Quien no va a los Sanfermines en Pamplona pero los sigue por televisión o, sobre todo, ha leído “Fiesta” de Hemingway, puede imaginar la emoción de los corredores delante de los toros, sentir el empuje animal en la calle Estafeta, y ver una masa de blanco y rojo correr asustada 846,6 metros hasta gritar su triunfo en la Plaza Monumental.
Suele quedar algún muerto, empitonado por el camino. Conmoción. Pero, tras toda reacción emotiva sigue la fiesta sin una sensibilidad de la que nadie habla, la fisiológica: los espiritosos perfúmenes de un millón de personas en una ciudad de diez veces menos población, que durante una semana no deja un metro cuadrado sin heces, orines y vómitos.
Uno de los sentidos más importantes del ser humano es el del olfato. Hay muy pocos anósmicos, menos que ciegos o sordos, pero durante siete días un millón de humanos de todo color, rasgos y nacionalidad son incapaces de olerse.
Los pamploneses con medios económicos huyen lo más lejos posible tras cerrar su casa con mil candados para evitar encontrársela okupada. No quieren permanecer en un lugar tan insalubre que debería cerrarse herméticamente por orden de Sanidad.
Es imposible caminar por las calles como no sea con movimientos tributarios de la teoría del caos: cientos de miles de personas embotelladas se bambolean borrachas durante 168 horas seguidas vaciando sus cuerpos unos sobre otros, como sacos rotos apilados.
Insufribles, antihigiénicos, malolientes Sanfermines: como casi todos los años, este cronista se fue a Pamplona para comprobar que todo sigue igual que en años anteriores, para contarlo luego.
Pero también para demostrarse a sí mismo que, si sus pituitarias siguen resistiendo ese horror, no habrá mala peste que lo mate.
Porque superados los escrúpulos olfato-gustativos, pasar, se pasa muy bien allí.
-----
SALAS