Defender la continuidad del Sistema Público de Pensiones, allí donde el esfuerzo político y social ha logrado implantarlo, no es un capricho ideológico, sino una muestra del más genuino instinto de conservación. Desde hace alrededor de un siglo, la experiencia y la cruda realidad han aconsejado que la prestación de servicios considerados básicos para la población, como la sanidad, la enseñanza y la protección social estén a cargo del Estado. Ya que es la única forma de garantizar la continuidad y universalidad de las prestaciones. Las pensiones son la columna vertebral del sistema, que en ningún caso deben ser abandonadas a la voracidad de los especuladores y otros delincuentes de guante blanco.
Enfrentada a la tesitura de emprender una larga travesía marítima, una persona en su sano juicio jamás aceptaría embarcarse en un frágil navío. Y mucho menos si el barco, en lugar de por una marinería competente, estuviera tripulado por una cuadrilla de tipos proclives a cagarse por las patas abajo al menor atisbo de galerna. Cuando lo que está en juego es nuestra vida, tanto la razón como el instinto de supervivencia aconsejan elegir compañeros de viaje fiables y no hacer caso a los profetas del Apocalipsis. Tonterías, las justas.
De idéntica manera, tampoco nadie en su sano juicio debería escuchar esos cantos de sirena ideológicos que invitan a trasladar las pensiones de jubilación desde la nave del Estado a las oscuras bodegas de los bergantines que trafican con fondos bursátiles. Pues la catadura y pericia de su tripulación inspiran poca confianza, como se ha puesto de manifiesto en el curso de la gravísima crisis económica que azota el mundo. Crisis que comenzó con la tormenta financiera provocada por las hipotecas subprime. Esos arrogantes gestores bancarios, que en tiempos de bonanza se pavonean por las cubiertas del barco, cuando la galerna arrecia son los primeros en huir como las ratas en los botes de salvamento, dejando a los pasajeros abandonados a su suerte.
En el otoño de 2008, las aguas se volvieron muy turbulentas en el océano económico. Flamantes transatlánticos de las finanzas, como la vetusta banca Lehman Brothers Holdings Inc, fundada en 1850, se fueron a pique. En esos días de turbulencia, los telegrafistas de los medios informativos no cesaban de transmitir pavorosas noticias: "Jornada negra"; "el crackfinanciero a la vuelta de la esquina"; "las Bolsas se desploman"; "pánico en los mercados", eran titulares recurrentes. Según dijo Jaime Caruana, a la sazón director del Departamento de Asuntos Monetarios del Fondo Monetario Internacional "en estos momentos hay cierto grado de miedo irracional en esta fase de la crisis financiera".
Así que esas orgullosas instituciones, que se presentaban ante la clientela con tanto empaque como presunción de eficacia indiscutible, son las que en plena crisis se vieron afectadas por el desplome —pérdida de aplomo—, el pánico —miedo extremado o terror producido por la amenaza de un peligro inminente, y que con frecuencia es colectivo y contagioso— e irracionalidad. Pues bien, en esos buques conducidos por tan dudosas tripulaciones es donde los cantos de las sirenas liberaloides nos invitan a arriesgar nuestro futuro de pensionistas.
No todos los países cuentan con un sistema público de pensiones de cobertura universal como, con todas sus imperfecciones, es el modelo que tenemos en España. Defender la continuidad del Sistema Público de Pensiones, allí donde el esfuerzo político y social ha logrado implantarlo, no es un capricho ideológico, sino una muestra del más genuino instinto de conservación. Desde hace alrededor de un siglo, la experiencia y la cruda realidad han aconsejado que la prestación de servicios considerados básicos para la población, como la sanidad, la enseñanza y la protección social estén a cargo del Estado. Ya que es la única forma de garantizar la continuidad y universalidad de las prestaciones.
El dogma neoliberal, que sostiene tercamente que el mercado asigna los recursos mejor que un sistema público democrático, tiene un rigor científico similar al de la Inmaculada Concepción. Dicho sea esto con el debido respeto hacia las concepciones y conceptos de cualquier índole, incluidas las ideológicas. Sólo que aquí estamos hablando de una materia tan delicada como nuestra supervivencia el día de mañana, cuando el natural declive biológico nos impida ganar el sustento por propia mano. Un asunto que no admite bromas.
Y mucho menos las que pretenden gastarnos esos charlatanes, a sueldo de los think tank neoconservadores, que pontifican sobre las virtudes del mercado con una mezcla de arrogancia, frivolidad y falta de rigor. Sobran debates metafísicos sobre la gravidez de la Mano Invisible, pues lo que urge remediar es la extrema gravedad de la situación a la que nos ha conducido la invisibilidad y opacidad de las finanzas, con sus operaciones off shorey resto de agujeros negros por donde se esfuma la riqueza.
Los propagandistas de la fe en la inversión privada incitan a la gente a contratar los fondos de pensiones con la banca privada. ¿Qué mayores garantías puede ofrecer un sistema privado de pensiones que uno público? "La pensión no depende de la pirámide de población, sino de la sabiduría de la inversión, especialmente si fue invertida por instituciones solventes en activos equilibrados y en monedas de confianza", afirman los predicadores neoliberales.
¿Qué instituciones financieras se pueden considerar solventes? Porque las bancarrotas no son exclusivas de la crisis actual. Recordemos los episodios protagonizados por Banca Catalana o Banesto, entidades, respectivamente, llevadas al borde de la quiebra por personajes de apariencia tan respetable como Jordi Pujol y Mario Conde.
Aprendamos del caso del banco Barings, que lucía la divisa by appointement of Her Majesty the Queen al tener depositados en sus cajas una parte de sus ahorros nada menos que la reina Isabel II de Inglaterra. A finales de febrero de 1995, esta centenaria casa de banca se hundió a resultas de una de esas arriesgadas operaciones que suelen realizar los brokers en el volátil mercado "de futuros". El colapso del Barings agravó la extrema debilidad de la peseta, la lira y la libra, puso en evidencia la teoría de la inversión en monedas e instituciones y, lo que es mucho más grave, además de los respetables ahorros de Su Graciosa Majestad, hizo peligrar el patrimonio de varios ayuntamientos británicos, fundaciones benéficas y fondos de pensiones.
Incapaces para detectar el crash financiero que guardaban en el cajón del escritorio, los servicios de estudios de las entidades bancarias se atrevían, sin embargo, a predecir el derrumbe de los sistemas públicos de pensiones ¡nada menos que a treinta años vista! "El futuro resulta un tanto descorazonador: en 2040, el 16% del PIB español se dedicará a las pensiones de vejez", decían en tono apocalíptico.
Sorprende que a esos expertos no se les hubiera ocurrido plantear otra hipótesis de quiebra cuya probabilidad era mucho más alta. La de que unos bancos estadounidenses decidieran ofrecer a millones de trabajadores que sólo ganan 10.000 euros al año una hipoteca, sin ninguna señal y sin tener que pagar nada durante los dos primeros años, para que se compre una casa de 525.000 euros. Para, acto seguido, empaquetar, de cien en cien, esas hipotecas en bonos para vendérselos a bancos y fondos de pensiones de todo el mundo. Todo ello, con el visto bueno —o complicidad— de respetables agentes hipotecarios y agencias de calificación que, como Moody's o Standard & Poors, otorgaron a ese tipo de operaciones la calificación más alta.
En este caso, habrían acertado de pleno, pudiendo predecir la debacle financiera desencadenada en 2007 por las hipotecas subprime, que condujo a la peor crisis económica global sufrida en el mundo desde la Gran Depresión de 1929.
Ahora, lo que de verdad le importa al ciudadano es que su pensión de jubilación, y con ella la seguridad de contar con un ingreso suficiente al llegar a la edad provecta, no se encuentre amenazada. Y esa amenaza surge de la funesta combinación de frivolidad académica liberal y codicia de los gestores financieros que se traduce en ineficacia de comportamiento de los mercados libres de control. Según se desprende del enunciado de Clausius para sistemas termodinámicos, abandonado a sí mismo, un sistema cerrado tiende a alcanzar su máximo estado de desorden. De manera similar, fuera de control, el sistema financiero ha alcanzado niveles de máximo desorden.
Una vívida imagen de ese desorden la ofreció el famoso reloj que registra la deuda de los Estados Unidos en la Bolsa de Nueva York, que se colapsó el 10 de octubre al quedarse sin dígitos para mostrar el pasivo de la mayor economía mundial: más de 10,2 billones de dólares (un trillón de dólares, en terminología anglosajona), alrededor de 7,4 billones de euros.
Abandonados a sí mismos, esto es, a la lógica estructural de la codicia, el resultado del comportamiento de los mercados no regulados era fácilmente previsible por una elemental aplicación de la teoría matemática de juegos. Pese a ello, la desregulación —otro estandarte de guerra neoliberal— ha regido la economía durante las últimas décadas. Un período durante el cual la literatura económica dominante y los grupos de presión se han dedicado a difundir los sagrados mandamientos del llamado Consenso de Washington. Mientras, los enfervorecidos talibanes ultraliberales hacían profesión de fe en el dogma del no intervencionismo profiriendo el grito sagrado: "Que el Estado saque sus sucias zarpas de mis asuntos".
Es patente que ningún hombre o mujer de negocios cree de forma sincera en la doctrina económica del liberalismo. A juzgar por la manera en que renuncian a poner en práctica los principios de la doctrina parece incluso que se avergonzaran de su fe libremercadista. Pese a lo cual, el mundo de los negocios mantiene una nutrida cuadra de propagandistas de la fe con el cometido deelaborar toda suerte de mantras liberales. Eso sí, los predicadores de esta iglesia —tan provista de doble moral como otras que por higiene no se nombran— propugnan en sus jaculatorias que el libre mercado se aplique a la mano de obra y a la protección social, pero que se proteja con subvenciones al gran capital.
Hay un rosario de voces críticas alzadas contra el hecho de que el Estado intervenga para solucionar una cuestión social de primerísimo orden: garantizar el derecho a la existencia de las personas que llegan al término de su carrera laboral. Lo que no se entiende bien es por qué esas mismas voces guardan un sospechoso silencio ante las continuas actuaciones del Estado para acudir con fondos públicos en socorro de banqueros y grandes empresarios en apuros.
Al comenzar la actual crisis, la industria del automóvil registró un acusado descenso en las ventas de vehículos. Sus propietarios no tardaron en solicitar ayudas al Estado, que acudió solícito con planes que subvencionaban parte del coste del coche al comprador. Otrosí dígase de las autopistas radiales de peaje de Madrid, construidas alegremente en los años de la burbuja económica en régimen de concesión a entidades privadas. Claramente sobredimensionadas, una vez puestas en servicio no se cumplieron, ni las previsiones de tráfico ni el coste de las expropiaciones. Entonces, cuando una concesionaria entra en quiebra, el Estado tiene que rescatar la concesión, con la consiguiente repercusión en el déficit público. Claro que, si los niveles de tráfico hubieran superado las expectativas incrementando las ganancias, éstas nunca habrían repercutido en las cuentas estatales.
Es costumbre generalizada en el mundo empresarial que, cuando llegan las vacas flacas, los mismos que en tiempos de bonanza piden que el Estado saque sus zarpas de sus asuntos”, acudan presurosos a presentarse con el culo en pompa ante los galenos del denostado Leviatánsuplicando que les apliquen inyecciones dinerarias. O mejor, un enema nacionalizador de cánula gorda. A la primera de cambio, estos mercachifles de tres al cuarto pasan de la arrogancia a un desmayo propio de ñoñas damiselas victorianas. Mientras que el Estado, por definición, está obligado a ser fuerte.
Para salvar al mundo de la crisis económica de 2008, la peor crisis ocurrida después de 1929, los gobiernos de los principales países, con el estadounidense a la cabeza, tuvieron que intervenir en los mercados inyectando astronómicas cantidades monetarias y nacionalizando, de forma más o menos explícita, buena parte de las principales entidades de banca privada. Con dinero, claro está, procedente de los impuestos que gravan los ingresos de las capas asalariadas de la población. Porque ya se sabe que los ricos no pagan impuestos.
Entonces, ningún liberal se rasgó las vestiduras ni arrojó ceniza sobre sus cabezas cuando, en 2008, los planes del Gobierno de España para inyectar liquidez y subsidiar con avales al sistema bancario supuso un contingente de 150.000 millones de euros, un 15% del PIB. ¿No era eso una flagrante intromisión de las zarpas estatales en el libre juego del mercado?
En definitiva ¿Qué deberíamos hacer con las pensiones de jubilación? ¿Prestar oídos a los que nos aconsejan ponerlas en manos privadas o seguir dejando que las garras de Leviatán las defiendan de la codicia financiera?
Muchos lectores recordarán al inolvidable humorista Miguel Gila protagonizando el anuncio de una bebida en uno de sus famosos diálogos telefónicos. Disertaba Gila sobre los zumos de naranja derivados de zumo concentrado, señalando lo absurdo que parecía todo ese proceso de concentración-desconcentración pudiendo envasar directamente el zumo exprimido de las naranjas. Un absurdo similar al que se produciría dejando las pensiones en manos de los especuladores. Pues, una vez que éstos hicieran naufragar el barco, algo que, como han demostrado, es una de las mejores operaciones que saben hacer, tendría que ser de nuevo el remolcador del Estado el que acudiera al rescate de los damnificados. Se comprenderá que, para ese viaje, es preferible dejar las cosas tal como están.(*)
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(*) Este texto es un fragmento del libro: