Keith Williamson @ Flickr.com (CC BY 2.0)
Seis años después de haberla comenzado, Don Luis concluyó con alivio su investigación sobre el baño perfecto. Fueron seis años de termómetros, tiras reactivas, noches en vela buceando en foros de Internet y una fortuna en franqueos postales, dilapidada en forma de frasquitos despachados hacia el laboratorio del doctor Rodés.
Amigo de sus amigos, la desveló entre puro y puro en una opulenta sobremesa de verano: “El agua debe estar exactamente a 28,5 grados, aunque en invierno es tolerable llegar hasta los 30. En ningún caso debe superar las 50 partes por millón de carbonato cálcico y del PH no hablo para no caer en obviedades. En cuanto a jabones, no hay mejor opción que el de lavanda inglesa de Yardley. Que por supuesto es de aceite, no de glicerina”.
Acostumbrados a sus excentricidades, ninguno de sus amigos puso la menor atención a la fórmula. Y sin embargo su autor la ponía en práctica cada mañana, en el amanecer de las gallinas, en una bañera exenta y de patas zoomorfas.
Bastante dado a las ensoñaciones, disfrutaba de la comunión con el agua desde la víspera. Al acostarse ya anticipaba el placer de la siguiente inmersión, con tal intensidad que en ocasiones le costaba conciliar el sueño. En aquellos diecisiete minutos (ni uno más ni uno menos, suficientes para tonificar la piel pero insuficientes para arrugarla), se sentía el puto rey del mundo.
Fue así como, sin saberlo, construyó el primer peldaño de su escalera hacia la más sofisticada de las infelicidades. Pues bastaba medio grado arriba o abajo para arruinarle no ya el día, sino la semana completa.