Revista África

Estar solo en África

Por En Clave De África

(JCR)
Cada vez que llegan las cinco y media de la tarde en Obo sé que tengo que aceptar el momento más duro de la jornada. Sentado en la casa parroquial de este remoto rincón de la República Centroafricana, contemplo el rápido atardecer propio de los lugares situados IMG_0291en la proximidad del Ecuador y al llegar la noche me encuentro en la casa, sin otra compañía que la de colega de trabajo, al menos mientras los curas de la parroquia sigan fuera. Tengo la gran suerte de llevarme bien con él, porque cuando trabajas en África lejos de tu familia a menudo pasas mucho tiempo con la misma persona y es imperioso tener una buena relación para no perder el equilibrio mental. Sin embargo, cuando ya llevas tres meses te da la impresión de que los temas de conversación se acaban, y empiezas a pensar que te sientes solo. Y cuando estoy en Bangui, la capital, donde no conozco casi a nadie y no tengo medios de transporte, la sensación puede ser aún peor.

¿Es posible sentirse solo en África? ¿No nos cuentan tantas historias bonitas sobre el sentido comunitario de la vida y la solidaridad entre los vecinos en este continente? No seré yo quien niegue que en los países africanos uno se encuentra con un tipo de vida muy distinto del individualismo que suele reinar en las sociedades occidentales, donde a menudo puedes pasar años sin conocer el nombre del vecino que vive al lado de tu piso. En África, sobre todo en las zonas rurales, la gente te ofrece una silla y muy a menudo te invita a comer con toda naturalidad en cualquier momento, y entras en casa de tu vecino cuando quieres, entre otras cosas porque –al menos en los países y zonas que yo conozco- entre una casa y otra no hay muros ni puertas de seguridad y cuando te mueves por un poblado rural o un barrio de cualquier ciudad simplemente pasas de un recinto a otro como si fuera un vía pública y a saludas a todas las personas que te encuentras mientras están cocinando, lavando, secando la cosecha o simplemente sentados pasando el rato.

Sin embargo, también en esto como en muchas otras cosas que se suelen decir de la realidad africana, puede haber mucho de mito. Como en todas las partes del mundo, la gente tiene su trabajo que hacer y sus compromisos, y no siempre es posible visitar a alguien cuando y como quieras. Uno de los cambios que la telefonía móvil ha introducido en la vida de los africanos es la costumbre de llamar antes de ir a ver al alguien. Si antes te presentabas en casa de cualquiera sin previo aviso, cada vez es más común encontrarse con personas que te dan a entender que antes de aparecer por su casa le llames por teléfono para preguntar si está o no disponible.

En todo esto pienso cuando llega la noche en Obo y mi compañero y yo nos miramos en silencio compartiendo el momento más difícil de la jornada. Para empezar, algo tan aparentemente sencillo que damos por supuesto en el mundo occidental como es la luz eléctrica aquí no existe, y por supuesto nadie tiene televisión. En la parroquia donde nos hospedan tienen la amabilidad de ofrecernos alrededor de una hora de luz con su grupo electrógeno, pero la gasolina cuesta ya más de seis dólares el litro en este aisladísimo lugar y tener luz más de una hora es un lujo inalcanzable. Si uno ha tenido la suerte de poder cargar la batería de su ordenador durante la jornada tal vez podrá entretenerse mirando un vídeo, pero no siempre es esto posible ya que dependemos de la energía que acumula un aparato cargado por un panel solar, y en esta época de lluvias cuando el cielo está siempre nublado la carga es poca y el dispositivo se queda vacío en cuando le conectas dos ordenadores y tres teléfonos móviles con el fin de cargar sus baterías.

Nada nos impediría salir a dar una vuelta por el centro de Obo para entretenernos. No es inseguro, pero no tenemos coche y si queremos dar cuatro pasos habrá que hacerlo con cuidado y una buena linterna para no tropezarnos con un pedrusco, resbalarnos en un charco o caernos a alguna zanja. Una vez llegados al centro la única opción de pasar el rato sería sentarnos en alguno de los corrillos en los que los hombres beben, y beben y vuelven a beber, como los peces en el río. Uno de los signos más deprimentes de la geografía de la pobreza es la falta de acceso a un ocio sano y si uno no tiene cuidado se puede empezar por probar un poco el licor local y terminar por la senda del alcoholismo. A mi compañero y a mi no nos gusta el alcohol, con excepción de un buen vino, pero aquí eso ni en sueños, así que simplemente nos quedamos en casa y volvemos a hablar por centésima o milésima vez de los temas de siempre: la política africana, la situación de los desplazados, los ataques de la guerrilla del LRA o –cuando queremos desconectar algo más- lo simpáticos que son nuestros respectivos niños.

Estando así el panorama, lo mejor es retirarse pronto a descansar, una sana costumbre que permite levantarse muy temprano y –en mi caso- empezar el día con una buena carrera. Si las pilas aún dan de sí, podré leer unas páginas más de la novela de Vargas Llosa que hace más llevaderas mis últimos momentos del día. Imposible conectar con ninguna radio, con excepción de la FM local que transmite sólo en Sango y en Zande de seis a nueve. La soledad de las últimas horas del día permite, sin embargo, reflexionar, rezar y estar tranquilo si se sabe sobrellevar. Quien tenga que pasar meses o años trabajando en África, sobre todo en zonas apartadas, deberá ser una persona que esté dispuesta a aceptar muchos momentos de monotonía, soledad y falta de estímulos. Así viven también la mayor parte de los africanos, y sentir en la propia carne lo que quiere decir vivir a oscuras durante las últimas horas de cada día puede ser una oportunidad para entrar en un mundo que a quien vive con electricidad y televisión 24 horas al día no se puede ni imaginar.


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