El accidente aéreo que ha conmocionado a medio mundo vuelve a poner sobre la palestra nuestros miedos y nuestro desamparo frente a lo inevitable. Después de una catástrofe como ésta en la que padres pierden a sus hijos, hijos pierden a sus padres, mujeres y hombres a sus parejas..., lo que queda después es más temor que intentaremos combatir con muchas más medidas de protección.
Sin embargo, a la vista está que por mucho que nos resguardemos, por mucho que corramos para preservar nuestra vida o nuestro mundo, pasará lo que tenga que pasar, porque parece que los hilos del mundo están en manos de locos, de seres inconscientes ante el dolor ajeno, ante la vida de los demás. Son auténticos depredadores sin alma.
Y mientras sean los locos quienes decidan, poco se puede hacer. Pero no son dos o tres, ni son fanáticos localizados en un rincón del mundo, los locos están en todas partes, incluso en nosotros mismos. O ¿es que no hemos oído nunca eso de "era una persona normal", "llevaba una vida normal"? hasta que se le cruza el cable y le da por estrellar un avión, matar a su pareja o acabar con la corta vida de su hijo.
Estamos rodeados de locos que llevan una vida igualita a la nuestra, así que no estamos a salvo.
Los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York trajo cambios que nos afectó a todos. De alguna manera todos pagamos por aquel ataque. A partir de aquella siniestra fecha, las cabinas de los aviones se blindaron para impedir la entrada de locos y a nadie se le ocurrió que esos locos ya podrían ir dentro antes de cerrar la puerta blindada. Es imposible pensar en todos los peligros y amurallarse contra ellos. Esa obsesión también es de desequilibrados.
Es curioso que el orden social se diseñe a golpe de locuras. Hubo un tiempo que se podía llevar hasta salchichón en la maleta que traías hasta el aeropuerto, ahora no te dejan ni llevar un botellín de agua en el bolso.
Echas un vistazo a tu alrededor y hay detalles del entorno urbano que también se han modificado porque antes hubo un loco que hizo un estropicio. Y desde luego no hace falta estar medicado para ser un demente. Son los que viven, e incluso razonan, como la mayoría de sus congéneres, la verdadera amenaza para todos los que aún no tenemos cortocircuitos. Creo, además, que la locura anida en los gestos más pequeños. Se activa ante interruptores extremadamente sensibles. Ni siquiera pasar desapercibido es el mejor chaleco anti locos.
Quizá el gran reto es descubrir por qué se despierta la bestia que, visto lo visto, parece que llevamos todos dentro. Es como si sólo los que tienen una inmensa capacidad de aguante pueden salir indemnes, porque lo cierto es que la vida es tremendamente compleja y nos lleva en demasiadas ocasiones al desvarío. Combatirlo y ganar la batalla nos deja en el bando de los juiciosos.
Los locos y el miedo a ellos son los que mueven el mundo, ese al que nos aferramos aquellos que, dentro de nuestra locura, nos creemos cuerdos mientras vivimos alegres y ajenos a cualquier amenaza.