Revista Diario
Una tarde cualquiera en mi humilde hogar. Hace rato que hemos comido y la merienda aun no llega. A una le coge el run-run en el estómago, sobretodo si la comida han sido unas frugales acelguillas. Te acuerdas entonces de que en la nevera aun queda un trocillo de jamón, rancio, pero jamón, escondidillo entre el kiwi y la lechuga. Es viernes y dentro de la nevera puedes hacer eco. Total, que te levantas sigilosamente, te aseguras que no te sigue nadie y abres la nevera con muuuuucho cuidado. Coges el trozo de jamón soñado y te lo metes en la boca. Pero al cerrar la nevera. ¡Arrrrggggghhh! Qué susto, por favor. Tienes ahí detrás a tu hija mirándote como uno de esos niños de esas películas de miedo que son superiores a mí. Y yo que la había dejado absorta en su mega torre de construcción pensando que no se había percatado de mi ausencia. Mamá, ¿qué comes? Justo en ese momento estás masticando a toda prisa, aceptas no disfrutar del jamón, simplemente tragártelo como puedas y hablar. Responder rápido. "Naddrrra". Tu hija te mira entonces pensando, mi madre se piensa que por tener tres años soy tonta. Peor aún es peor cuando un sábado por la tarde cualquiera, mientras los niños se secan después de una ducha relajante, te escapas un segundo a la cocina soñando con esas cuatro patatas fritas que han sobrado de la mañana. Vuelves por el pasillo masticando rápido para que nadie se de cuenta del crimen.Mamá, ¿qué comes? ¡Jo...! Me ha vuelto a pillar. Nada. Esta vez puedo articular la palabra absolutoria con mayor dignidad. Noooo, me responde con una sonrisilla maligna. Estás comiendo una patatilla. Pero ¡¿Cómo lo sabe1? A ver abre la boca. Sí, mamá, hueles a patatilla. En resumen, que desde que tengo hijos, ir a la cocina a picar algo, coger algún capricho culinario fuera de horas es algo más que una misión imposible. Aunque, visto del lado positivo, si dicen que lo primero que hay que hacer para adelgazar es no comer entre horas, voy por el buen camino. Quien no se consuela...