. Sin ninguna seguridad de poder desembarcar en algún lugar… Porque, al mismo tiempo, más de una decena de otros cruceros ya habían sido rechazados por diversas ciudades del sur de Argentina y de Chile…
La idea del capitán era timonear hacia el norte a lo largo de la costa chilena con la esperanza de que algún puerto, por razones humanitarias, les permitiera atracar. Pero, repito, por esas fechas, todos los puertos del Cono Sur estaban cerrados. En aquel momento, Europa (en particular Italia y España) se había convertido en el epicentro mundial de la pandemia y ya había cerrado sus propias fronteras terrestres, sus puertos, sus aeropuertos… América Latina trataba de evitar que el letal coronavirus se propagase con idéntica virulencia en sus territorios.
Después de surcar la parte occidental del Estrecho, bordeando el cabo Froward y su gigantesca cruz —punto más meridional de la península de Brunswick y que es a la vez el extremo sur del continente americano—, el Zaandam dejó a babor la isla Carlos III y rozó, a estribor, los islotes Evangelistas entrando así en el gran océano Pacífico, como lo había nombrado el propio Magallanes. Pasó delante de la grandiosa boca del Estrecho de Nelson, percibiendo a estribor, en la lejanía, el hermoso Canal Sarmiento, y se dejó llevar por la fría corriente de Humboldt que, viniendo del Antártico, sube hacia la línea del ecuador ‘lamiendo’ las orillas de toda la costa oeste de América del Sur hasta Guayaquil y las islas Galápagos.
No todos los pasajeros, embriagados por la feroz belleza de los paisajes australes, tenían conciencia de estar viviendo un momento dramático. Seguían frecuentando los bares, los restaurantes, el casino… La festiva rutina interna casi no se había modificado. Claro, ya no visitarían Ushuaia, ni verían el legendario Cabo de Hornos, dos de los principales objetivos de su viaje. Pero continuaban surcando los mares en medio de parajes fabulosos y eso, en cierta medida, los consolaba. «A bordo, cuenta Françoise Soubra, una pasajera jubilada francesa, la gente no estaba particularmente preocupada. La vida seguía su curso, el viaje se prolongaba. Confiábamos en poder desembarcar en la próxima escala…» «Hacía un tiempo espléndido, confirma el escritor francés Olivier Barrot, un cielo luminoso, puestas de sol y amaneceres preciosos. La gente leía, escuchaba música, veía televisión (americana…), se angustiaba un poco. Reinaba lo que podríamos llamar una ‘serenidad tensa’, pero sobre todo nos aburríamos…»
Algunos cruceristas se preocupaban un poco más. Por ejemplo, a Claudia Osiani, 64 años —que viajaba con su esposo Juan Federico Henning, 66 años, ambos argentinos— le parecía normal que los países se protegieran contra la covid-19; no comprendía la actitud frívola de algunos pasajeros. Estimaba que reinaba a bordo cierta inconsciencia, por no decir irrresponsabilidad: « Entiendo que todos los países estén asustados y confundidos, tratando de ver qué hacer frente a una pandemia. Comprendo que deseen cerrarlo todo para tratar de contenerla. Esta es una emergencia humanitaria, así que lo entiendo. Lo que no entiendo es que, a pesar de lo que sabíamos que estaba aconteciendo en el mundo, muchos pasajeros, en particular los europeos, siguieran de fiesta sin importarles que las condiciones dentro del barco se estuviesen deteriorando. No logro entender por qué nadie entró en razón….»
La leyenda del “Buque Fantasma”
El Zaandam proseguía su travesía hacia el norte. Tres mil kilómetros lo separaban de Valparaíso, cerca de Santiago de Chile, en donde, en última instancia, pensaba el capitán, con la presión de las embajadas, los pasajeros podrían desembarcar y hallar vuelos de regreso a sus hogares. Por el momento, uno tras otro, todos los puertos de su recorrido se negaban a acogerlo. A esa preocupación vino a añadirse otra mucho mayor. Después de zarpar de Punta Arenas, los médicos de a bordo le informaron de que varios turistas habían empezado a quejarse de síntomas parecidos a los de la gripe: fiebre alta, tos, problemas respiratorios, dolor de articulaciones… El problema se complicaba tanto más cuanto que la mayoría de los pasajeros del barco tenía entre sesenta y cinco y ochenta años…
Parémonos aquí un instante para recordar algo a propósito de estos ancianos que, como se ha dicho, eran los más numerosos a bordo. Pertenecían a la primera generación que creció después de la Segunda Guerra Mundial. Norteamericanos, canadienses, europeos, latinoamericanos o australianos, fueron los primeros adolescentes de la historia que constituyeron un grupo social con identidad propia. Su himno iniciático de reagrupamiento fue el rock and roll. Admiraron a Elvis Presley y a Little Richard. Pertenecieron también a la primera generación que adoptó como “uniforme unisex” el jeans, los pantalones vaqueros… Las mujeres fueron las primeras adolescentes que usaron, de manera sistemática, el tampón higiénico y luego la píldora anticonceptiva, dos hitos en la larga marcha de la liberación feminista. Todos veneraron a James Dean, a Marlon Brando, a Marilyn Monroe y al Che Guevara. Fueron fans de los Beatles, y se aprendieron de memoria “Imagine” de John Lennon. Compartieron el sueño (“I have a dream“) de Martin Luther King. Cantaron en coro “Is blowing in the wind” de Bob Dylan. Militaron en contra de la guerra de Vietnam. Simpatizaron con la Revolución Cubana. Estuvieron en Woodstock. Participaron en el gran movimiento de liberación sexual. Hicieron, cada uno a su modo y en su país, la revolución de Mayo del 68. Y eran todos, más o menos, écologistas; de lo contrario no hubiesen pagado tan caro para ver de cerca la naturaleza salvaje, embarcados en el Zaandam. O sea, no eran unos vejestorios descerebrados, ni unos momios carcamales, humanos desechables apenas merecedores de ser carnaza de coronavirus…
Pero sí eran personas con un altísimo riesgo frente a la covid-19… Los pequeños centros médicos del barco no disponían de tests para detectar la nueva enfermedad. La dirección del buque decidió por consiguiente no difundir la noticia del aumento de ‘gripes’, ni dentro de la embarcación, ni sobre todo al exterior porque entonces sí que ya nadie les acogería…
Fue una pésima decisión. Porque, con el fin de no alarmar, no se adoptaron en aquel momento, cuando aún era tiempo, las indispensables medidas drásticas de aislamiento y distanciamiento. Sólo se intensificaron las desinfecciones y la higiene. No fue suficiente. Los contagios empezaron a multiplicarse. Algunos pasajeros lo notaron, se preocuparon y lo difundieron por sus redes sociales… Muy pronto el mundo entero lo supo… Como cuenta Claudia Osiani: «El crucero siempre mantuvo una higiene impecable, pero cuando el coronavirus comenzó a propagarse dentro del barco, los oficiales no adoptaron las medidas adecuadas. Yo sugerí que debían cerrarse todos los espacios públicos de la nave, pero nadie me hizo caso.» En un video publicado en su perfil de Facebook se lamentó: «El teatro, el casino, las piscinas y el jacuzzi seguían siendo usados por todos los pasajeros…» Claudia tenía razón. Fue otro error demorarse en cerrar las zonas comunes.
Diferentes escalas posibles —Puerto Montt, Valdivia, Concepción y hasta Puerto San Antonio que era el final previsto del crucero para la mayoría de los viajeros— rechazaron sucesivamente acoger el navío. Ni siquiera permitieron el desembarco de los ocho viajeros chilenos que venían a bordo… Lo que había empezado como un sueño se estaba tornando en auténtica pesadilla.
El Zaandam, al que la prensa internacional ya empezaba a designar como el “crucero errante”, seguía mendigando puerto mientras bogaba por el Pacífico como un buque fantasma[69]. A este respecto, cuando pasaron cerca de la gran isla de Chiloé, los pasajeros chilenos recordaron la leyenda local del “Caleuche“, un barco que lleva a bordo a los muertos en el mar y aparece como un espectro en medio de la nada para desvanecerse de pronto, y que es presagio de mala suerte… Otros pasajeros evocaron, como el capitán Ane Jan Smit era neerlandés, una leyenda más conocida: la del “holandés errante“. Es la historia de un barco con capitán holandés cuya tripulación había sido infectada por una terrible peste. Ningún puerto les permitía desembarcar, condenándolos a navegar eternamente, sin posibilidad de pisar tierra…
El parecido con esta leyenda era tan obvio, y tan perturbador, que el músico escocés Ian Rae, que ya citamos, tuvo la idea de realizar durante aquellos días, junto con su esposa Morven, un video musical para Facebook y Youtube titulado precisamente The Flying Dutchman que se volvió viral entre los turistas británicos de la nave. Todo el mundo empezó entonces a hablar de supersticiones marítimas recordando que ‘a los fantasmas les gusta vagabundear a bordo de los barcos’…
Finalmente, bogando rumbo a Valparaíso, el capitán no tuvo más remedio que hacer pública la noticia de que había casos de covid-19 a bordo… Más tarde se sabría que decenas de pasajeros y de tripulantes se iban a infectar. Y que varios de ellos iban a fallecer a bordo.
Como en la leyenda del buque fantasma, el Zaandam se estaba convirtiendo en un cementerio flotante en busca de un muelle que se le negaba. Pero su capitán aún no se decidía a ordenar el confinamiento de los pasajeros en sus camarotes… La viajera argentina Claudia Osiani, 64 años, se empezó a preocupar: «Cuando la situación se puso más difícil, sólo nos separaron para la comida. Es decir, ya no podíamos servirnos nosotros mismos sino que alguien con guantes, detrás del vidrio, nos servía. En las mesas éramos atendidos por personas que no tenían ni mascarillas, ni guantes. En la cocina, tampoco vimos que estuvieran usando ningún tipo de protección…»
“¿Era moralmente correcto?”
Se confirmaba también que los cruceros eran focos móviles de la pandemia. Por esas fechas, en diversos mares, más de veinticinco viajes en crucero habían reportado casos de covid-19, y al menos diez fallecimientos. Ese mismo día lunes 18 marzo, un informe de los CDC confirmó que aproximadamente doscientos casos de la nueva enfermedad en Estados Unidos, identificados en una quincena de estados, se debían a viajeros de cruceros regresados a sus hogares entre el 3 de febrero y el 13 de marzo. Lo que representaba aproximadamente el 17% del total de casos de covid-19 reportados en Estados Unidos en aquel momento.
Recordemos que fue durante la semana del 25 de febrero cuando varias islas del Caribe (Antigua, Caymán, Guadalupe) decidieron rechazar los cruceros. Una clara señal de lo que estaba por venir. No cabía duda de que, desde ese momento, como ya lo hemos dicho, las empresas de cruceros debieron haber anulado los viajes y cesado los embarques. No lo hicieron. Y el Dr Roderick K. King, director del Instituto de Innovación de la Salud de Florida, se lo reprochó públicamente: « No se debió continuar un negocio que se desarrolla en un entorno hermético donde el SARS-CoV-2 puede proliferar rápidamente… Cerrar los ojos, no sólo ha ido en detrimento de ese modelo de negocio y de su capacidad de recuperación, sino que ha tenido enormes implicaciones para la población en general. Y podemos preguntarnos: ¿Era moralmente correcto crear un falso sentimiento de seguridad en los clientes de los cruceros?»
Obviamente, no lo era. Pero eso no impidió, por ejemplo, que el 20 de marzo, es decir, dos días después, cuando ya estaban ocurriendo todas estas tragedias, el médico principal del crucero Coral Princess aún tuviera la osadía de dirigirles un mensaje a los pasajeros en el que les seguía garantizando que el barco constituía «uno de los lugares más seguros del mundo en ese momento». Lo mismo que había afirmado el capitán Ane Jan Smit el 15 de marzo en Punta Arenas, ¿recuerdan? Desde entonces, a bordo de ese buque Coral Princess, por lo menos ocho viajeros y cinco tripulantes habían dado positivo a la covid-19, y dos pasajeros habían fallecido… Era evidente que las compañías navieras habían subestimado el peligro de la nueva peste. Y que la tardanza en detener los cruceros fue causa de muertes inútiles. Otra prueba de ello es que, entre los barcos que, como el Zaandam, habían comenzado su viaje en las dos primeras semanas de marzo, siete navíos propiedad del Grupo Carnival (al que pertenece también, recordemos, el Zaandam), representaron cuarenta y nueve de las aproximadamente setenta muertes de pasajeros y tripulantes causadas por el coronavirus…
El viernes 20 de marzo, el ‘crucero errante’ capitaneado por Ane Jan Smit entró lleno de esperanza en la majestuosa bahía de Valparaíso ornada por el pintoresco anfiteatro de sus coloridos cerros. Ya todo el mundo sabía que traía la peste a bordo. Ante el temor de protestas populares como las que se habían producido en Punta Arenas y en otros puertos chilenos, el jefe de la Defensa Nacional para la Región de Valparaíso se apresuró a declarar «que no se le permitía su atraque, ni se autorizaba el descenso de los extranjeros» que viajaban en él.
El barco se mantuvo a la gira en medio de la bahía. Desde Miami, la empresa madre Holland America Line no había cesado de realizar gestiones cerca del Gobierno de Sebastián Piñera para que autorizase la salida de los pasajeros.
El trasatlántico británico MS Braemar transporta a 682 pasajeros. Foto: CNN.
Cuba y el caso del Braemar
Hasta citaban el ejemplo de Cuba que, dos días antes, el miércoles 18 de marzo, había permitido el atraque en uno de sus puertos, de otro ‘crucero errante’, el MS Braemar de la compañía británica Fred Olsen Cruise Lines, en el que viajaban 682 turistas, en su mayoría británicos, y 381 tripulantes. A bordo, cuatro viajeros y un miembro de la tripulación estaban infectados de coronavirus. Y otros veintidós pasajeros y veintiún trabajadores se hallaban en cuarentena, con ‘síntomas gripales’.
El Braemar había zarpado de Southampton (Inglaterra) el 13 de febrero rumbo al Caribe, y el 27 de ese mes, debido a que varios pasajeros presentaban ‘síntomas gripales’, ya había sido rechazado en República Dominicana… Llegó a Cartagena de Indias (Colombia), el domingo 8 de marzo, donde las autoridades locales únicamente permitieron el desembarque de una turista estadounidense diagnosticada con coronavirus. Después de zarpar de allí, se manifestaron otros cinco casos de contagio a bordo… Por esa razón, los puertos de Willemstad (Curazao) y Bridgetown (Barbados) también lo habían rechazado. El Braemar se puso a mendigar puerto por toda la cuenca del Caribe. Sin éxito. No lo aceptaron, por ‘apestado’, en la ciudad colombiana de Barranquilla. Igualmente, Estados Unidos no le permitió acercarse a ninguno de sus puertos. “Para proteger la salud y la seguridad de sus habitantes“, Bahamas también le negó acceso a los muelles de Nassau, a pesar de que el Braemar navega bajo su bandera y que ese país es miembro de la Commonwealth británica… Sólo le concedieron permiso para reabastecerse de alimentos, combustible y medicamentos, y se autorizó la subida a bordo de dos médicos y dos enfermeras para reforzar al equipo sanitario…
Ante el temor de que este otro ‘crucero maldito’ tuviera que recorrer el largo camino de regreso al Reino Unido mientras a bordo seguían infectándose, los familiares y amigos de los viajeros empezaron a hacer una intensa campaña en las redes sociales para que el Gobierno de Boris Johnson tomara cartas en el asunto… El diario británico The Daily Mail reprodujo sus quejas: «A bordo del Braemar, denunció, por ejemplo, Helen Littlewood, de Norfolk, cuya madre de 74 años viajaba en el barco, hay un grupo muy vulnerable de personas con mucho riesgo. Mi madre es una de ellas, tiene presión arterial alta, dificultades respiratorias y asma. Si no se ayuda a ese buque, morirá…» Las suplicaciones como ésta se multiplicaron. Y el Gobierno de Boris Johnson pensó entonces en solicitar la ayuda de Cuba, reconocida potencia médica internacional. En aquel momento, La Habana aún no había cerrado sus fronteras. El presidente Miguel Díaz-Canel lo anunciaría el viernes 20 de marzo, y la medida no entraría en vigor más que el 2 de abril. De ese modo, contrariamente a la actitud insolidaria que habían mostrado tantos gobiernos de la región, La Habana aceptó brindar un alivio humanista a los afectados y a sus familiares, accediendo a dar entrada, como dijimos, el miércoles 18 de marzo al Braemar en el puerto de Mariel: «Son tiempos de solidaridad, de entender la salud como un derecho humano, y de fortalecer la cooperación internacional.», declaró el Ministerio cubano de Relaciones Exteriores. El personal de salud organizó, ese mismo día, a través de un corredor sanitario, el traslado de los pasajeros británicos hasta el aeropuerto internacional de La Habana desde donde pudieron volar de regreso al Reino Unido en cuatro aviones chárter. El último de ellos transportó únicamente a los infectados. No hubo ningún incidente, ni ningún contagio accidental. «Todos debemos recordar lo que Cuba ha hecho por nosotros, tuiteó en conclusión Steve Dale, un agradecido pasajero del Braemar, interviniendo cuando ninguno de los países y protectorados de la Commonwealth británica en la región nos ofreció ayuda.»
“¡Lamentable!”
Entre tanto, en Valparaíso, el Gobierno conservador no estaba dispuesto a imitar el solidario ejemplo de Cuba. Seguía negándole asistencia a los turistas —entre los cuales, recordemos, había ocho chilenos— y tripulantes enfermos del errante Zaandam, ahora anclado frente a la ciudad. Apenas consintió, bajo la presión de varias embajadas, que el navío repostara en carburante, y autorizó la subida a bordo de alimentos, enseres y medicamentos. Pero continuaba oponiéndose al desembarco de los pasajeros. Ello suscitó la ira, entre otros, de Juan Luis Villalón, inspector de la Federación Internacional de Trabajadores del Transporte (ITF), quien calificó esa actitud de “lamentable“. Villalón reclamó que se siguieran las sugerencias de las autoridades internacionales las cuales recomendaban, por ejemplo, establecer corredores sanitarios y luego una cuarentena.
Cuando más tarde se supo que esa falta de solidaridad le había costado la vida a varios pasajeros del Zaandam, este representante sindical fue muy severo con las autoridades chilenas: «Eso es el resultado de un buque que pasó por Chile, al que se le pudo haber ayudado, se pudo haber desembarcado a la gente respetando un protocolo, con un corredor sanitario, y después dejarlos en cuarentena.» Pero el Gobierno de Sebastián Piñera no lo hizo. Lo único que consintió, ante las reclamaciones de las familias y de los medios, fue la exfiltración discreta de los ocho chilenos que se hallaban a bordo. Y también, por solicitud de la embajada de Francia y del consul francés Quentin Sonneville, se autorizó la salida, «por razones humanitarias», de dos personas de nacionalidad francesa que tenían una «enfermedad crónica de alto riesgo y que sus medicamentos no iban a bastar hasta la recalada del buque en Florida». Ante el fracaso de la tentativa de atraque y desembarco en Valparaíso, quedaba claro que, básicamente, el capitán del Zaandam ya no sabía a dónde ir…
Al día siguiente sábado 21 de marzo, en la tarde, el ‘crucero paria’ levó anclas y se enrumbó hacia el norte con el anhelo de que alguna autoridad pusiera término a su maldición. Su hoja de ruta indicaba que debía pasar por los puertos de Salaverry (Perú) y Manta (Ecuador) antes de alcanzar el Canal de Panamá. Los pasajeros no conseguían entender que esto les pasara precisamente a ellos… El mundo, que les parecía tan grande cuando salieron de Buenos Aires, de repente resultaba mucho más pequeño y harto menos acogedor. A bordo, el virus alienígena seguía infectando sin piedad. «A partir del 21 de marzo —confirmó un viajero español— mucha gente, turistas y trabajadores, comenzamos a enfermarnos… Con síntomas de fiebre y dolor corporal.» El Zaandam disponía, como dijimos, de varios centros médicos, con cuatro doctores y cuatro enfermeras, pero como la covid-19 afecta particularmente a las personas de más de 65 años que eran la gran mayoría, sus instalaciones sanitarias se saturaron pronto… Además, en sus formas graves, la enfermedad provoca como se sabe una neumonía con dificultades respiratorias severas que requieren equipos de ventilación artificial y cuidados intensivos. El barco no tenía esos dispositivos y esas instalaciones más que para uno o dos pacientes… Los pasajeros empezaron a morir. El crucero ya no era un paraíso mágico, sino una tumba. Los turistas comenzaron a ver el mundo con otros ojos… Tantas cosas que les parecían antes esenciales para el placer y la comodidad del viaje, ahora les resultaban futiles, baladíes, intranscendentes…
El domingo 22 de marzo, con el invisible asesino en serie merodeando por los pasillos, el capitán Ane Jan Smit, decretó por fin un confinamiento estricto. Ordenó que los pasajeros permaneciesen en sus camarotes hasta nuevo aviso. La pequeña ciudad flotante quedó silenciosa y aterrada. Con muy poca información. «El capitán sólo emite dos comunicados minimalistas al día.» contó el escritor francés Olivier Barrot. Se cerraron todas las áreas sociales, los locales de distracción y hasta los restaurantes. Ahora, las comidas se servían afuera de la puerta de los camarotes, con las bandejas depositadas en los pasillos. Para los viajeros más acomodados que disponían de balcón o de portillo, la reclusión fue más llevadera; respiraban aire fresco o por lo menos veían el mar, las nubes, el cielo. Pero el Zaandam también contaba con unas 140 cabinas sin luz natural ni aire puro, de apenas tres metros cuadrados para dos personas, donde se hallaban recluídos los turistas más modestos. Éstos constataban que, ni siquiera en un crucero a la deriva, se cambia facilmente de condición social, los ricos mantienen sus privilegios, los pobres sus carencias y sus dependencias… «De un viaje de placer, esto se convirtió en una pesadilla, contó la pasajera argentina Claudia Osiani, una pesadilla de la cual quisiera despertar lo antes posible. Intento despertar de ella todas las mañanas, pero vuelvo a caer en la misma pesadilla, ya que seguimos encerrados aquí.»
Estrés, pánico, angustia y desgaste
Una pareja de recien casados mexicanos, Yadira Garza y Joel González, de Monterrey (Nuevo León), habían decidido pasar su luna de miel en el Zaandam, cuando el virus homicida se invitó a la fiesta… Enclaustrados en su cabina, se quejaron «de no haber salido a respirar aire fresco en muchos días», y del pánico al contagio que les producía cualquier elemento venido del exterior, como toallas o alimentos: « Nos sirven los platos sin recubrir, y hemos hallado en ellos cabellos y hasta pestañas…» «Estamos tomando muchas precauciones… Lavamos las botellas de agua que nos traen.. Estamos limpiando todo con champú… Es lo último que nos queda.»
El miedo a que el venenoso álien pudiera ingresar en el camarote del modo más disimulado, también obsesionaba a Claudia Osiani y a su esposo: «En el momento en que explotó el brote del virus en el barco, no queríamos ni comer por miedo a contagiarnos… El navío no contaba ni con barbijos[92], ni con las medidas suficientes de control como para darnos seguridad. Así que lavamos todo antes, platos, cubiertos, todo. Lavamos con jabón y lo colgamos en el baño. No se nos retiran las toallas, por temas de sanidad, así que también las lavamos. Hacemos todo dentro de estas cuatro paredes… Siempre nos dejaron jabón y papel higiénico…[93]»
Otro viajero argentino, Dante Leguizamón, 45 años, periodista, de Córdoba, describió con fineza la nueva atmósfera que se había instalado en el ‘crucero errante’ y la sofocante angustia de los viajeros confinados: «La situación en el barco es muy complicada. Hay mucha incertidumbre sobre lo que va a pasar. No tenemos idea de cuál será nuestro destino… A los pasajeros se les da una información y a la tripulación otra. Los pasajeros disponen de Internet gratis, pero los trabajadores no tienen Internet. Como soy invitado de un tripulante, tampoco me dan Internet… Por lo que estoy doblemente aislado… Eso crea un contexto angustiante. El grado de estrés y de desgaste que este viaje fantasmal genera es notable en nuestros estados de ánimo. Nos sentimos cada vez más afectados. Se percibe claramente nuestro deterioro mental, físico e inmunológico, cuando necesitamos más vitalidad que nunca para hacerle frente a un virus como el SARS-Cov-2…[94]»
Mientras las personas se infectaban a bordo, el Zaandam seguía sin encontrar ningún puerto. Ahora navegaba frente a las acantiladas costas de Perú, donde tampoco le permitieron acostar ni en El Callao, ni en Salaberry porque, según comunicaron fuentes oficiales bajo condición de anonimato en Lima: «Buques con personas con epidemias o enfermedades infecciosas no pueden llegar.» Agregaron que, desde el cierre completo de las fronteras peruanas el 17 de marzo, ya se había «prohibido el ingreso de otros dos cruceros[95]».
Así que el desconsuelo a bordo del Zaandam se intensificó: «Sentimos mucha tristeza, ansiedad, desazón, inquietud y enojo, escribió Gloria Osiani, porque todos los puertos se nos van cerrando.[96]» Usando las redes sociales, los viajeros no cesaban de lanzar auténticos SOS reclamando ayuda. Laura Gabaroni, una pasajera estadounidense, por ejemplo, exhortó: «Lo que necesitamos más que nunca, en este momento, es un lugar para atracar, para que los enfermos reciban tratamiento, y que las personas sanas hagan lo que tengan que hacer para regresar a sus hogares y a sus vidas. A cualquiera que pudiera abrir los puertos para nosotros, le estaríamos eternamente agradecidos. ¡Por favor ayúdennos![97]»
El músico escocés Ian Rae, que disponía de un confortable camarote, también describió cómo fueron para él y su esposa aquellos momentos de reclusión: «Nuestra situación actual es la siguiente: el capitán y la tripulación nos han procurado wifi gratuito, posibilidad de telefonear a casa y de comunicar por video-llamadas… Las comidas nos las traen a la puerta de los camarotes siguiendo protocolos de aislamiento. Con otros amigos británicos hemos creado grupos de whatsapp y nos comunicamos a diario, de cabina a cabina, por mensajería o por teléfono. Mi esposa Morven y yo tenemos la suerte de ocupar un camarote con balcón, pero algunos amigos nuestros están encerrados en ‘cabinas interiores’ y lo están pasando bastante mal… Ya llevamos navegando más de una semana seguida, y no tenemos idea de cuando podremos regresar a casa…[98]»
El caso del Ruby Princess
Los viajeros del Zaandam no podían comprender por qué los puertos los rechazaban con tanta inhumanidad, por qué los condenaban a errar por tiempo indefinido a través de los mares. Pero hay que reconocer también que los capitanes de algunos barcos no se habían portado correctamente. Algunos desembarcaron a miles de pasajeros ‘con síntomas gripales’ sin avisar a los gobiernos locales para que les hicieran algún tipo de test de detección de la covid-19. Por ejemplo, los pasajeros del MSC Meraviglia desembarcaron en Miami el 15 de marzo sin que los gerentes del buque alertaran de que un pasajero de un viaje anterior ya había dado positivo… Y al menos dos de los pasajeros descendidos desarrollaron la covid-19 e infectaron a su entorno… Otro ejemplo: el crucero Ruby Princess atracó en Sydney (Australia) el 19 de marzo, y sus 2 700 pasajeros pudieron bajar —cuando ya Canberra había prohibido el atraque de cruceros— porque el capitán y el médico del barco certificaron a las autoridades locales que no había ningún caso de coronavirus en el navío… En realidad, por lo menos 647 personas, de ellas 202 tripulantes, estaban infectadas, y por lo menos 22 murieron… Los pasajeros se dispersaron por todo el territorio australiano y propagaron la nueva peste por todas partes. El Ruby Princess terminó siendo la fuente principal de casos de covid-19 en Australia, en donde se estima que el 10% de las primeras cinco mil infecciones del país fueron causadas por los viajeros de los cruceros… La policía australiana ha abierto una investigación judicial para determinar si los oficiales del Ruby Princess mintieron sobre la salud de sus pasajeros y de su tripulación: «El permiso internacional de atracar en un puerto, explicó Mick Fuller, jefe de la policía del Estado de Nueva-Gales del Sur, se otorga en base a la garantía dada por el capitán de que la nave está exenta de toda enfermedad infecciosa.[99]»
En su travesía hacia el norte, el Zaandam alcanzó la altura de Ecuador. Alumbrado por una masa enorme de luz, el océano lucía ahí un color azul muy profundo. A lo lejos, en tierra firme, más allá de las orillas rocosas, despuntaban en el cielo despejado algunos de los picos más altos de la cordillera de los Andes. En particular, el gigantesco volcán Chimborazo y sus más de 6 200 metros de altura, considerado durante siglos como el “techo del mundo” y del que los pasajeros con camarotes a estribor podían apreciar a simple vista, a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia, el espectáculo de su eterno casquete nevado.
El crucero Ruby Princess se convirtió en el principal foco de infección de coronavirus de Australia,
Los tres planes del Capitán
Ecuador había cerrado sus fronteras el 14 de marzo, y sus dos grandes puertos, Guayaquil y Manta, se negaron a su vez a recibir el buque. El capitán había explicado a los pasajeros que se guiarían por un derrotero con tres posibilidades: un “Plan A”, que consistía en llegar hasta Panamá, atravesar el canal y terminar en Fort Lauderdale, Florida; un “Plan B”, que era remontar toda América Central y seguir hasta Puerto Vallarta, en México; y, en última instancia, un “Plan C” que significaba navegar más al norte aún, hasta el puerto de San Diego, en California.
Los medios internacionales seguían comentando la ‘maldición’ del barco. Muchos denunciaban la falta de solidaridad particularmente odiosa en estos tiempos de pandemia: «La odisea del Zaandam va dejando una estela de egoísmo y desprecio a la vida humana, de irresponsabilidad e incapacidad en los puertos que se le cierran…[100]» Mientras tanto, recluidos en sus cabinas, acechados por el coronavirus, temiendo tener fiebre o cualquier atisbo de tos, los viajeros iban perdiendo la esperanza de llegar pronto a tierra y redoblaban en las redes los llamamientos para no ser olvidados… El argentino Dante Leguizamon escribió: « Me animo a hacer una reflexión que es igualmente una denuncia: en este barco, pero asimismo entre todos los desterrados que no están en su país, se percibe la presencia cada vez más creciente de otro virus que es también invisible y que también puede matar: es el virus de la angustia por no poder volver a casa.[101]»
Mientras el Zaandam progresaba hacia el norte remontando toda la costa pacífica de Colombia, en su oficina de Seattle, sede de la compañía Holland America, el presidente Orlando Ashford y su equipo seguían movilizados día y noche tratando de hallar una solución. Desde su estadía al pairo en Valparaíso, los días 20 y 21 de marzo, el ‘buque errante’ no había vuelto a repostar, ni a reaprovisionarse en pertrechos, alimentos y medicamentos. Todos los puertos permanecían insensibles a las demandas de auxilio del ‘navío portador de la peste’. La comida había empezado a escasear a bordo. A todas las desgracias del ‘buque paria’ se sumaba ahora la amenaza del hambre: «Hubo un momento —recordó Claudia Osiani— en que no hubo alimentos… Comíamos lo que se podía… Con mucho miedo… Por suerte, agua nunca nos faltó. [102]» Además, aunque no se había divulgado, el presidente Orlando Ashford sabía que varios pasajeros habían fallecido y que decenas de personas, turistas y trabajadores, estaban infectadas… Urgía hacer algo.
El MS ROTTERDAM
Ahí surgió la idea de enviar al encuentro del ‘crucero maldito‘ a su buque casi gemelo[103] el MS Rotterdam que, a la sazón, se hallaba atracado en Puerto Vallarta, en la costa pacífica de México, o sea, a tres días apenas de navegación hasta el canal de Panamá. El Rotterdam partiría sin pasajeros pero con todos sus tripulantes y unos equipos médicos reforzados, además de tests de detección de la covid-19, enseres y alimentos. El principal objetivo era transferir a bordo del Rotterdam a los pasajeros sanos y no contaminados del Zaandam.
El 22 de marzo, el presidente Orlando Ashford anunció el lanzamiento de la operación. Explicó que la misión consistía en «proporcionar suministros adicionales, personal, kits de detección de covid-19 y otros tipos de apoyo según sea necesario»[104]. Ambos barcos se encontrarían la noche del jueves 26 de marzo frente a las costas de Panamá.
Entre tanto, el ‘crucero paria’ estaba llegando, con sus decenas de infectados, a la altura de la bahía de Humboldt, ya en aguas panameñas. Cruzó frente al espectacular golfo de San Miguel dominado por la frondosa serranía del Darién desde cuyas alturas el explorador español Vasco Nuñez de Balboa, en 1513, había sido el primer europeo en contemplar el océano llamado por Magallanes, siete años más tarde, Pacífico, y que él nombró ‘Mar del Sur‘.
El jueves 26 de marzo, el Zaandam echaba anclas en la bahía de Panamá, no lejos de las islas Taboga, y enfrente, pero a buena distancia, de la entrada del Canal. Procedente del norte, el Rotterdam también había llegado puntual a la cita. Y desde lo alto de los numerosos rascacielos de Ciudad de Panamá se podía ver el insólito espectáculo de esos dos gigantes del mar que eran noticia mundial en aquel preciso instante. Las negociaciones empezaron con las autoridades panameñas para que autorizasen el transbordo de pasajeros y, sobre todo, para que permitiesen a ambos buques cruzar el Canal en su ruta hacia la Florida.
Al día siguiente, viernes 27 de marzo, la compañía Holland America anunció públicamente lo que ya muchos pasajeros sabían: que 53 pasajeros y 85 tripulantes tenían ‘síntomas de gripe’, dos personas habían dado positivo en las pruebas de covid-19, y cuatro adultos mayores habían fallecido a bordo del Zaandam. Más tarde se sabría que se trataba de ciudadanos, respectivamente, de Estados Unidos, Holanda, Reino Unido y Suecia.
Por su parte, la Autoridad Marítima de Panamá informó que permitía el transbordo al Rotterdam de los pasajeros sin síntomas de coronavirus, precisando para la inquieta población local, que ello no representaba « ningún riesgo para los panameños puesto que se hará a más de ocho millas de tierra firme» y añadía lo siguiente: « Los cadáveres de los fallecidos permanecerán a bordo del Zaandam…[105]» Al mismo tiempo, el ministerio de Salud y el Administrador del Canal comunicaban una pésima noticia para los esperanzados pasajeros: «por razones de seguridad», se rechazaba la autorización, a ambas embarcaciones, de cruzar la vía interoceánica… La mala suerte seguía cebándose contra los zaandamnautas del “buque errante”… El Plan A parecía pues descartado. Quedaban los planes B y C que suponían muchos más días de navegación rumbo a Puerto Vallarta o San Diego, con escasa certidumbre además de poder atracar…
Ese mismo viernes, utilizando los tests de detección traídos por el Rotterdam, los equipos médicos empezaron a seleccionar a los pasajeros sanos que se mudarían a la nueva nave. Se les tomaba la temperatura y se les hacían cuatro preguntas sobre su estado de salud. Cualquier respuesta negativa, implicaba quedarse en el ‘maldito’ Zaandam. “¿Qué criterios se adoptaron para elegir a quienes cambiaban de embarcación? —contó el escritor francés Olivier Barrot— Nunca se dijo explicitamente. Obviamente, los enfermos, los extenuados, los que habían consultado a alguno de los médicos, se quedaron en el “buque paria”. Los demás, entre los que me encontraba yo, en silencio, bajo un gran sol, y sin ningún incidente, pasamos al Rotterdam.[106]»
En dos días, sábado 28 y domingo 29 de marzo, más de cuatrocientos pasajeros considerados ‘sanos’, transportados en los propios “tenders” o botes salvavidas de ambos buques, abandonaron en efecto el “crucero maldito”… Ese mismo domingo, el Gobierno panameño de Laurentino Cortizo, después de muchas gestiones realizadas por Holland America y de no pocas presiones de la embajada de Estados Unidos, reconsideró su decisión y “por razones humanitarias” decidió permitir que ambos barcos pasaran por el Canal y pudieran seguir su ruta. Para evitar cualquier protesta de la población, las autoridades exigieron sin embargo que la navegación se realizara en plena noche y con ventanillas y balcones cerrados y las cortinas echadas.
El barco MS Rotterdam. Foto: Reuters
“La última esperanza”
Así que ese mismo domingo 29 de marzo, los cruceros cargaron provisiones y, pasadas las 6 de la tarde, iniciaron las maniobras de acercamiento a la entrada de la vía interoceánica. Varios experimentados prácticos del Canal se habían propuesto voluntariamente para subir a los barcos y pilotarlos a lo largo de sus 77 kilómetros hasta la salida al mar Caribe. Es la norma: los capitanes de los navios entregan el mando a los prácticos cuando deben cruzar esa vía. El administrador del Canal, Ricaurte «Catín» Vásquez, explicó que para evitar contagios se había reducido la maniobra al personal mínimo. «No se utilizaron pasaclabes —declaró— no se utilizaron remolcadores, ni cualquier otro contacto a tierra. Simplemente los prácticos del Canal.[107]» El Secretario general de la Unión de Prácticos del Canal de Panamá (UPCP), Gabriel Alemán, precisó también que los voluntarios de la operación contaron con «un equipo especializado de protección personal, debieron guardar todas las medidas y protocolos de bioseguridad establecidos, y mantenerse bajo la supervisión de personal del ministerio de Salud. Por consiguiente, una vez desembarcados de los cruceros, fueron sometidos a una descontaminación integral y posteriormente trasladados al aislamiento reglamentario de catorce días»[108]. Las naves en efecto habían pasado por las nuevas esclusas de la ampliación del Canal sin el auxilio de remolcadores para mantener su posición. No fueron tampoco amarradas dentro de las cámaras. Eso permitió reducir el número de trabajadores involucrados en la maniobra.
Aunque no estaba autorizado descorrer las cortinas, los pasajeros que disponían de ventanilla o de balcón ne dejaron de admirar la formidable obra de ingeniería que representa el Canal de Panamá, una de las construcciones humanas más colosales del planeta[109]. Después de unas ocho horas de delicada operación de tránsito, hacia las cuatro de la madrugada del lunes 30 de marzo, ambos cruceros salían del Canal sin contratiempos. Y ponían rumbo a Fort Lauderdale aunque seguían sin saber si las autoridades estadounidenses les permitirían acostar.
William Burke, vicealmirante y jefe marítimo de Carnival Corporation, declaró que Florida era «la última esperanza» para los desdichados pasajeros del Zandaam, ahora repartidos en dos buques. También reveló que los casos confirmados de covid-19 a bordo del “crucero maldito’ se elevaban a catorce, dos de los cuales requerían una «evacuación urgente[110]» que las autoridades panameñas no habían permitido.
Las noticias llegadas de Florida tampoco eran muy alentadoras. El gobernador del estado, el republicano Ron DeSantis, anunció que rechazaría «los barcos llenos de personas enfermas si buscaban refugio en alguno de los puertos» de Florida. En conferencia de prensa reiteró: «No podemos permitirnos el lujo de acoger a personas que ni siquiera son de nuestro estado, usando los valiosos recursos del sur de la Florida.» Ignorando que había a bordo varios centenares de ciudadanos estadounidenses, una cincuentena de ellos residentes en Florida…
En cuando al alcalde Dal Holness, del condado Broward en el seno del cual se halla Fort Lauderdale, también manifestó que consideraba «inaceptable» que los cruceros desembarcasen allí. Por su lado, el alcalde de Fort Lauderdale, Dean Trantalis, manifestó asimismo que las condiciones «no estaban reunidas» para acoger al Zaandam. En sus cuentas de Twitter y de Facebook, Trantalis exigió que «los guardacostas de Estados Unidos y el departamento de Seguridad Interior [deberían] elaborar un plan para proteger a nuestra comunidad»[111].
Cuando el presidente de Holland America, Orlando Ashford volvió a suplicar a las autoridades de Florida que tuviesen «compasión y humanidad» y permitieran el desembarco de los pasajeros, el gobernador Ron DeSantis insistió en su rechazo, declarando: «Sería un error. Preferimos que personal médico atienda a los enfermos del barco a bordo. Sin desembarcar a nadie.[112]»
“El Barco de la Muerte”
Podemos imaginar cómo estaban los ánimos en el Zaandam… Los pasajeros habían tenido una alegría, la primera en muchos días, cuando consiguieron cruzar el Canal de Panamá… Pero ahora, de nuevo la vida errante, de nuevo buscando un puerto, de nuevo el rastreo desesperado de un muelle piadoso. Los capitanes de ambos buques impusieron otra vez un aislamiento riguroso. El viajero francés Olivier Barrot, ahora en el Rotterdam, recuerda: « No vemos a nadie. Los miembros de la tripulación traen los platos de las comidas con mascarillas. Se mantienen alejados de nosotros… Golpean a la puerta y se eclipsan… El capitán de nuestro nuevo navío habla para no decir nada: de oraciones, de solidaridad ‘entre gente del mar’, de comunidad de pensamiento… Me conmueve muy poco.[113]»
El lunes 30 de marzo a media tarde, los viajeros argentinos Gloria Osiani y su esposo, observaron con cierta esperanza que el Zaandam se estaba «aproximando a la isla de San Andrés desde donde varios botes pequeños se han acercado con suministros»[114]. Aunque situada al norte de Panamá y enfrente de las costas de Nicaragua, la isla de San Andrés pertenece a Colombia, el principal aliado de Washington en la región. Desde Seattle, Orlando Ashford estaba en comunicación permanente con el Departamento de Estado. Y una vez más, rogó que se le pidiera a la embajada de Estados Unidos en Bogotá que el Gobierno ultraconservador de Iván Duque permitiera “por razones humanitarias” el desembarco, en San Andrés, de los dos enfermos muy graves del Zaandam «quienes requerían atención médica inmediata por contagio de coronavirus». No tuvo éxito. La Autoridad Marítima colombiana «no autorizó el arribo, ni el desembarco de esas personas»[115]. Las dos naves errantes continuaron su incierta odisea hacia Estados Unidos…
La prensa llamaba ahora al Zaandam, el “barco de la muerte“. Los infectados eran tan numerosos que uno de los médicos confesó que “el cuarenta por ciento de los tripulantes estaban contagiados“… En sus redes sociales, los familiares de los trabajadores revelaron que a los tripulantes se les exigía seguir trabajando «aunque cayeran enfermos, y debían reincorporarse a sus tareas inmediatamente después de haberse repuesto de la covid-19…[116] » No cabe duda de que el confinamiento puso a prueba las capacidades de los tripulantes: «La verdad , relató un viajero español, es que todos están trabajando duro. Tener que llevar la comida a las cabinas de los 1 243 pasajeros, tres veces al día, es muy duro…[117]»
Profesión Tripulante…
En toda esta crisis naviera, los tripulantes fueron maltratados. Las empresas se esforzaron en cierta medida en proteger a los pasajeros, que ellas llaman “huéspedes” pero que son, en realidad, sus clientes, es decir, quienes pagan y hacen vivir un negocio -el de los cruceros-, que representa uno de los segmentos más rentables de la industria mundial del turismo. Hay que saber que, cada año, unos 272 cruceros pasean por los mares del planeta a unos treinta millones de turistas. Lo que representa una cifra global de negocios de más de 150 mil millones de dólares…
Las empresas no tienen la misma consideración hacia los tripulantes. Este vocablo es demasiado general y designa funciones muy diversas, esencialmente las de todos los trabajadores a bordo : servicio de mantenimiento técnico, de limpieza, de asistencia al pasajero, camareros de cabina, camareros de restaurante, bármanes, fotógrafos mecánicos, electricistas, informáticos, equipos de animación, músicos, cantantes, bailarines, masajistas, médicos, enfermeros, etc.
Si a bordo de los cruceros, con la propagación del coronavirus, las cosas se pusieron dificiles para los clientes, podemos imaginar cómo se pusieron para los tripulantes… Un trabajador del Costa Favolosa, por ejemplo, en un mensaje subido el 19 de marzo a su página Facebook denunció que, en su buque, «no permitían a los empleados usar mascarillas»… Reveló igualmente que el barco estaba «operando normalmente» a pesar de que entre el diez y el veinte por ciento de los empleados del restaurante tenian ‘síntomas gripales’ : «Seguimos trabajando, alertó, sin una norma de distanciamiento social. Seguimos expuestos a los que ya tienen síntomas.[118]» Finalmente, al menos cincuenta y ocho personas a bordo del Costa Favolosa se infectaron… Uno de ellos, Andrew Fernandes, 48 años, de la India, padre de cuatro hijos, falleció en la más completa soledad en el hospital Larkin Community de Miami el 4 de abril pasado. A finales de ese mes de abril, como ya dijimos, un millar de tripulantes se habían infectado en decenas de naves, y por lo menos once habían muerto de la covid-19…
A la mayoría de los trabajadores, las compañías no les entregaron mascarillas ni guantes, ni les permitieron respetar los protocolos para mantener distancias de seguridad. Los tripulantes revelaron que nunca se les examinó, y que cuando se contagiaron tuvieron que pasar la enfermedad confinados en sus cabinas. Muchos otros se infectaron pero de modo asintomático y, sin saberlo, difundieron la covid-19 a su alrededor… Los trabajadores denunciaron que jamás les avisaron que podían haber estado en riesgo: «Me preocupa que la gerencia nos haya mentido todo este tiempo, declaró un tripulante del buque Norwegian Encore, es un comportamiento imprudente de su parte. Nos ponen en peligro. Yo hubiera podido contagiar a mi familia.[119]»
Cuando los barcos consiguieron regresar a sus puertos de amarre en Florida, los pasajeros regresaron a sus hogares, casi siempre en vuelos comerciales. En cambio, miles de tripulantes aún hoy no han podido volver a sus casas… Y están cada vez más enfermos. Se han quedado atrapados en el mar, en la cárcel dorada de los cruceros, en interminable cuarentena… Una de las razones de ello es que la Guardia Costera de Estados Unidos ordenó que los tripulantes permanecieran en las embarcaciones, y recordó que las navieras deben tratar todos los casos de infección por covid-19 a bordo para evitar agregar más estrés al sistema de salud estadounidense. Por otra parte, el proceso de repatriación de tripulantes es lento y caro, porque los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) exigen que sean transportados en vuelos chárter… Y las navieras no quieren asumir esos gastos… A principios de abril de 2020, había aproximadamente cien cruceros que seguían en el mar, en las costas estadounidenses, sin turistas pero con casi 80 000 tripulantes a bordo… A mediados de mayo, aún quedaban más de 60 000 tripulantes en unos noventa cruceros varados en gran parte en aguas de Barbados, formando un enjambre de naves parias, a la espera de noticias de repatriación… Muchos de esos trabajadores llevan más de ochenta días sin tocar tierra… Con los nervios destrozados… Sólo en las dos primeras semanas de mayo, cuatro tripulantes fallecieron por motivos no vinculados al coronavirus en distintos cruceros: uno por ‘causas naturales’ desconocidas; tres se suicidaron…[120]
Las desgracias persistían
El miércoles 1 de abril, los dos buques errantes, el Zaandam y el Rotterdam, llegaron frente a las costas de Florida. A bordo, el contagio había aumentado a pesar de las medidas de distanciamiento. El patrón de Holland America, Orlando Ashford, advertía de una ««catástrofe humanitaria» si los centenares de enfermos no eran atendidos en un centro hospitalario. Algo que ahora dependía de la buena voluntad de las autoridades de Estados Unidos… Marchitos y desvaídos, turistas y tripulantes sólo anhelaban tocar tierra y retornar al añorado hogar. A los viajeros, Holland America les había prometido una “experiencia que nunca olvidarían” y por lo menos en eso cumplió…
Los pasajeros sabían que las autoridades locales, aquí también, se negaban a acogerlos. Ya ni se sorprendían: «No nos asombra —dijo con resignación Gloria Osiani— y tampoco teníamos esperanza de que Estados Unidos nos extendiera los brazos…[121]» Los guardacostas de la Armada estadounidense les impidieron acercarse demasiado a Fort Lauderdale. A bordo del Zaandam, diez personas se hallaban ahora en estado muy grave y requerían urgentemente ser evacuadas hacia un hospital con unidad de cuidados intensivos (UCI).
Hasta el último instante, la maldición parecía querer aplastar a las gentes del Zaandam. Las desgracias persistían… Leann Morris Pliske, una habitante del condado Broward, contó que, por esos días, un tío suyo de 74 años, pasajero del ‘buque maldito’, que gozaba de excelente salud y sin síntomas de covid-19, se había levantado para darse una ducha en el camarote compartido con su esposa, y se había desplomado de repente, víctima de una crisis cardíaca… «Imagínese usted su esposa…—contó Leann— Ver a la persona que quiere, con la que está casada, con la que ha tenido hijos, que se muere así, en un segundo, delante de ella… Y ella debe quedarse sentada en esa ‘habitación de la muerte’ todo el día, todos los días… Es duro, muy duro. Ya es hora de que los dejen desembarcar…[122]»
Como si el destino hubiese escuchado a Leann, ese mismo miércoles 1 de abril, en Washington, el presidente Donald Trump daba una conferencia de prensa en la Casa Blanca. Cuando le preguntaron sobre el caso de estos dos ‘cruceros parias’, contestó: « Se encuentran en una situación muy dificil. Debemos ayudar a esa gente. Cualquiera que sea su nacionalidad. Ocurre que la mayoría son estadounidenses, pero sean de donde sean, se están muriendo y tenemos que hacer algo. El gobernador de Florida lo sabe muy bien.[123]» Trump tenía una parte importante de responsabilidad en el calvario sufrido por la gente del Zaandam. Y lo sabía. Había preferido satisfacer los intereses de las compañías navieras en vez de defender la salud de los pasajeros. Contrariamente a lo que recomendaban los CDC, había retrasado de varias semanas la orden de detener las salidas de los cruceros. De haber respetado las consignas de las autoridades sanitarias, el Zaandam no hubiese zarpado de Buenos Aires aquel fatídico 7 de marzo. La tragedia del ‘crucero maldito’ hubiese sido evitada… Muchas vidas se hubiesen salvado…
El gobernador Ron DeSantis, que tan firmemente se había opuesto al desembarco de los viajeros, cambió de pronto de opinión ese mismo miércoles 1 de abril tras conocer que el presidente Donald Trump deseaba que se recibiesen “porque eran estadounidenses“… El alcalde del condado de Broward, Dale Holness, que antes también desaprobaba la acogida de los zaandamnautas, declaraba ahora: «Esta es una situación humanitaria (…) Debemos proporcionar una opción de desembarque para las personas a bordo que necesitan llegar a salvo a sus casas.[124]»
Lo importante, para los náufragos recluídos, era que, por fin, después de estar tres semanas errando por los mares a bordo de un buque fantasma implorando puerto, iban a poder tocar tierra… El conjuro se terminaba. Como dijo un marino: «No arrastramos maldición, pero necesitábamos un poco de suerte...»
El jueves 2 de abril, la compañía Holland America, del grupo Carnival, presentó un plan de evacuación aprobado por las autoridades locales. Ambos buques se fueron entonces acercando a Port Everglades, en el municipio de Fort Lauderdale, pero no atracaron. Tuvieron que esperar veinticuatro horas a que se organizase toda la compleja logística del doble desembarque, asociado al transporte de los enfermos más graves hacia los hospitales disponibles, y al traslado directo de los pasajeros sanos al aeropuerto.
El crucero Zaandam de Holland America llega a Port Everglades en Fort Lauderdale el jueves, 2 de abril de 2020 después de una terrible experiencia en el mar causada por el brote de Coronavirus. Foto: Wilfredo Lee / AP
Dos muertos más…
El viernes 3 de abril, las naves acostaron y comenzó la cuidadosa operación de excarcelación. Como sabemos, en ambos barcos había unos 1 250 pasajeros. Antes de bajar, recibieron instrucciones para usar siempre mascarillas faciales durante su desplazamiento. Tuvieron que prometer que se auto-impondrían una cuarentena de catorce días al llegar a sus casas. Los floridanos descendieron primero, seguidos por el resto de los estadounidenses y luego los demás habilitados. Los catorce infectados más graves fueron evacuados del Zaandam hacia hospitales cercanos.
Uno de estos enfermos —un trabajador indonesio de 50 años, que había desarrollado una forma grave de covid-19— fue conducido a un hospital local y finalmente falleció… Fue el quinto muerto del Zaandam. Otro pasajero, el canadiense Bryan Eaton, 79 años, que también había dado positivo a la covid-19 mientras estaba a bordo, fue llevado a un hospital de Fort Lauderdale y le pusieron un ventilador. Los médicos no pudieron salvarlo; también falleció[125]… Fue el sexto muerto del Zaandam. Ambas víctimas eran los dos enfermos “en estado crítico” que el Gobierno colombiano de Iván Duque, aliado principal de Estados Unidos en América Latina, se negó a dejar desembarcar en la isla San Andrés…
En coordinación con Holland America, con las autoridades estadounidenses y los países de origen, se organizaron unos vuelos chárter especiales de repatriación de los viajeros. Después de ser examinados y autorizados por los equipos sanitarios, los pasajeros del Rotterdam que no presentaban síntomas, fueron conducidos directamente al aeropuerto escoltados por policías en motocicletas. A lo largo del viernes 3 y del sábado 4 de abril, todos los viajeros con vuelo de retorno a su país fueron desembarcando. Al descender del buque, una pasajera estadounidense, Laura Gabaroni, pensando en sus compañeros de aventura que “salieron a navegar y encontraron, aterrados, muerte ominosa“, declaró con tristeza y rabia a la prensa: «Cuatro personas están ahora muertas, y eso quedará en la conciencia de todas las autoridades que, a lo largo del camino, nos rechazaron…[126]»
No sólo de esas autoridades, también de los dirigentes de las navieras que tienen una importante responsabilidad en la catástrofe humanitaria de los cruceros. Se negaron a admitir que el nuevo coronavirus se contagiaba rápidamente, y subestimaron la gravedad de la enfermedad. Siguieron enviando barcos a la mar cuando diversos países habían cerrado ya sus fronteras y sus puertos. Una investigación del Wall Street Journal demostró que, «a principios de marzo, los operadores de cruceros tenían amplias pruebas para creer que su flota de cruceros de lujo eran incubadoras del nuevo coronavirus. Sin embargo, continuaron llenando cruceros con pasajeros, poniendo en peligro a los que estaban a bordo y ayudando a extender la pandemia de covid-19 a Estados Unidos y a todo el planeta. En total, la industria de cruceros lanzó viajes a bordo de más de cien naves a partir del 4 de marzo, el día de la primera muerte confirmada de covid-19 de un pasajero de un crucero que hacía escala en EE. UU.[127]»
Resultado: unos sesenta navíos (o sea, el 20% de la flota global) se infectaron; al menos 2 600 personas dieron positivo a la covid-19 durante o inmediatamente después de un viaje de crucero, y por lo menos 70 enfermos fallecieron[128]. Aunque tal vez el verdadero número de personas que se infectaron y murieron por haber viajado a bordo de cruceros no se sepa nunca… No existe ninguna agencia mundial de salud que rastree ese tipo de estadística.
Para la industria de los cruceros, uno de los segmentos más dinámicos, como ya dijimos, de la economía mundial del turismo, eso significó un desastre absoluto. Que impactó brutalmente donde más le duele a las empresas, en los resultados financieros. Los precios de las acciones de las principales navieras se desplomaron a niveles jamás vistos: Carnival Corp, dueña del Zaandam, perdió el 77,3% de su valor… Royal Caribbean Cruises Ltd, el 74,74%. Y Norwegian Cruise Line Holdings, el 81,52%. Y no es imposible que sigan desplomándose, porque ahora deberán afrontar todas las denuncias legales que las familias de los fallecidos y los enfermos están presentando contra ellas ante los tribunales. Las indemnizaciones a pagar podrían ser astronómicas… Como dijo Orlando Ashford, patron de Holland America: «La pandemia global ha impactado nuestra industria con una violencia absolutamente sin precedentes.[129]» Él mismo fue despedido el 12 de mayo, y abandonó la presidencia de su naviera el 31 de mayo[130].
Orlando Ashford se estará sin duda preguntando ahora: ¿qué pasará, en la “nueva normalidad” del mundo post-pandémico, con la industria de cruceros? ¿Podrá recuperarse de su pésima gestión de la covid-19? No cabe duda de que tendrá que someterse a cambios drásticos[131]. Algunas navieras ya han empezado a formular planes. Por ejemplo, la Genting Cruise Line declaró que llevará a cabo un sinfín de importantes reformas cuando los cruceros se reanuden. Se exigirá un certificado médico para los pasajeros mayores de 70 años, habrá detectores de fiebre en los pasillos, las mascarillas para pasajeros y tripulantes serán obligatorias, y se desinfectarán las áreas más concurridas cada dos horas… ¿Será eso suficiente para evitar que se reproduzca una ‘maldición’ como la del Zaandam…? No es seguro…
Una metáfora flotante
El sábado 4 de abril, en la tarde, los últimos pasajeros que permanecían en el Zaandam fueron trasladados al Rotterdam. Holland America indicó que, a bordo de este buque, se hallaban únicamente 53 personas, entre tripulantes y pasajeros no repatriados por sus países. Seis días más tarde, el 10 de abril, el Rotterdam partió a estacionarse en Bahamas con el grupo residual de pasajeros olvidados por sus Gobiernos[132]. Entre ellos una docena de argentinos que sólo conseguirían regresar el 28 de abril a Buenos Aires, lugar donde, cincuenta y tres días antes, había comenzado la odisea de su ‘crucero maldito’. Cuando el mundo se veía tan diferente…
El Zaandam zarpó de Port Everglades el 4 de abril. A finales de mayo, se hallaba en Europa, anclado en aguas holandesas, frente al puerto de La Haya, sometido a una profunda operación de mantenimiento, de limpieza y de minuciosa desinfección. Sus propietarios están pensando en cambiarle de nombre… Se comprende que deseen borrar el recuerdo de la maldición de este desdichado ‘crucero paria’. Y sobre todo el rastro del engaño, del fraude del que fueron víctimas sus últimos pasajeros. Aunque lo que habría que borrar y cambiar para siempre es más bien el modelo de explotación de los cruceros. Un modelo funesto para la naturaleza, los tripulantes y los viajeros. Que confirma, de manera ejemplar, aquella justa observación de Carlos Marx según la cual “el capitalismo tiende a destruir sus dos principales fuentes de riqueza: la naturaleza y los seres humanos“.
Conclusión
La triste odisea del Zaandam encarna, de modo emblemático, el escenario de una sociedad pre-pandémica obsesionada por el lucro y fascinada por el deleite, pero vacía de humanidad, incapaz de advertir lo que se avecinaba y abocada a hundirse…[133] Este crucero, de alguna manera, es la alegoría concentrada, la metáfora flotante de lo que la nueva peste está produciendo por todas partes en el mundo: egoísmos y exclusiones; cierre de fronteras; miedo a contagiarse; falta de mascarillas; ausencia de tests de detección; colapso de los centros sanitarios; falta de liderazgo global; ausencia de solidaridad; órdenes de confinamiento; dificultades de abastecimiento; la vida virtual con las redes sociales; el conteo de los muertos y de los infectados; la comandancia sobrepasada; los más ricos escudados en sus aposentos con balcón; los tripulantes filipinos, srilankeses o indonesios extenuados, mal pagados, pero indispensables en el rol de trabajadores migrantes…
Y todos en la misma nave. Todos a la deriva. Todos ansiando que esto se termine. Todos queriendo ‘volver a juntarse’. Anhelando regresar a un pasado reciente… En un mundo que, definitivamente, ya no es el mismo.
IGNACIO RAMONET
La Habana, 22 de mayo de 2020.