Hace mucho que estábamos esperando otro cuento. Pues dejemos de esperar y ¡a leer!
Esperando el anochecer
Drusila observaba los últimos rayos del sol desvanecerse en el horizonte. Los suaves rosados, con bordes violáceos, se convertían en tibios naranjas y cansados amarillos que se alejaban griseando. Una brisa fresca se levantó para barrer con las últimas luces del día. Quedó un hermoso hueco, una noche vacía para que las Moiras la llenaran de caprichos. Una noche en la que la luna no se animaría a salir.
Drusila se alejó de la ventana y fue hasta su habitación, se acostó en la cama y esperó. Poco a poco despertaron los ruidos y la vivienda se iluminó; las velas se encendían unas a otras y la casa se convirtió en día.
―Despierta, Dru ―dijo su madre en el vano de la puerta sin detenerse en su camino hacia la cocina.
―Vamos, perezosa―insistió su padre y dio unos golpes cariñosos a la puerta.
Drusila se levantó con lentitud y salió de su dormitorio. Antes de entrar en la cocina, extrajo una sonrisa del fondo de su alma y fue al encuentro de sus padres.
―Pues mira quién se ha levantado temprano ―dijo su madre al verla vestida, acercándose para estamparle un sonoro beso.
El desayuno no tuvo variación con respecto a todos los del último año. Drusila lo sorteó lo mejor posible y luego se dirigió a la escuela, sola. Las clases fueron aburridas, un repetido tedio vez tras vez. Drusila se lo pasó mirando por la ventana. El pueblo tenía tantas lámparas encendidas que parecía que no hubiera noche. Incluso había fogatas cada dos o tres calles.
―Debes prestar atención ―la llamó la maestra.
Drusila miró hacia el frente con una mirada tan vacía como la noche de luna nueva. Esa madrugada declinó jugar con sus amigos y volvió a su casa con paso cansado. Se excusó frente a sus padres, escondiéndose tras los deberes, y permaneció en su habitación.
Cuando la noche era más oscura, sus padres la alentaron a acostarse y ellos hicieron lo mismo. Drusila esperó a que se oyeran los ronquidos y salió al comedor. Llegó a la ventana justo cuando comenzaba a clarear. Contempló el amanecer pintar su blanca piel hasta que ya no pudo soportarlo más.
Se apartó de la ventana, pero siguió mirando hasta que sus ojos lloraron. El gran sol amarillo le apuñalaba los ojos, le volvían la vista borrosa, aun así ella se negaba a bajar la mirada. Hasta que no pudo más.
Se acurrucó en un rincón de sombras y miró los reflejos del sol en el piso. Esa vez creía que había soportado un poco más. Tal vez si siguiera haciéndolo volvería a ser como un año antes, cuando el pueblo vivía en el día.
Apretó las rodillas contra su pecho. Aunque los demás lo hubieran olvidado, ella lograría volver a esa vida, la verdadera. Cerró los ojos con fuerza, ahogando un gemido. Lágrimas bermejas recorrieron sus mejillas, mientras esperaba el próximo anochecer.
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