¡Qué galería tan brillante esta de los Alfonsos de Castilla! Alfonso I el Católico; Alfonso II el Casto; Alfonso III el Grande; Alfonso V el de Calatañazor; Alfonso VI el de Toledo; Alfonso VII el Emperador; Alfonso VIII el de las Navas; Alfonso X el Sabio, Alfonso XI el de Algeciras y el de Salado... Casi todos simbolizan, o una virtud sublime, o un triunfo glorioso, o una conquista duradera y permanente. Casi todos fueron o capitanes o invictos, o ilustres legisladores, o conquistadores célebres, y algunos lo fueron todo. No es que a los nombres de otros monarcas castellanos de la edad media dejen de ir asociadas glorias que ganaron, y no escasas: Los Ramiros, los Sanchos y los Fernandos; es que sobre haber sido mayor el número de aquellos, admira la feliz casualidad de haber sido casi todos grandes, o en armas, o en letras, o en virtudes.
Con Enrique III vuelven los fatales reinados de menor edad, con que tan castigada había sido Castilla; se reproducen las enojosas cuestiones de regencia y tutoría, y se renuevan bajo otra forma las turbulencias que agitaron las menoridades de los Alfonsos VII, VIII y IX, de Enrique I y de Fernando IV. Príncipes orgullosos y avaros, magnates poderosos y soberbios, turbulentos y tenaces prelados, se disputaban la preferencia en el mando bajo el título de regentes y tutores, y el pueblo sufría las consecuencias de sus odiosas rivalidades. Mientras unos pocos ambiciosos altercaban entre sí pretendiendo cada cual la preeminencia en el poder, la nación era víctima de sus miserables disidencias. Las cuestiones personales entre los corregentes difundían la anarquía y el desorden en el Estado; y no era maravilla que el reino ardiera en bandos y parcialidades, que se generalizaran los escándalos y se multiplicaran los crímenes, cuando en el seno mismo del consejo-regencia se mantenía vivo el fuego de la discordia, y los mismos tutores estuvieron más de una vez a punto de venir a las manos. El tercer estado, ese elemento popular que en el reinado de don Juan I había llegado al apogeo de su influencia y de su poder, trabajó cuanto pudo por evitar los desastres de una guerra civil, y las cortes de Burgos hicieron esfuerzos dignos de alabanza, pero que no alcanzaron sino a amortiguar por algún tiempo las escisiones y a paliar el mal, para estallar después de aquellas y renovarse con más furor.
Las rentas de la corona en manos de los tutores servían para ganar cada cual los más prosélitos que podía y acrecentar su partido, a cuyo fin prodigaban donaciones y derramaban mercedes a manos llenas. El pueblo no podía soportar los sacrificios que le imponían, y aún así subían los gastos a muchos cientos de maravedís más de lo que se recaudaba. Mermadas y consumidas las rentas relaes, desangrados y pobres los pueblos, poderosos y desavenidos los magnates, en desorden la administración y en bandos el reino, de seguro la anarquía material y moral hubieran traído la ruina que ya amenazaba al Estado, a no haber apelado al único y más eficaz remedio que podía ponerse, al de anticipar todo lo posible la mayoría del rey, y tomar éste en su mano las riendas de la gobernación (1393).
La Historia General de España de Modesto Lafuente, es considerada el paradigma de la historiografía nacional del pensamiento liberal del siglo XIX.
Impresa en Barcelona por Montaner y Simón entre 1888 y 1890.