Revista Cultura y Ocio
Cuando el viajero recién llegado a Estambul comienza a pasear por sus calles, tiene la impresión de que no transita por un entorno europeo, sino por un lugar remoto y lejano que identificará rápidamente con el mundo antiguo, pues en Estambul la vida se conjuga en pasado, mientras que en Europa sólo hay presente y futuro; modernidad fingida. La sensación de atemporalidad es algo que se transmite por los sentidos; los olores del bazar de las especias, los sabores de la carne de kebap, los escalofríos del baño turco, los sonidos durante la llamada a la oración. Elementos de un mundo ancestral que se ha conservado casi inédito gracias a la tradición del imperio Otomano y de la actual Turquía, que, aunque secular, sigue siendo muy religiosa.
Asunto aparte son los gatos; Estambul es una ciudad atestada de gatos. Debe de haber más gatos que personas. Son éstas, sus habitantes, quienes cuidan de ellos; los alimentan, les dan cobijo en sus tiendas, bares y bazares, les construyen casetas, les permiten tumbarse a dormir en los escaparates, sobre la ropa nueva que espera su turno para ser comprada. Entienden los turcos que el gato es un animal mágico que convive con el hombre para protegerlo y aislarlo de las malas energías. Una simbiosis hombre-animal que solemos olvidar en Occidente, afanados en aprovechar el tiempo y condenados por la prisa de una era que se nos escapa de las manos sin haber disfrutado de ella.
No es Estambul sin embargo una de esas ciudades de postal que HAY que visitar, nada que ver con Brujas, Praga o Tallin; se trata de una suerte de cápsula del tiempo que se deja descubrir como si fuera una doncella que se entrega por primera vez al acto amoroso. De este modo, uno percibe la espiritualidad intrínseca de la urbe; energía remota que espera ser liberada y proyectada hacia ese horizonte mágico de casas pobres y minaretes, de cúpulas orientales y torres defensivas manchadas por tonalidades encarnadas que gotean cielo abajo al atardecer, cuando los altavoces de los alminares vociferan que Alá es grande y el viajero, desorientado, golpeado por los contrastes, se cuela en la Mezquita Azul por la puerta de los que van a rezar en vez de acceder, como le corresponde, por la de los turistas. Integración sin integrismos. Media luna roja en una noche de tradición oral y cebada. Mezcla extraordinaria.