Revista Educación
Samuel Johnson, poeta, ensayista y biógrafo del siglo XVIII, catalogado por muchos críticos literarios como el hombre de letras más distinguido de la historia inglesa, hijo de un pobre librero, cuya vida es un ejemplo de superación y perseverancia por un sueño (dedicarse a ser escritor), a pesar de las dificultades económicas y las trabas profesionales que tuvo que superar en su camino, dijo en cierta ocasión: "Es necesario esperar, aunque la esperanza haya de verse siempre frustrada, pues la esperanza misma constituye una dicha, y sus fracasos, por frecuentes que sean, son menos horribles que su extinción".Coincido plenamente con Jonhson. La esperanza, la confianza de lograr o de que se realice un sueño, un objetivo, una meta que se desea, es una dicha en la vida, sin la cual nuestra existencia pierde gran parte de su sentido, no tanto biológico, como sí humanista, espiritual e intelectual. La esperanza alimenta de motivos nuestras acciones (motiva-acción), nos hace levantarnos cuando caemos, por frecuentes y duras que sean esas caídas, y nos impulsa a sacar lo mejor de nosotros/as mismos/as para hacer las cosas de una forma diferente cada vez que nos volvemos a poner de pie. Todo porque esperamos conseguir aquello que nos proponemos. La esperanza es sinónimo de confianza en nuestras posibilidades, de persistencia, de esfuerzo, de voluntad, de ilusión, de optimismo y, a su vez, antónimo de derrotismo, de pasividad, de hastío, de desilusión, de tirar la toalla... Por ello, la extinción de la esperanza, como decía Johnson, es quizás lo más horrible que nos pueda pasar. Mientras la esperanza se mantenga viva en nosotros/as seremos capaces de poner en marcha otras muchas competencias y actitudes, como la autonomía, la maestría y el propósito, que son básicas para nuestro desarrollo personal y profesional, y que "tirarán" de nuestra creatividad y de nuestros talentos innatos para generar, poco a poco, día a día, paso a paso, caída tras caída, la mejor versión de nosotros/as. En mi opinión, la esperanza es el martillo y el cincel que pule nuestro ser y lo convierte en su mejor versión posible. Lo dramático, es que la esperanza es algo personal e intransferible. Es decir, que no podemos comprar, prestar, donar o "inyectar" esperanza. Sólo de uno/a mismo/a depende el querer esperar, el desear esperar, el atreverse a esperar, el resistirse a esperar... Es cada cual quién decide si quiere tener esperanza, pero, paradójicamente, nadie toma de forma consciente la decisión de dejar de esperar. Simplemente, la esperanza se extingue, quizás fruto de que nos dejamos llevar por los estímulos externos (seguramente negativos), las dudas y las creencias limitantes, que terminan por invadirnos y enterrando nuestra esperanza. Hay que tener muy presente, por lo tanto, que nuestras acciones y omisiones pueden mermar las esperanzas de los demás, o por el contrario, y en lo que deberíamos centrarnos, alentarlas. Tenemos la suerte de que podemos -y debemos- sembrar esperanzas en los demás, sobre todo en los/as niños/as y jóvenes (labor de obligado cumplimiento y exigible a los/as educadores), a quienes debemos aportarles argumentos y evidencias para que confíen en sí mismos, algo que no se consigue corrigiendo constantemente errores sino potenciando virtudes. Debemos ineludiblemente dar un giro al sistema educativo para educar en la esperanza para evitarnos nuevas generaciones "NiNi", legiones de jóvenes sin propósito y sin metas en la vida más allá de ver pasar los días, que poco esperan de la sociedad y lo peor, de sí mismos/as. Cuidemos nuestra esperanza y la de los demás.