Con 61 años, Esperanza Aguirre deja la política activa para probar suerte en la empresa privada. Y para justificarse, afirma que siempre había pensado que la dedicación política no podía convertirse en una profesión, sino que debía considerarse una prestación temporal de servicio a la sociedad. Y sonríe, dibujando en su rostro ese medio círculo que caracteriza su imagen simpática. Esto es, precisamente, lo mejor que sabe hacer: decir lo que se le ocurre, aunque sea lo contrario de lo que hace, y mostrar a continuación una cara ingenua de inocencia. Sin embargo, a pesar de las apariencias, el personaje se las trae.
La expresidenta de la Comunidad de Madrid lleva toda su vida dedicada a la política, aunque ella se considere una amateur no profesional. Condesa consorte de Murillo y Grande de España, es licenciada en Derecho aunque nunca ejerció como tal, sino que prefirió la carrera funcionarial, accediendo como técnica, en 1976, al Ministerio de Información y Turismo, ocupando diversos puestos hasta 1979, en que da el salto a la política. Adscrita a la corriente de pensamiento aglutinada en torno al Club Liberal de Madrid, perteneció al extinto Partido Liberal hasta que, en 1983, formando parte de la Coalición Popular, es elegida concejal en el Ayuntamiento de Madrid. Desde entonces no para de ocupar cargos públicos, pero siempre desde una consideración “temporal”. El “Pepito Grillo” de la oposición no era ella, sino Alberto Ruiz-Gallardón, al que desde entonces se la tiene jurada por impedirle brillar con su simpática luz de mediocridad intelectual.
Una luminosidad tan atractiva entre la gente que llama la atención de José María Aznar, que la nombra Ministra de Educación de su primer Gobierno, en 1996. En ese cargo no deja de caer simpática por sus yerros y la disposición dicharachera que tanto gusta a los medios de comunicación, que la adoran. Es la época de sus gazapos más sonados, como el que ofreció al contestar: “Sara Mago, una excelente pintora”, cuando se requirió su parecer sobre Saramago, escritor que acababa de recibir el Premio Nobel de Literatura en 1998, o cuando se interesó en 2006 por el paradero de Dulce Chacón, habiendo fallecido la escritora en 2003. Ninguna de estas meteduras de pata ha impedido que su popularidad la acompañase hasta las más altas poltronas, en las que se aposenta con total carencia del ridículo. Así ha sido, gracias a su simpática sonrisa y su pelo escaldado libre de prejuicios -y al dedo de su mentor, Aznar-, la primera mujer Presidenta del Senado (1999-2002) y Presidenta durante tres legislaturas de la Comunidad de Madrid (2003-2012), después de haber hecho repetir las primeras elecciones por el escándalo del caso Tamayo, que le confieren la mayoría absoluta.
Ahora, a los 61 años de edad (en un país en que ni los jóvenes tienen fácil la búsqueda de trabajo) y tras dejar durante 29 años muchas “perlas” por el camino (“se tienen que acabar las mamanchurrias”; “qué suerte, le hemos quitado un consejero al hijoputa” -refiriéndose a su compañero Ruiz-Gallardón-), la condesa liberal de la derecha española abandona por cuestiones de salud la primera fila de la política, retorna durante un par de meses a su puesto de funcionaria y decide probar el trabajo en la empresa privada. Ficha como consejera en Seeliger y Conde, entidad dedicada a cazar talentos, como ella. Si así el el perfil que demanda el mercado, no es extraño que las crisis se sucedan y sus consecuencias las paguemos quienes nos divertimos con la simpatía “liberal” de sus promotores. Para mearse de rida y no echar ni gota.