Revista Opinión
Cuando llegan estas fechas, tan proclives a fiestas y alardes sentimentales, me embargan reacciones contradictorias: por un lado, no es que sea reacio a la felicidad que todos proclaman por Navidad, cosa que yo también deseo en mi fuero interno y secreto, sino que, por otro lado, me resulta inaceptable la obligación de serlo a fecha convenida y por encima de la voluntad de quien pueda aspirar a tan inalcanzable anhelo.
Tanta felicidad por decreto me solivianta el ánimo, tan pacífico e indolente casi siempre, y me empuja a mostrarme contrariado ante el empalago de buenas intenciones formales, más que reales, que hasta los desconocidos nos muestran. Prefiero la indiferencia común, la de cada cual a lo suyo, que la excesiva camaradería de los que, sin dejar de ir a lo suyo, exhiben un disfraz de bondad. Por eso no soy dado a comidas de empresas ni comilonas familiares marcadas por el calendario de unas festividades. No es que me desagrade estar con amigos, compañeros y familia, sino que deseo reunirme con ellos cuando realmente nos apetezca, con sincera y mutua voluntad, y no por una razón programada de obligado cumplimiento.
Sé que soy, en ésta y en muchas cuestiones, un enigma de contradicciones que ni yo mismo soy capaz de entender, mucho menos corregir, cuando al llegar estas fechas siento deseos de celebrar como todo el mundo la Navidad, incluso de poder entramparme hasta hipotecar el alma por regalar lo que no tengo, pero de inmediato me asalta, de forma contradictoria, una reacción de repudio ante lo que no es más, si le quitamos los envoltorios, que mera hipocresía y una pulsión colectiva al consumo. En definitiva, que me gusta la Navidad cuando la celebramos en cualquier otra fecha de manera espontánea, sin más ofrendas ni guirnaldas que las del placer por estar juntos, convivir y charlar. Por compartir aficiones y compartirnos afectos, simplemente. Por eso, ni felicidades ni buenos deseos, quedense con esta ofrenda que nos hace Al Jarreau a todos, también a ti, que me lees: Tu canción.