Revista Economía
El estado del bienestar es una cosa que teníamos que nos cubría las espaldas. Una pléyade de servicios, subvenciones, ayudas, subsidios, etc… que nos garantizaban que, pasara lo que pasara, hasta cierto punto, podíamos estar tranquilos acerca de nuestro futuro.
Desde luego no era gratis, como es lógico el dinero para mantener la maquinaria de la “tranquilidad” salía de nuestros impuestos. Se pagaba la sanidad, la educación de los hijos, los subsidios de desempleo, las pensiones, en fin, cositas que conformaban la red de seguridad de nuestra sociedad.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, cada vez más países reconocen que el estado del bienestar es insostenible, cosa que comprendo perfectamente pues cada vez son mayores las poblaciones que conforman los países mientras que, paralelamente, los aumentos en la productividad hacen que la mano de obra necesaria descienda y, con ella, la recaudación fiscal.
Como digo, es lógico que no se tenga algo que no se puede mantener, lo que me molesta, lo que me indigna es que me hagan pagar por algo que no me proporcionan. Señores políticos, y digo señores políticos por no decir malditos cerdos sin alma, me parece vergonzoso, horrible, asqueroso y muchas cosas más, que nos desangren con los impuestos que nos desangran, que son los más altos de la historia, y, a la vez, obliguen a enfermos de cáncer, hepatitis, etc… a pagar parte de sus tratamientos.
Es una atrocidad que digan que se rebaje el presupuesto de sanidad en más de un 30% mientras que las subvenciones a partidos aumentan casi en la misma cuantía. Y lo peor de todo, es que la culpa no es suya, es nuestra que no somos capaces de salir a la calle con antorchas a quemar al monstruo de Frankenstein que nos asfixia a nosotros y a las generaciones venideras.