Revista Opinión

Estados Unidos, un país de identidades

Publicado el 26 julio 2018 por Juan Juan Pérez Ventura @ElOrdenMundial

Alexandria Ocasio-Cortez es probablemente una de las elecciones políticas estadounidenses más sorprendentes desde la elección del magnate Trump como presidente del país. Esta joven latina de 28 años, graduada en Economía y Relaciones Internacionales por la Universidad de Boston, fue elegida en las primarias demócratas para el puesto de representante del 14.º distrito congresual de Nueva York, por el cual se tendrá que batir con el delegado republicano Anthony Pappas. La elección de Ocasio-Cortez es de especial relevancia no solo por haber vencido a Joseph Crowley —el representante demócrata desde 1999—, sino porque evidencia la primacía de un movimiento en la escena estadounidense: la política identitaria.

La irrupción de la identidad en la sociedad estadounidense se remonta a la segunda mitad del siglo XX, con el movimiento por los derechos civiles liderado por los afroestadounidenses, pero su mayor exponente en la esfera política es la última candidata presidencial, Hillary Clinton. Debido a su compromiso con los grupos desfavorecidos del país —mujeres, comunidad LGTB, minorías étnicas…—, sus detractores la acusaron de fraccionar el voto en términos identitarios y de no atender a las necesidades de la población general. A pesar de su derrota, el movimiento identitario está lejos de desaparecer, como demuestran figuras como Ocasio-Cortez, Stacey Abrams —primera candidata negra a gobernar un estado— o Jared Polis —con grandes opciones de convertirse en el primer gobernador homosexual si gana las elecciones de noviembre en Colorado—. Pero, para comprender los entresijos del movimiento que está transformando en profundidad la política estadounidense, hay que retroceder a los años sesenta del siglo pasado, una década de intensos cambios y revoluciones.

De la conciencia ciudadana a la identidad grupal

Tras el fin de la guerra civil estadounidense en 1865, el presidente Abraham Lincoln aprobó la XIII Enmienda, por la que consiguió implantar a nivel federal la Proclamación de Emancipación y abolir así la esclavitud en el país. El fin de este oscuro período histórico no supuso la adopción de la igualdad como base de las relaciones entre diferentes grupos sociales; por el contrario, dio lugar a una nueva etapa de segregación conocida como “Separados, pero iguales” bajo la adopción —amparada por el Tribunal Supremo— de las llamadas leyes de Jim Crow en diversos estados.

El desencadenante del fin de dichas leyes tuvo lugar en Montgomery, capital de la sureña Alabama, en 1955 cuando la afroestadounidense Rosa Parks se negó a ceder su asiento a una mujer blanca en la sección para negros del autobús, lo que provocó su arresto y la encumbró como “madre del movimiento por la libertad”. Tras su acto de desobediencia civil —más publicitado que los precedentes de Ida Wells-Barnett, Irene Morgan o Claudette Colvin—, se desató una oleada de protestas pacíficas por la igualdad de derechos entre negros y blancos que polarizó los discursos políticos de la época e introdujo la identidad —en este caso, la étnica— en la agenda del país.

Para ampliar: “The Fable Of Rosa Parks”, Time, 2015

La lucha por la igualdad étnica se popularizó en una década de importantes transformaciones sociales, como el movimiento hippy, caracterizado por el amor libre y el desafío a las normas sociales, como reacción a la guerra de Vietnam, sonoro fracaso militar estadounidense. El movimiento LGTB, profundamente influenciado por el movimiento por los derechos civiles, adoptó una postura de reconocimiento identitario activo para así conseguir el mismo objetivo que los afroestadounidenses: la igualdad.

Tras las revueltas de Stonewall de 1969, piedra angular del movimiento LGTB, los colectivos comenzaron a organizarse y a tratar de introducir en la esfera política sus demandas grupales. El matrimonio igualitario, fuertemente impulsado por Barack Obama, es el hito más visible, y su ratificación a nivel federal en 2015 por el Tribunal Supremo demuestra el papel que el reconocimiento de la identidad juega en la sociedad estadounidense actual.

Para ampliar: A Queer History of the United States, Michael Bronski, 2012

Como consecuencia de los logros conseguidos por afroestadounidenses y la comunidad LGTB, la reivindicación identitaria se ha generalizado a lo largo del país. La importante presencia de grupos de presión identitarios —algunos con gran poder en Washington— es una prueba inequívoca. Human Rights Campaign, organización LGTB que aportó 26 millones de dólares a la campaña de Hillary Clinton, o la Organización Nacional de Mujeres, asociación feminista tradicionalmente favorable al Partido Demócrata, son dos claros ejemplos de grupos de presión identitarios responsables del impulso de políticas favorables al colectivo que defienden.

Estados Unidos, un país de identidades
Sectores empresariales que más dinero gastan en influir en candidatos políticos y Comités de Acción Política (PAC por sus siglas en inglés). Los grupos de presión —lobbies— ocupan la tercera posición y tienen más influencia en demócratas que en republicanos. Fuente: Vox

A pesar de los hitos logrados por la política identitaria, diversas voces se han alzado contra ella y la culpan de una fragmentación de la identidad nacional y de transformar a los ciudadanos, en palabras de Houllebecq, en “partículas elementales”, aislados en su identidad del resto de la sociedad. Uno de los más críticos ha sido el politólogo Mark Lilla en su libro The Once and Future Liberal: After Identity Politics, donde carga contra la política identitaria atribuyéndole la erosión de la conciencia ciudadana y acusándola de “fomentar una fascinación obsesiva con los márgenes de la sociedad, tanto que los estudiantes terminan con una imagen distorsionada de la Historia y de su país”.

Sumado a la supuesta fragmentación de la identidad estadounidense por género, etnia y orientación sexual, los críticos de la política identitaria achacan que sus logros no han servido para conseguir la igualdad de todos los grupos no privilegiados, sino que solamente ha favorecido a una pequeña élite dentro de determinados colectivos. La falta de interseccionalidad —unión de las diversas identidades oprimidas— de algunos sectores dentro de dicha élite ha favorecido la adopción de retóricas discriminatorias, lo que ha dado lugar a que individuos de colectivos otrora excluidos promuevan la exclusión. El homonacionalismo y el feminacionalismo son, por lo tanto, consecuencia de una política identitaria reduccionista que no tiene en cuenta las consignas de otras comunidades. Milo Yiannopoulos y Sarah Palin representan el resultado indeseable de la generalización de la política identitaria en Estados Unidos: la opresión de los oprimidos, un escenario que, tristemente, se ha repetido a lo largo de la Historia. En palabras de Napoleón: “Entre los hombres que detestan que se les oprima se encuentran muchos que aman oprimir”.

Para ampliar: “El racismo sale del armario”, Álex Maroño en El Orden Mundial, 2017

Trump contra Clinton: ¿unas elecciones identitarias?

La victoria de Obama en las elecciones presidenciales de 2009 sobre el histórico senador de Arizona John McCain fue analizada como una aplastante victoria de las minorías —étnicas— sobre los WASP —siglas en inglés de ‘blanco, anglosajón y protestante’, tradicional élite política y económica del país—. Durante su mandato, el expresidente del país, primer afroestadounidense en ocupar el cargo, basó su retórica en la defensa de las minorías, lo que provocó resentimiento entre la clase obrera blanca, que veía su capacidad económica menguada por la crisis económica y su identidad en peligro. Es por ello por lo que, a pesar de conseguir fuertes apoyos por parte de las minorías, los grupos mayoritarios comenzaron a recelar del presidente y del Partido Demócrata y los votantes blancos comenzaron a identificarse en mayor medida con el Partido Republicano.

Para ampliar: “Democrats Have an Identity-Politics Problem”, Josh Kraushaar en The Atlantic, 2015

Estados Unidos, un país de identidades
Desde el comienzo de la era Obama en 2009, los votantes blancos comenzaron a identificarse cada vez más con el Partido Republicano —en rojo—. En 2014 un 49% de los blancos eran republicanos y un 40%, demócratas. Entre las minorías étnicas, la afiliación mayoritaria es demócrata: 80% entre los negros, 56% entre los latinos y 65% entre los asiáticos —11%, 26% y 23% republicanos, respectivamente—. Fuente: Pew Research Center

Tras finalizar los dos mandatos presidenciales —máximo permitido por ley—, la candidata demócrata Hillary Clinton asumió el liderazgo del partido con una visión continuista respecto a la política identitaria de su predecesor. Con un marcado acento en las necesidades de los grupos tradicionalmente discriminados —ella misma enarbolaba ser mujer, así como la necesidad romper el techo de cristal, para atraer el electorado femenino—, la ex secretaria de Estado basó gran parte de su campaña en la identidad, lo que polarizó al electorado demócrata. Como consecuencia de su activa campaña a favor de las minorías, gran parte del electorado blanco obrero se decantó por Donald Trump, ya que no solo veían en él un golpe contra la élite política de Washington, representada por la veterana Clinton, sino también una salvación de la población mayoritaria, recelosa de las minorías. Esta polarización identitaria de la población llevó incluso a las mujeres blancas a decantarse por el candidato republicano, a pesar de sus numerosos escándalos misóginos y sexuales y comentarios sexistas contra diversas personalidades.

Estados Unidos, un país de identidades
En esta encuesta tras las elecciones de 2016 se puede apreciar la brecha étnica entre ciudadanos blancos y el resto de la población. Fuente: CNN

Sin embargo, el éxito de Trump entre la población blanca no solo se debe a la retórica identitaria de Clinton, sino también a la suya propia. El empresario ha utilizado activamente sus características personales —hombre blanco y, según él, millonario hecho a sí mismo— para lograr captar al electorado obrero, lo que, vistas las encuestas y los resultados electorales, consiguió. Los votantes caucásicos estadounidenses, inquietos por su declive como grupo étnico mayoritario, han visto a Trump como la vuelta de un tiempo pasado en el que, a costa de la desigualdad y la discriminación, la sociedad mayoritaria del país era más homogénea.

Para ampliar: “Donald Trump’s Identity Politics”, Thomas B. Edsall en The New York Times, 2017

Las elecciones presidenciales de 2016 fueron el ejemplo más claro a nivel federal de la relevancia de la política identitaria en Estados Unidos; tanto la candidata demócrata —de forma explícita— como el republicano —de forma implícita— utilizaron estas medidas para captar votos y así obtener la presidencia. Pese a ello, ambas posturas no son equiparables: mientras que Clinton defendía los intereses de diferentes grupos, Trump enarbolaba una identidad excluyente y reaccionaria, opresora en esencia e incapaz de reconocer la diversidad del país. Una identidad moribunda que lucha contra su vaticinado declive.

Estados Unidos, un país de identidades
Etnias mayoritarias en Estados Unidos. Para 2045 la población blanca será menos del 50%, seguida por hispanos —casi un 25%—, negros —13%— y asiáticos —8%—.

Cómo gobernar un país de identidades infinitas

Una moraleja de la derrota electoral de Clinton es que no se puede entrar en la Casa Blanca apelando únicamente a las minorías del país. Si los demócratas ansían recuperar el control ejecutivo en 2020, deben centrar sus esfuerzos en la ciudadanía en su conjunto, defender los intereses generales sin caer en divisiones faccionarias. Los derechos de la comunidad LGBT, las mujeres y las minorías étnicas deben defenderse, ya que la igualdad real es todavía una utopía en el país, pero esta lucha debe enmarcarse en un movimiento mayor que busque una mejoría progresiva de todos los derechos sociales.

Estados Unidos, un país de identidades
Logotipos de diferentes grupos identitarios en apoyo a la candidatura presidencial de Clinton para 2016.

No será posible una sociedad más justa si los demócratas no entienden que, para terminar con la discriminación basada en la identidad, debe entrar en escena la clase social y que no se puede obtener una sociedad más justa si no se dirigen los esfuerzos a combatir las desigualdades que sufre el país. El politólogo británico Owen Jones resumía la necesidad de esta interseccionalidad así: “¿Cómo puedes entender el género sin la clase y viceversa dada, por ejemplo, la desproporcionada concentración de mujeres en trabajos mal remunerados e inseguros?”.

Género, orientación sexual, identidad de género o etnia no pueden entenderse como partículas separadas entre sí, como luchas identitarias separadas. Si la igualdad en Estados Unidos aspira a convertirse en una realidad, los políticos deben apelar a las necesidades del pueblo en su conjunto respetando sus diferencias y preservando su diversidad, así como garantizando sus derechos compartidos. Enmarcar las proclamas de los grupos identitarios en una corriente más amplia para así conseguir la igualdad a la que apelaban los Padres Fundadores en la Declaración de Independencia y acabar con la discriminación que, tristemente, perdura en la llamada “tierra de las oportunidades”.

Estados Unidos, un país de identidades fue publicado en El Orden Mundial - EOM.


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