Aprender a leer es lo más importante que me ha pasado en la vida y, por eso, siempre recuerdo con gratitud al hermano Justiniano y las rondas entre las carpetas cantando y bailando mientras memorizábamos las conjugaciones. Debido a la lectura, ese mundo pequeñito de Cochabamba se volvió el universo. Gracias a los signos que convertía en palabras y en ideas, viajaba por el planeta y podía, incluso, retroceder en el tiempo y convertirme en mosquetero, cruzado, explorador, o viajar por el espacio hacia el futuro en naves silenciosas. Mi mamá dice que la primera manifestación de lo que, con los años, sería una vocación literaria, fue que, cuando los finales de los cuentos y novelas que leía no me gustaban, con mi letra torpe de entonces los cambiaba. Yo no lo recuerdo, pero sí las horas que me pasaba leyendo cada día, después de volver de La Salle y tomar mi vaso de leche fría con canela, mi alimento preferido. El abuelito Pedro se burlaba de mí: “Para el poeta la comida es prosa”. Pero yo no escribía versos todavía en Cochabamba; eso vendría luego, en Piura.Ahora que, por culpa del coronavirus y el aislamiento forzoso al que estamos sometidos los madrileños, leo desde el amanecer hasta el anochecer, diez horas diarias en un estado de felicidad absoluta (morigerada por el miedo a la plaga), aquellos días cochabambinos vuelven a mi memoria con los fantasmas borrosos de las primeras lecturas que me devuelve el subconsciente: la orgullosa Diana Mayo caía rendida en brazos de su secuestrador Ahmed ben Hassan en los desiertos de Argelia; el espadachín que nació en una celda y, como los gatos, veía en la oscuridad; el Judío Errante y su peregrinación incesante por el mundo. Los niños de entonces —por lo menos en Cochabamba— no leíamos tiras cómicas sino libros, y, sin duda, por eso jamás contraje la adicción al Pato Donald o al Ratón Mickey ni a Popeye, el marinero musculoso. Pero sí a Tarzán y a Jane, con los que volé, de árbol en árbol, por las selvas del África.En la biblioteca con telarañas de la Universidad de San Marcos leí mi primera obra maestra: el Tirant lo Blanc, en la edición de Martín de Riquer de 1948. Antes todavía, cuando cadete del Leoncio Prado, devoré la serie de los mosqueteros de Alejandro Dumas, y soñaba con D’Artagnan todas las noches.Nada me ha dado tanto placer y felicidad como los buenos libros; nada me ha ayudado tanto como ellos a sortear los momentos difíciles. Sin la literatura me habría suicidado en ese periodo atroz en que supe que mi padre estaba vivo, cuando me llevó a vivir con él y me hizo descubrir la soledad y el miedo. William Faulkner me cambió la vida en plena adolescencia; lo leí con lápiz y papel para identificar sus cambios de narrador, los saltos temporales, los remolinos de esa prosa que mezclaba personajes, tiempos y lugares y aparecía, de pronto, en la novela un reordenamiento de la historia todavía mejor que el cronológico.Para leer a Sartre, Camus, Merleau-Ponty, Simone de Beauvoir y demás colaboradores de Les Temps Modernes, aprendí francés, e inglés para entender a Hemingway, a Dos Passos, a Orwell y a Virginia Woolf, y descifrar el Ulises de Joyce (lo conseguí a la tercera vez). En una cabañita de Perros-Guirec, en Bretaña, en el verano de 1962 leí el tomo de La Pléiade dedicado a Tolstói y desde entonces Guerra y paz me parece la cumbre de la novelística, con el Quijote y Moby Dick. Entre las del siglo XX, nadie ha superado, a mi juicio, La condición humana, de Malraux, con excepción de La montaña mágica de Thomas Mann. En París, el primer día que llegué, en agosto de 1959, descubrí a Flaubert y me pasé toda la noche, en el Wetter Hotel, leyendo Madame Bovary. Fue para mí el más fructífero de los descubrimientos: gracias a Flaubert supe el escritor que quería ser y el que no quería ser.Las buenas lecturas no sólo producen felicidad; enseñan a hablar bien, a pensar con audacia, a fantasear, y crean ciudadanos críticos, recelosos de las mentiras oficiales de ese arte supremo del mentir que es la política. La vida que no vivimos podemos soñarla, leer los buenos libros es otra manera de vivir, más libre, más bella, más auténtica. Esa vida alternativa tiene, además, la suerte de estar fuera del alcance de las plagas demoníacas que aterraron siempre a los seres humanos porque en ellas veían a los diablos, que, a diferencia de los enemigos de carne y hueso, eran difíciles de derrotar.Un buen lector es el ciudadano ideal de una sociedad democrática: nunca se conforma con aquello que tiene, siempre aspira a más o a cosas distintas de las que le ofrecen. Sin esos inconformes sería imposible el progreso verdadero, el que, además de enriquecer la vida material, aumenta la libertad y el abanico de elecciones para ajustar la vida propia a nuestros sueños, deseos e ilusiones. Karl Popper tenía razón: nunca hemos estado mejor que ahora (en los países libres, se entiende).El coronavirus ha resucitado la barbarie en lo que creíamos la civilización y la modernidad. Hemos visto en Madrid cosas horribles, como en las residencias: ancianos abandonados al parecer por cuidadores que no tenían mascarillas ni remedios ni ayuda alguna. Los muertos conviviendo con los vivos, durmiendo en las mismas camas. El horror siempre supera al horror, no importa el tiempo histórico. Aun así, con toda la ruina económica y social que traerá al país esta plaga inesperada, si, luego de sobrevivir a ella, hay en España un millón más de españoles, o por lo menos cien mil, ganados a la buena lectura gracias a la cuarentena forzada, los demonios de la peste habrán hecho un buen trabajo".
El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.
La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
HArendt
Entrada núm. 5983
[email protected]La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)