Este vómito mío nació de las flores perladas, salobres rocíos, floreció por las bocas llenas de todos aquellos que se denominan a sí mismos salvadores fortuitos en tiempos de neblinas. Cuidadores sin “ánimo de lucro”, de todos aquellos, que nos rigen sin el mayor de los escrúpulos, aquellos sí, ellos, los modernos caciques. Y ya, no hay refugio alguno, envueltos por su tóxico humo nos braman ocultos sus directrices salvadoras, pudriéndonos la vida, ignorando nuestras almas. Afirmando eso sí, que nuestras lágrimas son necesarias, que nuestra sed de justicia, de bienestar, de respeto, de honor, no es el cometido por el que fueron elegidos y sí el llenar las arcas del egoísmo. Que nuestra sed, hoy perdida, nos será devuelta (y mucho me temo que así será sin duda alguna) nos será devuelta a modo de Tsunami maldito, ahogándonos por ser prescindibles en éste tiempo de cobardes.
Mi real vómito escudriña las noches de afiladas dagas, mientras el nauseabundo olor dulce y metálico de nuestra sangre, es vertida gota a gota, sin el menor pudor. Nos hablan de fe, de confianza, nos hablan las mismas bocas sucias que nos desahucian, y se crecen, sin ser capaces de levantar la mirada de su real ombligo, por temor, tal vez, y solo tal vez. ¿Qué han de temer? me pregunto ignorante de mí. Si como buenos caciques, nos quitan la base, nos recortan todo aquello que significa futuro, ese alejar, de nuestros vástagos y de nosotros mismos la ya conocida “carne de borregos” siendo esto último como parece y es lógico su Alma Máter, su gran cometido. Y nosotros, con incredulidad asentimos, sin más, y alabamos además, y rezamos u oramos: ¡Oh! Dueños y señores nuestros, azotar nuestras mentes y cuerpos ¡sí así! que como buenos sumisos nos va vuestro rollo.
Y replican las malditas campanas oscuras, cantan sus silencios raudos a desahucio ¡Tan cercanas! Sus ecos son gélidos, viles, crudos. Impasibles, sin gestos, sin sus voces:
Pronuncian nuestros ojos un grito o gritos callados, como aquella espera atroz del condenado, y de tiempos finitos. Desahuciados, observamos arder el pasado ¡Pasado! ¿Para qué el pasado? Siendo como nos sentimos un presente olvidado. ¡Qué eterno el rocío! –En nosotros- Siempre ardiendo.
Soñé ajeno, soñé una mansión blanca, con gárgolas, con rostro de euro y dólar. Con voz ebria, la quimera euro-dólar carcajeaba la bacanal política. Soñé reos en blanco y en negro, todos. Y una ramera cantar desde el púlpito. -Lúgubre capilla de oro, estrépito- Soñé los brindis de banqueros gordos. Me soñé infausto, sentenciado a muerte; Nos soñé como jóvenes sin rostro prestos al yugo de hombres muerte -Dioses-. Sueño pesadillas, seres sin suerte vagando ajenos, otros de alabastro en un etéreo limbo yermo, sin mieses. Calles empedradas se hicieron tierra, los viejos farolillos luz de luna. Veo en la cornisa un ave diurna, cornisa hoy rama, cubierta ésta de hiedra; Son cuervos, que otean también desde la loma. Consentidores de la muerte en la risa inocente, asesinos crueles sin prisa, disfrazándose en vuelo de paloma. Codicia, las mentiras de fortuna, tempestades de oro en dulce caña, que sajan nuestras manos y calla, calla la luna.
Aprovechaban aquéllos, llamadlos reyes, de un reino forjado por desalmados. Y entre ovaciones se alzó caras mil atusándose entre sonrisas el cabello, creyéndose el caballero más bello en aquel lugar, para mí cuchitril. Arengando aspavientos a sus fieles, saliendo de su boca vacías palabras, rancias verdades, y como únicas, sus creencias al cielo proclamándonos al resto infieles o tal vez, cobardes.
Aclaman su jauría entre ovaciones, derechos a sus raíces en la tierra haciendo válidas sus pretensiones. Ignorando con desdén a todo aquel florecido distinto en una misma tierra, siendo ésta, la única en éste vergel.
Texto: Ramón María Vadillo