Revista Cultura y Ocio

Especial Halloween : Las Brujas (VII) , de Roald Dahl

Por Arena

Especial Halloween : Las Brujas (VII) , de Roald Dahl

©Laura Hughes

13. El ratón ladrón
Mi abuela regresó apresuradamente a mi cuarto y me sacó al balcón. —¿Estás listo? —me preguntó—. Te voy a meter en el calcetín. —No sé si podré conseguirlo —dije—. Ahora soy sólo un ratoncito. —Lo conseguirás —dijo ella—. Buena suerte, mi vida. Me metió en el calcetín y empezó a descolgarme por fuera de la barandilla. Yo me acurruqué dentro del calcetín y contuve el aliento. A través del tejido de punto, veía claramente todo el panorama. Allá abajo, lejísimos, los niños que jugaban en la playa eran del tamaño de un escarabajo. El calcetín comenzó a balancearse a causa de la brisa. Miré hacia arriba y vi la cabeza de mi abuela asomando por encima de la barandilla.
—¡Ya casi estás allí! —gritó—. ¡Ya llegamos! ¡Despacio, suave! ¡Ya estás abajo! Noté un ligero golpe contra el suelo. —¡Entra! —gritó mi abuela—. ¡De prisa, de prisa, de prisa! ¡Registra la habitación!
Salté fuera del calcetín y entré corriendo en el cuarto de La Gran Bruja. Había el mismo olor rancio que yo había percibido en el Salón de Baile. Era el hedor de las brujas. Me recordaba al olor de los lavabos públicos de caballeros en las estaciones de ferrocarril.
Por lo que yo pude ver, la habitación estaba bastante ordenada. Por ninguna parte había el menor signo de que estuviese ocupada por alguien que no fuera una persona normal. Pero, claro, no podía haberlo. Ninguna bruja hubiera sido tan tonta como para dejar cualquier cosa sospechosa tirada por ahí, para que la viera una camarera del hotel. De pronto vi a una rana que daba saltos sobre la alfombra y luego desaparecía debajo de la cama. Yo también salté.
—¡Date prisa! —me llegó la voz de la abuela desde fuera—. ¡Coge el mejunje y sal de ahí!
Me puse a brincar por la habitación, tratando de registrarla, pero no era tan fácil. No podía abrir ningún cajón, por ejemplo. Tampoco podía abrir las puertas del gran armario. Dejé de brincar, me senté en el suelo y me puse a pensar. Si La Gran Bruja quería ocultar algo sumamente secreto, ¿dónde lo pondría? Seguro que no en un cajón corriente. Ni en el armario tampoco. Era demasiado evidente. Me subí a la cama de un salto, para ver bien toda la habitación. Eh, pensé, ¿por qué no debajo del colchón? Con mucho cuidado, me descolgué por el borde de la cama y me deslicé por debajo del colchón. Tuve que empujar fuerte para avanzar algo, pero seguí insistiendo. No veía nada. Estaba arrastrándome por debajo del colchón cuando, de pronto, mi cabeza chocó contra algo duro que había dentro del colchón. Lo palpé con la pata. ¿Podría ser un frasquito? Era un frasquito! Notaba su forma a través de la tela del colchón. Y, justo al lado, toqué otro bulto duro, y otro, y otro. La Gran Bruja debía de haber descosido la tela, colocado los frascos dentro, y luego haber vuelto a coserla. Empecé a roer furiosamente la tela del colchón sobre mi cabeza. Mis incisivos eran extraordinariamente afilados y no tardé mucho en hacer un pequeño agujero. Me metí dentro y agarré el frasco por el cuello. Lo empujé para que saliera por el agujero y luego salí yo.
Andando hacia atrás y arrastrando el frasco, conseguí llegar al borde del colchón. Hice rodar el frasco y lo dejé caer sobre la alfombra. Rebotó pero no se rompió. Salté de la cama. Examiné el frasquito. Era idéntico al que tenía La Gran Bruja en el Salón de Baile. Este tenía una etiqueta. FORMULA 86, ponía. RATONIZADOR DE ACCION RETARDADA. Debajo ponía: Este frasco contiene quinientas dosis. ¡Eureka! Me sentí muy satisfecho de mí mismo.
Tres ranas salieron de debajo de la cama dando saltitos. Se sentaron en la alfombra, mirándome con sus grandes ojos negros. Yo también las miré. Aquellos enormes ojos eran lo más triste que yo había visto. De pronto se me ocurrió que, casi con certeza, aquellas ranas habían sido niños en otro tiempo, antes de que La Gran Bruja se apoderara de ellos. Me quedé allí parado, agarrando el frasco y mirando a las ranas. —¿Quiénes sois? —les pregunté. En ese momento exacto, oí una llave en la cerradura, la puerta se abrió violentamente y entró La Gran Bruja. Las ranas se metieron debajo de la cama otra vez de un rápido salto. Yo las seguí como una flecha, sin soltar el frasquito, y corrí hacia la pared y me oculté detrás de una pata de la cama. Oí pasos sobre la alfombra. Asomé la cabeza y vi que las ranas estaban apiñadas debajo del centro de la cama. Las ranas no pueden esconderse como los ratones. Ni correr como los ratones. Lo único que saben hacer, las pobres, es saltar torpemente.
De repente, la cara de La Gran Bruja entró en mi campo de visión, mirando debajo de la cama. Rápidamente, metí la cabeza detrás de la pata de la cama. —Así que estáis ahí, rranitas mías —la oí decir—. Podéis quedarros donde estáis hasta que yo me acueste esta noche, luego os tirrarré porr la ventana y os comerrán las gaviotas. Entonces, a través del balcón abierto, se oyó la voz de mi abuela, fuerte y clara. —¡Date prisa, cielo! ¡Date prisa! ¡Más vale que salgas pronto de ahí! —¿Quién habla? —chilló La Gran Bruja. Me asomé otra vez y la vi acercarse al balcón. —¿Quién está en mi balcón? —refunfuñó—. ¿Quién es? ¿Quién se atrreve a entrrarr en mi balcón? Salió al balcón. —¿Qué hace esta lana aquí colgando? —la oí decir. —Ah, hola —dijo la voz de mi abuela—. Se me acaba de caer mi labor de punto. Pero no importa, porque tengo el otro extremo en la mano. Puedo subirla tirando del hilo. Gracias de todas formas. Me asombré de la tranquilidad de su voz. —¿Con quién hablaba usted ahorra mismo? —dijo La Gran Bruja, cortante—. ¿A quién le decía que se dierra prrisa y salierra rrápido? —Hablaba con mi nietecito —le oí contestar a mi abuela—. Lleva horas en el cuarto de baño y quiero que salga. Se sienta allí a leer libros y se olvida completamente de dónde está. ¿Tiene usted niños, querida? —¡No! —gritó La Gran Bruja, y volvió a entrar rápidamente en el cuarto, cerrando el balcón de un portazo.
Estaba atrapado. Me había cerrado la vía de escape. Estaba encerrado en aquel cuarto con La Gran Bruja y las tres aterrorizadas ranas. Yo estaba tan aterrorizado como ellas. Estaba seguro de que, si me encontraba, me arrojaría por el balcón para pasto de las gaviotas. Oí que llamaban con los nudillos en la puerta de la habitación. —¿Quién es ahorra? —gritó La Gran Bruja. —Somos las ancianas —contestó una voz tímida al otro lado de la puerta—. Son las seis y venimos a recoger los frasquitos que nos prometió Vuestra Grandeza. La vi cruzar el cuarto hacia la puerta. La abrió y entonces vi un montón de pies que empezaban a entrar en la habitación. Andaban despacio y titubeantes, como si las dueñas de esos pies tuvieran miedo de entrar. —¡Pasad! ¡Pasad! —chilló La Gran Bruja—. ¡No os quedéis ahí parradas en el pasillo! ¡No puedo perrderr toda la noche! Yo vi mi oportunidad. Salí de debajo de la cama y corrí como un rayo hacia la puerta. Salté por encima de varios pares de zapatos por el camino y en tres segundos estaba en el pasillo, apretando el valioso frasquito contra mi pecho. Nadie me había visto. No hubo gritos de: «¡Un ratón! ¡Un ratón!». Lo único que se oía eran las voces de las brujas ancianas balbuceando sus bobas alabanzas: «¡Qué amable es Vuestra Grandeza!» y todo lo demás. Corrí por el pasillo y luego escaleras arriba. En el quinto piso, fui otra vez por el pasillo hasta la puerta de mi cuarto. Gracias a Dios, no había nadie a la vista. Empecé a dar golpecitos en la puerta con el fondo del frasco. Tap, tap, tap, tap, tap, tap... tap, tap, tap... ¿Me oiría mi abuela? Pensé que tenía que oírme. El frasco hacía un ruido bastante fuerte cada vez que daba contra la puerta. Tap, tap, tap... tap, tap, tap... Con tal de que no viniera nadie por el pasillo... Pero la puerta no se abría. Decidí correr un riesgo. —¡Abuela! —grité todo lo fuerte que pude—. ¡Abuela! ¡Soy yo! ¡Ábreme! Oí sus pasos sobre la alfombra y se abrió la puerta. Entré como una flecha. —¡Lo conseguí! —grité, dando brincos—. ¡Lo tengo, abuela! ¡Mira, aquí está! ¡Un frasco entero! Ella cerró la puerta. Se agachó, me cogió y me acarició. —¡Ah, mi vida! —exclamó—. ¡Gracias a Dios que estás a salvo!
Cogió el frasquito y leyó la etiqueta en voz alta. —Fórmula 86. Ratonizador de Acción Retardada. ¡Este frasco contiene quinientas dosis! ¡Eres estupendo, chiquillo! ¡Eres una maravilla! ¡Asombroso! ¿Cómo demonios conseguiste salir de su cuarto? —Me escapé cuando entraron las brujas ancianas —le dije—. Fue todo un poco espeluznante, abuela. No me gustaría tener que repetirlo. —¡Yo también la he visto! —dijo ella. —Lo sé, abuela. Os oí hablar. ¿No crees que es absolutamente horrenda? —Es una asesina —dijo mi abuela—. ¡Es la mujer más malvada del mundo entero! —¿Viste su máscara? —pregunté. —Es asombrosa —dijo mi abuela—. Es exactamente igual que una cara de verdad. Aunque yo sabía que era una máscara, no veía la diferencia. ¡Oh, cielo mío! ¡Creí que nunca te volvería a ver! ¡Estoy tan contenta de que escaparas!
14. Presentación de Bruno al Sr. y la Sra. Jenkins
Mi abuela me llevó a su habitación y me puso sobre la mesa. Colocó el valioso frasco a mi lado. —¿A qué hora van a cenar esas brujas en el comedor? —preguntó. —A las ocho— dije. Ella miró su reloj. —Ahora son las seis y diez —dijo—. Tenemos hasta las ocho para planear nuestro próximo paso. De pronto, su mirada se posó sobre Bruno, que seguía en el frutero. Ya se había comido tres plátanos y estaba empezando el cuarto. Se había puesto inmensamente gordo. —Ya basta —dijo mi abuela, levantándole del frutero y dejándole encima de la mesa—. Creo que es hora de devolver a este niño al seno familiar. ¿No estás de acuerdo, Bruno? Bruno la miró ceñudo. Yo nunca había visto a un ratón fruncir el ceño, pero Bruno logró hacerlo. —Mis padres me dejan comer todo lo que quiero —dijo—. Prefiero estar con ellos que con usted. —Es natural —dijo mi abuela—. ¿Sabes dónde podrían estar tus padres en este momento? —Estaban en la Sala no hace mucho —dije yo—. Les vi sentados allí cuando pasamos corriendo para venir aquí. —Bien —dijo mi abuela—. Vamos a ver si están allí todavía. ¿Quieres venir tú también? —añadió, mirándome. —Sí, por favor —contesté. —Os pondré a los dos en mi bolso —dijo ella—. Quedaros calladitos y escondidos. Si tenéis que asomaros de vez en cuando, no sacad más que el hocico. Su bolso era grande y voluminoso, de piel negra, con un broche de carey. Nos cogió a Bruno y a mí y nos metió dentro. —No cerraré el broche —dijo—. Pero tened cuidado de que no os vean. Yo no tenía intención de quedarme escondido. Quería verlo todo. Me metí en un bolsillo lateral dentro del bolso, cerca del broche, y desde allí podía asomar la cabeza siempre que quisiera.
—Eh —dijo Bruno—. Déme el resto del plátano que estaba comiendo. —Oh, bueno —dijo mi abuela—. Lo que sea con tal de que te calles. Echó el plátano medio comido dentro del bolso, se colgó éste del brazo y salió de la habitación. Recorrió el pasillo dando golpecitos con su bastón.
Bajamos en el ascensor a la planta baja y atravesamos el Salón de Lectura, camino de la Sala. Allí estaban, efectivamente, el señor y la señora Jenkins, sentados en un par de butacas con una mesita baja de cristal entre los dos. Había varios otros grupos de personas, pero los Jenkins eran la única pareja que estaba sola. El señor Jenkins estaba leyendo el periódico. La señora Jenkins estaba haciendo una labor de punto, grande, de color mostaza. Sólo mis ojos y mi nariz sobresalían del cierre del bolso, pero tenía una vista estupenda. Lo veía todo.

Especial Halloween : Las Brujas (VII) , de Roald Dahl

©Iban Barrenetxea

Mi abuela, vestida de encaje negro, cruzó la Sala golpeando el suelo con su bastón y se detuvo delante de la mesa de los Jenkins. —¿Son ustedes el señor y la señora Jenkins? —preguntó. El señor Jenkins la miró por encima de las páginas de su periódico y arrugó el entrecejo. —Sí —dijo—. Soy el señor Jenkins. ¿En qué puedo servirla, señora? —Me temo que tengo que darle una noticia bastante alarmante —dijo ella—. Se trata de su hijo, Bruno. —¿Qué pasa con Bruno? —dijo el señor Jenkins. La señora Jenkins levantó la vista, pero continuó haciendo punto. —¿Qué ha hecho ahora ese granujilla? —dijo el señor Jenkins—. Una incursión en la cocina, supongo. —Es algo peor que eso —dijo mi abuela—. ¿Podríamos ir a algún sitio más privado para que se lo cuente? —¿Privado? —dijo el señor Jenkins—. ¿Por qué tenemos que estar en privado? —No me resulta fácil explicarle lo que ha pasado —contestó mi abuela—. Preferiría que subiéramos a su habitación y nos sentáramos, antes de decirle más. El señor Jenkins bajó el periódico. La señora Jenkins dejó de hacer punto. —No quiero subir a mi habitación, señora —dijo el señor Jenkins—. Estoy muy bien aquí, muchas gracias. Era un hombre grande y tosco que no estaba acostumbrado a que le dijeran lo que tenía que hacer. —Haga el favor de decir lo que sea y luego déjenos solos —añadió. Habló como si se dirigiera a alguien que estuviese intentando venderle una aspiradora en la puerta de su casa. Mi pobre abuela, que había hecho todo lo posible por ser amable con ellos, empezó a enojarse también. —No podemos hablar aquí —dijo—. Hay demasiada gente. Se trata de un asunto muy personal y delicado. —Hablaré donde me dé la gana, señora —dijo el señor Jenkins—. Venga, ¡suéltelo! Si Bruno ha roto una ventana o le ha estrellado las gafas, yo pagaré los daños, ¡pero no pienso moverme de esta butaca!
Uno o dos de los grupos que había en la sala empezaron a mirarnos.
—Además, ¿dónde está Bruno? —dijo el señor Jenkins—. Dígale que venga aquí a verme. —Ya está aquí —dijo mi abuela—. Está en mi bolso. Dio unos golpecitos en su bolso, grande y blando, con el bastón. —¿Qué rayos quiere decir con que está en su bolso? —gritó el señor Jenkins. —¿Está usted tratando de gastarnos una broma? —dijo la señora Jenkins, muy estirada. —Esto no es ninguna broma —dijo mi abuela—. Su hijo ha sufrido un desafortunado accidente. —Siempre está sufriendo accidentes —dijo el señor Jenkins—. Come demasiado y luego padece de gases. Debería oírle después de cenar. ¡Parece una orquesta de viento! Pero con una buena dosis de aceite de ricino se pone bien en seguida. ¿Dónde está ese bribón? —Ya se lo he dicho —contestó mi abuela—. Está en mi bolso. Pero realmente creo que sería mejor que fuéramos a un sitio privado antes de presentárselo en su estado actual. —Esta mujer está loca —dijo la señora Jenkins—. Dile que se vaya. —El hecho es que su hijo Bruno ha sido transformado drásticamente —dijo mi abuela. —¡Transformado! —gritó el señor Jenkins—. ¿Qué diablos significa transformado? —¡Vayase! —dijo la señora Jenkins—. ¡Es usted una vieja estúpida! —Estoy tratando de decirles, lo más suavemente que puedo, que Bruno está realmente en mi bolso —dijo mi abuela—. Mi propio nieto las vio hacerlo. —¿Vio a quién hacer qué, por Dios santo? —gritó el señor Jenkins. Tenía un bigote negro que subía y bajaba cuando él gritaba. —Vio a las brujas convertirle en un ratón —dijo mi abuela. —Llama al director, querido —le dijo la señora Jenkins a su marido—. Haz que echen del hotel a esta loca.
En ese momento, a mi abuela se le acabó la paciencia. Rebuscó en su bolso y encontró a Bruno. Lo sacó y lo dejó sobre la mesa de cristal. La señora Jenkins echó una ojeada al gordo ratoncito pardo, que todavía estaba masticando un pedacito de plátano, y pegó un alarido que hizo vibrar la araña de cristal del techo. Salió disparada de su butaca, chillando. —¡Es un ratón! ¡Retíralo! ¡No los soporto! —Es Bruno —dijo mi abuela. —¡Vieja descarada y odiosa! —gritó el señor Jenkins. Se puso a darle papirotazos a Bruno con el periódico, intentando echarlo de la mesa. Mi abuela se lanzó hacia adelante y logró cogerlo antes de que lo tirara al suelo. La señora Jenkins seguía pegando berridos y el señor Jenkins nos amenazaba gritando. —¡Fuera de aquí! ¿Cómo se atreve a asustar a mi mujer de esta manera? ¡Llévese de aquí a su asqueroso ratón ahora mismo! —¡Socorro! —chillaba la señora Jenkins. Su cara se había puesto del color de la panza de un pescado. —Bueno, yo hice lo que pude —dijo mi abuela. Con esas palabras, dio media vuelta y salió de la sala, llevándose a Bruno.
15. El plan
Cuando volvimos a su cuarto, mi abuela nos sacó de su bolso a Bruno y a mí y nos puso encima de la mesa. —¿Por qué demonios no hablaste y le dijiste a tu padre quién eras? —le preguntó a Bruno. —Porque tenía la boca llena —dijo él. Saltó inmediatamente al frutero y siguió comiendo. —Qué niño más desagradable eres —le dijo mi abuela. —Niño, no —dije yo—. Ratón. —Tienes razón, cielo. Pero ahora no tenemos tiempo de preocuparnos de él. Tenemos que hacer planes. Dentro de una hora y media aproximadamente, todas las brujas bajarán a cenar al comedor. ¿Verdad? —Verdad —dije. —Y hay que darles una dosis de Ratonizador a cada una —dijo—. ¿Cómo rayos vamos a hacerlo? —Abuela, creo que olvidas que un ratón puede entrar en sitios donde no pueden entrar las personas. —Eso es cierto —dijo—. Pero ni siquiera un ratón puede pasearse por la mesa, llevando un frasco y rociando la carne asada de las brujas con Ratonizador, sin que le vean. —No pensaba hacerlo en el comedor —dije. —Entonces, ¿dónde? —preguntó ella. —En la cocina, cuando estén preparando su cena.
Mi abuela me contempló. 
—Mi querido chiquillo —dijo lentamente—, creo que convertirte en un ratón ha duplicado tu capacidad mental. —Un ratoncito puede corretear entre los cacharros de la cocina, sin que nadie le vea, si tiene mucho cuidado. —¡Brillante! —exclamó ella—. ¡Creo que ésa es la idea! —El único problema —dije— es cómo voy a saber qué comida es para ellas. No quiero echarlo en otra olla por equivocación. Sería desastroso que me equivocara y convirtiera en ratones a todos los huéspedes, y sobre todo, a ti, abuela. —Entonces, tendrás que colarte en la cocina, encontrar un buen escondite y esperar... y escuchar. Quédate en un rinconcito oscuro, escuchando y escuchando todo lo que digan los cocineros... y, con un poco de suerte, alguien te dará una pista. Siempre que tienen que cocinar para un grupo grande, preparan su comida por separado. —De acuerdo —dije—. Eso es lo que haré. Me quedaré allí y escucharé, esperando un golpe de suerte. —Va a ser muy peligroso —dijo ella—. Nadie se alegra de ver a un ratón en una cocina. Si te ven, te aplastarán. —No dejaré que me vean. —No olvides que llevarás el frasco —dijo ella— y, por lo tanto, no podrás ser tan ágil y rápido. —Puedo correr bastante rápido sobre las patas traseras, sosteniendo el frasco con las delanteras —dije—. Acabo de hacerlo, ¿no recuerdas? Vine todo el camino desde el cuarto de La Gran Bruja con el frasco. —¿Y desenroscar el tapón? —dijo mi abuela—. Puede que eso te resulte difícil. —Voy a probar —dije. Cogí el frasquito y, utilizando las dos patas delanteras, comprobé que podía desenroscar el tapón con facilidad. —Estupendo —dijo mi abuela—. Realmente eres un ratón listísimo. Miró su reloj otra vez. —Son las siete y media —dijo—. Voy a bajar a cenar en el comedor llevándote en mi bolso. Te soltaré debajo de la mesa con el frasquito y, a partir de ahí, tendrás que arreglártelas tú solo. Tendrás que atravesar el comedor, sin ser visto, hasta llegar a la puerta de la cocina. Los camareros estarán entrando y saliendo por esa puerta continuamente. Tendrás que elegir el momento oportuno para colarte detrás de uno de ellos, pero, por amor de Dios, ten cuidado de que no te pisen o de que no te aplaste la puerta. —Procuraré que no —dije. —Y, pase lo que pase, no dejes que te cojan. —No sigas, abuela. Me estás poniendo nervioso. —Eres muy valiente. —dijo ella—. Y te quiero mucho. —¿Qué hacemos con Bruno? —le pregunté. Bruno me miró. —Voy con vosotros —dijo, con la boca llena de plátano—. ¡No me voy a quedar sin cenar! Mi abuela lo pensó un momento. —Te llevaré —le dijo— si prometes quedarte en mi bolso, muy calladito. —¿Me pasará usted comida? —preguntó Bruno. —Sí —dijo ella—, si prometes portarte bien. ¿Te gustaría a ti comer algo, cariño? —me preguntó. —No, gracias —contesté—. Estoy demasiado nervioso para comer y, además, tengo que estar en buena forma, espabilado y ligero, para la tarea que me espera. —Ciertamente es una gran tarea —dijo mi abuela—. Nunca harás otra mayor.

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