En su montaje, edificado sobre el humor, pasan efectivamente muchas cosas, y todas buenas además. Sobre una versión de Ana María Moix, Sanzol dibuja una versión luminosa de la obra de Beckett, en la que el texto es solo la punta del iceberg de una situación de permanente paradoja, con una pareja viendo como la vida transcurre y se modifica ante sus ojos mientras ellos esperan, inútilmente, a un personaje, Godot, que juega con su voluntad sin que sepan muy bien por qué ni para qué le aguardan. Sanzol ilumina el texto, que a mí sí me parece absurdo, y lo brinda limpio a los espectadores: sin dobleces, sin esquinas, desnudo y hermoso.
Para ello cuenta con cuatro + un actores (las breves intervenciones de Miguel Ángel Amor) que han comprendido la lectura de Sanzol; no en vano tres de ellos son habituales en sus montajes (siempre personales) y amigos del director, hablan su mismo lenguaje escénico e incluso comparten con él, como dijo en la presentación, el momento vital que le ha llevado a poner en pie esta obra. Son Juan Antonio Lumbreras, Paco Déniz y Pablo Vázquez que, junto a Juan Antonio Quintana (un admirable veterano de nuestro teatro, unido familiarmente a Sanzol), componen un afinadísimo cuarteto que convierte en comprensible el enrevesadamente circular texto de Beckett.
Con montajes como éste, el Centro Dramático Nacional justifica su existencia y cumple su labor social, educativa y cultural.