Revista Cultura y Ocio

Especial Halloween : Las Brujas (II) , de Roald Dahl

Por Arena
Hoy os traigo la segunda entrega del libro "Las Brujas", de Roald Dahl (aquí la primera).
¿Os está gustando? ¿A que es un librito muy especial?
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Especial Halloween : Las Brujas (II) , de Roald Dahl

©Marie Desbons

3. Cómo reconocer a una bruja
La noche siguiente, después de bañarme, mi abuela me llevó otra vez al cuarto de estar para contarme otra historia. —Esta noche —me dijo—- voy a contarte cómo reconocer a una bruja cuando la veas. —¿Se puede estar siempre seguro de reconocerla? —pregunté. —No —dijo—, no se puede. Ese es el problema. Pero puedes acertar muchas veces.
Dejaba caer la ceniza del puro sobre su falda y yo confié en que no empezara a arder antes de contarme cómo reconocer a una bruja.
—En primer lugar —dijo—, una BRUJA DE VERDAD siempre llevará guantes cuando la veas. —Seguramente no siempre —dije—. ¿También en verano, cuando hace calor? —Hasta en verano —contestó—. No tiene más remedio. ¿Quieres saber por qué? —¿Porqué? —Porque no tiene uñas. En vez de uñas, tiene unas garras finas y curvas, como las de los gatos, y lleva los guantes para ocultarlas. Lo que pasa es que también muchas señoras respetables llevan guantes, sobre todo en invierno, así que eso no sirve de mucho. —Mamá llevaba guantes. —En casa, no —dijo la abuela—. Las brujas llevan guantes hasta en casa. Sólo se los quitan para acostarse.
—¿Cómo sabes todo eso, abuelita? —No me interrumpas —dijo—. Entérate bien de todo. La segunda cosa que debes recordar es que las BRUJAS DE VERDAD son siempre calvas. —¿Calvas?—dije. —Calvas como un huevo duro —dijo la abuela. Yo me quedé horrorizado. Había algo indecente en una mujer calva. —¿Por qué son calvas, abuela? —No me preguntes por qué —dijo ella, cortante—. Pero puedes creerme, en la cabeza de una bruja no crece ni un solo pelo. —¡Qué horror! —Asqueroso —dijo mi abuela.
—Si es calva, será fácil distinguirla. —Nada de eso —dijo ella—. Una BRUJA DE VERDAD lleva siempre peluca para ocultar su calvicie. Lleva una peluca de primera calidad. Y resulta casi imposible diferenciar una peluca verdaderamente buena del pelo natural, a menos que le des un tirón para ver si te quedas con ella en la mano. —Entonces eso es lo que tengo que hacer dije. —No seas tonto —dijo mi abuela—. No puedes ir por ahí tirándole del pelo a cada señora que encuentres, ni siquiera si lleva guantes. Tú inténtalo y ya verás lo que te sucede.
—Así que eso tampoco ayuda mucho —dije. —Ninguna de estas cosas sirve de nada por sí misma —dijo ella—. Sólo cuando están todas juntas empiezan a tener algo de sentido. Sin embargo —continuó—, estas pelucas les causan un problema bastante serio a las brujas. —¿Qué problema, abuela? —Hacen que el cuero cabelludo les pique terriblemente —dijo—. Verás, cuando una actriz lleva una peluca, o si tú o yo llevásemos una peluca, nos la pondríamos sobre nuestro propio pelo, pero una bruja se la tiene que poner directamente sobre la cabeza pelada. Y la parte interior de una peluca siempre es muy áspera y rasposa. Les produce un picor espantoso y una irritación muy desagradable en la piel de la cabeza. Las brujas le llaman «erupción de peluca». Y pica rabiosamente.
—¿En qué otras cosas debo fijarme para reconocer a una bruja? —pregunté. —Fíjate en los agujeros de la nariz —dijo mi abuela—. Las brujas tienen los agujeros en la nariz ligeramente más grandes que los de las personas normales. El borde de cada agujero es rosado y ondulado, como el borde de ciertas conchas de mar. —¿Por qué tienen los agujeros de la nariz tan grandes? —pregunté. —Para oler mejor —dijo mi abuela—. Una BRUJA DE VERDAD tiene un olfato realmente asombroso. Es capaz de oler a un niño que esté al otro lado de la calle, en una noche oscura como boca de lobo.
—A mí no podría olerme —dije—. Acabo de darme un baño. —Vaya si podría —dijo mi abuela—. Cuanto más limpio estás, más olor tienes para una bruja. —Eso no puede ser —dije. —Un niño completamente limpio despide un hedor espantoso para una bruja —dijo mi abuela—'. Cuanto más sucio estés, menos hueles. —Pero eso no tiene sentido, abuela. —Claro que sí —dijo ella—. No es la suciedad lo que huelen las brujas. Es a ti. El olor que enfurece a las brujas se desprende de tu propia piel. Rezuma de tu piel en oleadas, y estas oleadas, oleadas fétidas es como las llaman las brujas, van flotando por el aire y le dan en plena nariz a la bruja. Y la hacen tambalearse.
—Venga ya, abuela, espera un momento... —No interrumpas —dijo—. La cuestión es ésta. Cuando no te has lavado durante una semana y tu piel está totalmente cubierta de porquería, entonces, claro está, las oleadas fétidas que desprende tu piel no pueden ser tan fuertes. —No volveré a bañarme nunca —dije. —Basta con no hacerlo muy a menudo —dijo mi abuela—. Una vez al mes es suficiente para un niño sensato. En momentos como éstos yo quería a mi abuela más que nunca.
—Abuela —dije—, en una noche oscura, ¿cómo puede una bruja oler la diferencia entre un niño y una persona mayor? —Porque las personas mayores no despiden oleadas fétidas —dijo—. Sólo los niños apestan. —Pero yo no despido oleadas fétidas realmente, ¿verdad que no? Yo no estoy apestando ahora mismo, ¿verdad que no? —Para mí, no —dijo ella—. Para mí hueles a frambuesas con nata. Pero, para una bruja olerías absolutamente fatal. —¿A qué olería? —pregunté. —A caca de perro —dijo. Yo me eché hacia atrás. Estaba aturdido. —¿Caca de perro? —grité—. ¡Yo no huelo a caca de perro! ¡No te creo! ¡No te creeré! —Más aún —dijo mi abuela, con cierto regodeo—, para una bruja olerías a caca de perro fresca. —¡Eso no es cierto, simplemente! —grité—. Yo sé que no huelo a caca de perro, ¡ni rancia ni fresca! —De nada sirve discutirlo —dijo mi abuela—. Es una realidad de la vida.
Yo estaba indignado. Sencillamente, no podía creer lo que mi abuela me estaba diciendo. —Así que si ves a una mujer tapándose la nariz al cruzarse contigo en la calle —continuó—, esa mujer puede muy bien ser una bruja.
Decidí cambiar de tema. —Dime en qué más cosas debo fijarme —dije. —En los ojos —dijo ella—. Míralas cuidadosamente a los ojos, porque los ojos de una BRUJA DE VERDAD son diferentes de los tuyos y de los míos. Mírala en el centro de cada ojo, donde normalmente hay un puntito negro. Si es una bruja, el puntito negro cambiará de color, y verás fuego o verás hielo bailando justo en el centro de ese punto. Te darán escalofríos por todo el cuerpo.
Mi abuela se recostó en su sillón y chupó con satisfacción su maloliente puro negro. Yo estaba sentado en el suelo, mirándola fijamente, fascinado. Ella no sonreía. Estaba mortalmente seria.
—¿Hay más cosas? —pregunté. —Claro que hay otras cosas. Parece que no comprendes que, en realidad, las brujas no son mujeres. Parecen mujeres. Hablan como las mujeres. Y pueden actuar como las mujeres. Pero, de hecho, son seres completamente diferentes. Son demonios con forma humana. Por eso tienen garras y las cabezas calvas y narices raras y ojos extraños, todo lo cual tienen que disimular lo mejor que pueden delante del resto del mundo.
—¿Qué más es diferente en ellas, abuela? —Los pies —dijo—. Las brujas nunca tienen dedos en los pies. —¿Que no tienen dedos? —grité—. Entonces, ¿qué tienen? —Simplemente, tienen pies —dijo mi abuela—. Sus pies son cuadrados y sin dedos. —¿Eso hace difícil andar? —En absoluto —contestó ella—. Pero les crea problemas con los zapatos. A todas las señoras les gusta llevar zapatos pequeños y bastante puntiagudos, pero las brujas, que tienen los pies muy anchos y cuadrados en las puntas, lo pasan fatal estrujando sus pies para conseguir meterlos en esos zapatitos puntiagudos. —¿Y por qué no llevan zapatos anchos y cómodos, con las puntas cuadradas? —pregunté. —No se atreven —contestó—. Lo mismo que tienen que esconder su calvicie con una peluca, también tienen que esconder sus horribles pies de bruja metiéndolos en unos zapatos bonitos. —¿Y no es terriblemente incómodo? —dije. —Extraordinariamente incómodo —dijo ella—. Pero tienen que aguantarse. —Si llevan zapatos normales, eso no me servirá para reconocer a una bruja, ¿verdad, abuela? —Me temo que no —dijo—. Quizá podrías notar que cojea ligeramente, pero sólo si estuvieses observándola atentamente.

Especial Halloween : Las Brujas (II) , de Roald Dahl

©Unknown

—¿Son ésas las únicas diferencias, abuela? —Hay una más —dijo ella—. Sólo una más. —¿Cuál es, abuela? —Su saliva es azul. —¡Azul! —exclamé—. ¡No puede ser! ¡Su saliva no puede ser azull —Azul como el arándano. —¡No lo dices en serio, abuela! ¡Nadie puede tener la saliva azul! —Las brujas sí —dijo. —¿Es como tinta? —pregunté. —Exactamente —dijo—. Hasta la usan para escribir. Usan esas plumas antiguas que tienen plumín y no tienen más que lamer el plumín. —¿Se puede ver la saliva azul, abuela? Si una bruja me hablara, ¿yo podría verla? —Solamente si miraras con mucho cuidado —dijo mi abuela—. Si miraras con mucho cuidado, probablemente verías un ligero tono azulado en sus dientes. Pero no se nota mucho. —Se vería si escupiera —dije. —Las brujas nunca escupen —dijo ella—. No se atreven.
No podía creer que mi abuela me estuviese mintiendo. Ella iba a la iglesia todas las mañanas y rezaba antes de cada comida, y alguien que hacía eso nunca diría mentiras. Estaba empezando a creer todo lo que decía.
—Así que ya lo sabes —dijo mi abuela—. Eso es prácticamente todo lo que puedo decirte. Ninguna de esas cosas es muy útil. Nunca puedes estar absolutamente seguro de si una mujer es una bruja o no, sólo con mirarla. Pero si lleva guantes, si tiene los agujeros de la nariz grandes, los ojos extraños y su pelo tiene aspecto de ser una peluca, y si, además, sus dientes tienen un tono azulado... si tiene todas esas cosas, entonces, sal corriendo como un loco.
—Abuela —dije—, cuando tú eras pequeña, ¿viste alguna vez a una bruja? —Una vez —dijo mi abuela—. Sólo una vez. —¿Qué pasó? —No te lo voy a contar —dijo—. Te daría un miedo horrible y tendrías pesadillas. —Por favor, cuéntamelo —rogué. —No —dijo ella—. Ciertas cosas son demasiado horribles para hablar de ellas. —¿Tiene algo que ver con el pulgar que te falta? —pregunté.
De repente, sus labios arrugados se cerraron con fuerza y la mano que sostenía el puro (la mano a la que le faltaba el dedo pulgar) empezó a temblar muy levemente. Esperé. Ella no me miró. No habló. De pronto se había encerrado en sí misma completamente. Se había terminado la conversación.
—Buenas noches, abuela —dije, levantándome del suelo y besándola en la mejilla. No se movió. Salí despacito de la habitación y me fui a mi cuarto.
4. La Gran Bruja
Al día siguiente, vino a casa un hombre de traje negro, que llevaba un maletín, y mantuvo una larga conversación con mi abuela en el cuarto de estar. No me dejaron entrar mientras estuvo allí, pero cuando, al fin, se marchó, mi abuela se acercó a mí andando muy despacio y con una expresión muy triste. —Ese hombre me ha leído el testamento de tu padre —dijo. —¿Qué es un testamento? —le pregunté. —Es una cosa que escribes antes de morir —dijo—. En él dices a quién dejas tu dinero y tus bienes. Y lo más importante de todo, dices quién debe cuidar a tu hijo, si el padre y la madre han muerto.
Me entró un pánico horrible. —¿Decía que tú, abuela? —grité—. No tengo que irme con alguna otra persona, ¿verdad? —No —dijo—. Tu padre no haría eso nunca. Me pide que cuide de ti mientras viva, pero también me pide que te lleve a tu propia casa en Inglaterra. Quiere que nos quedemos a vivir allí. —Pero, ¿por qué? —dije—. ¿Por qué no podemos quedarnos en Noruega? ¡A ti te espantaría vivir en cualquier otro sitio! ¡Tú me lo has dicho! —Sí, lo sé —dijo—. Pero hay un montón de complicaciones con el dinero y con la casa que no podrías entender. Además, el testamento decía que aunque toda tu familia es noruega, tú has nacido en Inglaterra y has empezado a educarte allí y él quiere que sigas yendo a colegios ingleses. —¡Oh, abuela! —grité—. ¡Tú no quieres irte a vivir a nuestra casa de Inglaterra! ¡Yo sé que no! —Claro que no —dijo—. Pero me temo que tengo que hacerlo. El testamento dice que tu madre opinaba lo mismo, y es importante respetar la voluntad de los padres. No había escapatoria. Teníamos que irnos a Inglaterra y mi abuela empezó a hacer los preparativos en seguida. —Tu próximo trimestre escolar empieza dentro de unos días —dijo—, así que no tenemos tiempo que perder.
La noche antes de salir para Inglaterra, mi abuela volvió a sacar su tema preferido. —En Inglaterra no hay tantas brujas como en Noruega —dijo. —Estoy seguro de que no me encontraré a ninguna —dije. —Sinceramente espero que no —dijo—, porque esas brujas inglesas son las más crueles del mundo entero.
Mientras ella estaba allí sentada, fumando su maloliente puro y charlando, yo no dejaba de mirarle la mano a la que le faltaba el pulgar. No podía remediarlo. Me fascinaba y no paraba de preguntarme qué cosas espantosas le habrían sucedido aquella vez en que se encontró a una bruja. Tenía que haber sido algo verdaderamente espeluznante y aterrador, porque, de lo contrario, me lo habría contado. Puede que la hubieran retorcido el pulgar hasta arrancárselo, O quizá le habían obligado a meter el dedo por el pitorro de una cafetera hirviendo hasta que se le coció. ¿O se lo arrancaron de la mano como se hace con una muela? No podía remediar el intentar adivinarlo.
—Dime qué hacen esas brujas inglesas, abuela. —Bueno —dijo ella, chupando su apestoso puro—, su artimaña favorita es preparar unos polvos que convierten a un niño en algún bicho que todos los mayores odian. —¿Qué clase de bicho, abuela? —Muchas veces es una babosa —dijo ella—. Una babosa es uno de sus preferidos. Entonces los mayores pisan a la babosa y la espachurran sin saber que es un niño. —¡Eso es absolutamente bestial! —exclamé.
—También puede ser una pulga —dijo mi abuela—. Pueden convertirte en una pulga y, sin darse cuenta de lo que pasa, tu madre echaría insecticida y adiós. —Me estás poniendo nervioso, abuela. Creo que no quiero volver a Inglaterra.
—Sé de brujas inglesas —continuó ella— que han convertido a niños en faisanes y luego los han soltado en el bosque justo el día antes de que empezara la temporada de caza del faisán. —¡Aug! —dije—. ¿Y les matan? —Claro que les matan. Y luego les quitan las plumas y los asan y se los comen para cenar. Me imaginé a mí mismo convertido en faisán, volando desesperadamente por encima de los hombres con escopetas, girando y bajando, mientras las escopetas disparaban. —Sí —dijo mi abuela—, a las brujas inglesas les encanta contemplar a los mayores cargándose a sus propios niños. —De verdad que no quiero ir a Inglaterra, abuela. —Claro que no. Ni yo tampoco. Pero no tenemos más remedio.
—¿Las brujas son diferentes en cada país? —pregunté. —Completamente distintas —contestó—. Pero no sé mucho sobre las de otros países. —¿Ni siquiera sabes sobre las de Estados Unidos? —No mucho —contestó—. Aunque he oído decir que allí las brujas son capaces de hacer que los mayores se coman a sus propios hijos. —¡Nunca! —grité—. ¡Oh, no, abuela! ¡Eso no puede ser cierto! —Yo no sé si es cierto o no —dijo ella—. Sólo es un rumor que he oído. —Pero, ¿cómo es posible que les hagan comerse a sus propios hijos? —pregunté. —Convirtiéndolos en perritos calientes. Eso no debe ser demasiado difícil para una bruja lista.

Especial Halloween : Las Brujas (II) , de Roald Dahl

©Unknown

—¿Todos, todos los países tienen sus brujas? —pregunté. —En cualquier sitio donde haya gente, hay brujas —dijo mi abuela—. Hay una Sociedad Secreta de las Brujas en cada país. —¿Y se conocen todas, abuela? —No. Una bruja sólo conoce a las brujas de su país. Está terminantemente prohibido comunicarse con las brujas extranjeras. Pero una bruja inglesa, por ejemplo, conoce a todas las demás brujas de Inglaterra. Todas son amigas. Se llaman por teléfono. Intercambian recetas mortales. Dios sabe de qué más hablan. No quiero ni pensarlo.
Yo estaba sentado en el suelo, observando a mi abuela. Dejó el puro en el cenicero y cruzó las manos sobre su estómago.
—Una vez al año —continuó—, las brujas de cada país por separado celebran una reunión secreta. Se reúnen en un sitio para escuchar un discurso de La Gran Bruja del Mundo Entero. —¿De quién? —grité. —Es la que las dirige a todas —dijo mi abuela—. Es todopoderosa. No tiene compasión. Todas las demás la tienen un pánico mortal. La ven sólo una vez al año en su Congreso Anual. Va allí a provocar emoción y entusiasmo y a dar órdenes. La Gran Bruja viaja de un país a otro para asistir a estos Congresos Anuales.
—¿Dónde tienen estas reuniones, abuela? —Hay toda clase de rumores —contestó mi abuela—. He oído decir que reservan habitaciones en un hotel como cualquier otro grupo de mujeres que vayan a celebrar una reunión. También he oído decir que pasan cosas rarísimas en los hoteles donde se hospedan. Se rumorea que nunca duermen en las camas, que hay señales de quemaduras en las alfombras de las habitaciones, que se encuentran sapos en las bañeras, y que en la cocina, el cocinero se encontró una vez a un cocodrilo pequeñito nadando en la olla de la sopa.
Mi abuela volvió a coger su puro y dio otra chupada, inhalando el asqueroso humo hasta el fondo de los pulmones.
—¿Dónde vive La Gran Bruja cuando está en casa? —pregunté. —Nadie lo sabe —dijo—. Si lo supiéramos, podríamos desarraigarla y destruirla. Los brujófilos del mundo entero se han pasado la vida tratando de descubrir el cuartel general secreto de La Gran Bruja. —¿Qué es un brujófilo, abuela? —Una persona que estudia a las brujas y sabe mucho sobre ellas —dijo mi abuela. —¿Tú eres una brujófila, abuela? —Soy una brujófila retirada —dijo—. Ya soy demasiado vieja para estar en activo. Pero cuan do era más joven, viajé por todo el mundo intentando seguir la pista de La Gran Bruja. Ni siquiera estuve cerca de conseguirlo.
—¿Es rica? —pregunté. —Está nadando en dinero —dijo—. Corre el rumor de que tiene una máquina en su cuartel general exactamente igual a la máquina que usa el gobierno para imprimir los billetes que utilizamos. Después de todo, los billetes de banco sólo son pedazos de papel con dibujos y figuras especiales. Cualquiera que tenga la máquina y el papel adecuados puede hacerlos. Yo me imagino que La Gran Bruja hace todo el dinero que quiere y se lo reparte a las brujas de todas partes. —¿Y cómo hace el dinero extranjero? —pregunté. —Esas máquinas pueden hacer hasta dinero chino si quieres —dijo ella—. Es sólo cuestión de apretar el botón indicado.
—Pero, abuela —dije—, si nadie ha visto a La Gran Bruja, ¿cómo puedes estar tan segura de que existe? Mi abuela me lanzó una mirada muy seria. —Nadie ha visto nunca al diablo —dijo—, pero sabemos que existe.
A la mañana siguiente, zarpamos para Inglaterra y pronto estuve de nuevo en la vieja casa familiar en Kent, pero esta vez solamente estaba mi abuela para cuidarme. Luego empezó el segundo trimestre y yo iba al colegio todos los días y todo parecía haber vuelto a la normalidad.
Al final de nuestro jardín había un enorme castaño, y en lo alto, entre sus ramas, Timmy (mi mejor amigo) y yo habíamos empezado a construirnos una magnífica casita. Solamente podíamos trabajar en ella los fines de semana, pero avanzábamos bastante. Empezamos por el suelo, colocando unos tablones anchos entre dos ramas muy separadas y clavándolos en ellas. Al cabo de un mes, habíamos terminado el suelo. Entonces pusimos una barandilla de madera todo alrededor y ya sólo nos quedaba hacer el tejado. El tejado era lo más difícil.
Un sábado por la tarde, cuando Timmy estaba en la cama con gripe, decidí empezar el tejado yo solo. Se estaba fenomenal allí arriba, a solas con las pálidas hojas nuevas, que estaban brotando todo a mi alrededor. Era como estar en una cueva verde. Y la altura lo hacía doblemente emocionante. Mi abuela me había dicho que, si me caía, me rompería una pierna y cada vez que miraba abajo, me recorría un escalofrío por la espalda.
Trabajé mucho, clavando el primer tablón del tejado. Luego, de repente, por el rabillo del ojo, vi a una mujer que estaba de pie justo debajo de mí. Me estaba mirando y sonreía de un modo muy extraño. Cuando la mayoría de la gente sonríe, sus labios se abren hacia los lados. Los de esta mujer se abrían hacia arriba y hacia abajo, enseñando todos los dientes de delante y las encías. Las encías parecían carne cruda.
Siempre es un choque descubrir que te están observando cuando crees que estás solo. Y además, ¿qué hacía esta mujer en nuestro jardín? Noté que llevaba un sombrerito negro y unos guantes negros que le llegaban hasta el codo.
¡Guantes! ¡Llevaba guantes! Me quedé helado.
—Tengo un regalo para ti —dijo, mirándome fijamente, sonriendo aún y enseñando los dientes y las encías. Yo no contesté. —Baja del árbol, chiquillo —dijo—, y te daré el regalo más emocionante que has tenido en tu vida. Su voz tenía un sonido metálico y raspante, como si tuviera la garganta llena de alfileres. Sin apartar sus ojos de mi cara, metió muy despacio una mano enguantada en su bolso y sacó una pequeña serpiente verde. La sostuvo en alto para que yo la viera. —Está domesticada —dijo. La serpiente empezó a enroscarse en su brazo. Era de un verde brillante. —Si bajas aquí, te la daré —dijo.
Oh, abuela, pensé, ¡ven a ayudarme!
Entonces me entró el pánico. Me puse a trepar por aquel enorme árbol como si fuera un mono. No me detuve hasta que llegué a lo más alto que podía, y me quedé allí, temblando de miedo. Ya no podía ver a la mujer. Entre ella y yo había muchas capas de ramas. Me quedé allí arriba durante muchas horas y permanecí muy quieto. Empezó a oscurecer. Al fin, oí la voz de mi abuela, llamándome. —Estoy aquí arriba —grité. —¡Baja ahora mismo! —gritó ella—. Ya ha pasado la hora de cenar. —¡Abuela! —grité—. ¿Se ha ido ya esa mujer? —¿Qué mujer? —dijo. —¡La mujer de los guantes negros!
Hubo un silencio abajo. Era el silencio de alguien que está demasiado aturdido para poder hablar. —¡Abuela! —grité otra vez—. ¿Se ha ido? —Sí —contestó mi abuela al fin—. Se ha ido. Yo estoy aquí, cariño. Yo te protegeré. Baja ahora.
Bajé. Estaba temblando. Mi abuela me abrazó. —He visto una bruja —dije. —Vamos dentro —dijo—. Conmigo estarás bien. Me llevó a casa y me dio una taza de cacao con muchísimo azúcar. —Cuéntamelo todo —dijo. Se lo conté. Cuando terminé, era mi abuela la que estaba temblando. Su cara estaba del color de la ceniza y la vi echar una ojeada a su mano sin pulgar. —Ya sabes lo que esto significa —dijo—. Quiere decir que hay una de ellas en nuestro distrito. De ahora en adelante no voy a dejarte ir solo al colegio. —¿Crees que puede haberla tomado conmigo en particular? —pregunté. —No —dijo—. Lo dudo. Para esos seres un niño es igual a otro.
No es muy sorprendente que después de aquello yo me convirtiera en un niño muy consciente de las brujas. Si por casualidad me encontraba solo en la carretera y veía acercarse a una mujer que llevaba guantes, cruzaba rápidamente al otro lado. Y como el tiempo fue bastante frío durante todo ese mes, casi todas llevaban guantes. Sin embargo, curiosamente, nunca volví a ver a la mujer de la serpiente verde.
Esa fue mi primera bruja. Pero no fue la última.

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