Era un invierno suave en la costa y por aquellos entonces yo ya había reproducido todos los clichés de escritor fracasado que un hombre sin agallas y poco talento puede llegar a imitar por mera mitomanía. Me alejaba de los cuchillos cuando la soledad de una cocina repleto de ellos me arañaba el cráneo, acudía borracho a los pocos eventos a los que aún me invitaban, prendía fuego a mis manuscritos dentro un cubo de basura en el jardín de la casucha en la que convivía con tu ausencia, escribía larguísimos y psicóticos mails a las editoriales que me rechazaban e incluso amenazaba a las nuevas promesas del panorama editorial con plagas bíblicas de bilis masticada desde el rencor. En el fondo, sabía que ése no era el camino y por las noches no paraba de girar en la cama empapado en vergüenza, pero… no sé como explicarlo; era como si tuviese el cañón de una pistola cargada en mi boca, el dedo en el gatillo y me gustase el sabor del acero. Suena jodidamente patético, sí, ¿y sabes qué es lo que es peor? Que había aceptado mi propia calamidad cual destino manifiesto y eso provocaba que me creyese “alguien”. Un puto tópico atrapado en la entropía.
Así transcurrió el invierno, sin frío y con pocas lluvias, albergando cientos de tormentas en mi pecho. Sin relacionarme con nadie, evitando todo tipo de contacto, tan sólo dialogaba con tu voz, el único atisbo de cordura que me quedaba y que irónicamente me susurraba dentro de mi cabeza todas las noches: “Estás fatal… antes no eras así. Sabías divertirte sin destruirte, tenías ideas geniales, eras el invitado ideal en las fiestas, ¿qué te ha ocurrido?”. “Que te has ido por mi culpa porque me comporté como un niñato hijo de puta, y esta es mi penitencia”, contestaba entre carreras al baño para ir a vomitar.
Al día siguiente me levantaba al mediodía con la melancolía de mil resacas encadenadas rasgándome el esternón, comía algo enlatado, descendía por la callejuela que daba al paseo de la playa y entraba en la licorería de la esquina sólo si era estrictamente necesario, o lo que es lo mismo, tener menos de cuatro litros de alcohol a mano. El brillo de las botellas alineadas sobre la estantería destilaba en mi recuerdo tu rostro, dibujando ese gesto que pronunciabas cuando aún me querías y te preocupabas por mí, cuando aún no te habías ido, y de nuevo, tu voz cual chasquido: “estás fatal…”. Cuando regresaba, portando bolsas llenas de futuros remordimientos, me sentaba a la mesa del jardín para escribir y ahí comenzaba realmente el día. Así malgastaba mi tiempo (que no tenía sentido si no era nuestro), y cuando me veía incapaz de acertar con el teclado, tras bramar al cielo consignas de borracho resentido, prendía fuego a los papeles que había ensuciado con mis letras. La noche, las llamas, mis palabras retorciéndose en el fuego, una casa que crujía por ti a mis espaldas… una pequeña muerte, un duelo con el que me castigaba a diario; mi cilicio.
En eso consistía mi rutina; no te doy envidia, lo sé. Probablemente tú, ahora mismo, también estés pronunciando esas dos palabras: “estás fatal”, aunque lo siento… ella lo hace mejor, y también he de decir que a la larga provocan en mí el mismo efecto: muy poco.
Cuando la primavera se despedía como sólo lo hace en la costa oeste, algo, o mejor dicho alguien, alteró mi costumbre penitente. Es un momento que muchos consideran mágico en California y, aunque no soy místico ni creo en la energía del universo y esas chorradas, ahora, mientras escribo estas líneas, pienso que si ocurrió así, puede que fuese por algo más que por pura casualidad.
Por la estrecha boca de la callejuela que se abría al mar ya se intuían mangas cortas y trozos de carne rosados. Todo estaba más a la vista y yo solía levantar la mirada para distraerme, como si en el fondo estuviese esperando a que algo sucediera. Y entonces ocurrió: una chica ataviada con pantalones cortos, camisa de cuadros holgada y visera, adquirió la costumbre de deslizarse con su patinete por la rampa que formaba la callejuela y que lindaba con el lado izquierdo del jardín de mi casa. De todos lo caminos posibles ése parecía ser el que más le gustaba, porque pasaba como cien veces cada tarde con sus brazos en aspa, libre y veloz, imaginando tal vez que surcaba las nubes. Y lo que es mejor, diez de cada cien veces viraba su cuello cual girasol en movimiento y me miraba, curiosa, preguntándose cosas con gesto de ratón que olfatea un pedacito de queso.
El verano estaba cerca y yo, rendido ante la poca vergüenza que me quedaba, había sacado un viejo colchón a la hierba que arrojé junto a la mesa donde escribía. Era el colchón de las siestas. Algunas noches dormía al raso, ya que procuraba pasar el menor tiempo posible dentro de una casa cuyas paredes gritaban que te habías ido.
Una de esas tardes, la patinadora con gesto de ratón que se volteaba cual girasol se detuvo frente al vertedero que era mi jardín y se quedó ahí, apoyada sobre la verja, contemplándome. Me saludó con la mano, sonrió y, aunque yo no la invité a entrar, pasó. Su sencillez de movimientos cuando no iba sobre su patinete era hipnótica, su curiosidad por lo que escribía y lo que yo hacía se me antojaba mágica y a la vez inquietante. Me había abandonado, ella tenía curiosidad por mí y yo pronto me descubrí yonki de su atención.
Ya no recuerdo cuando se convirtió en una costumbre, pero aún tengo grabado en los tímpanos el sonido de los rodamientos de su patinete distrayéndome de todo, incluso de tu voz, que ya no me susurraba tantas veces aquello de “estás fatal…”.
A veces era tras el sexto descenso, otras al decimonoveno, pero siempre se quedaba un rato y me preguntaba cosas sobre literatura o cine con una curiosidad mínima, como si estuviera preparando un trabajo para el instituto, y yo respondía a todo con la energía de un evangelista que intenta dejar mella en el indígena nativo.
Una tarde dorada de septiembre, cansado de esperar su llegada, me tumbé en el colchón. Cuando desperté estaba a mi lado, sin razón alguna, dormida. Su brazo sobre mi pecho ejercía la presión de mil nubes. Parecía que soñaba.
No me atreví a moverme, a pesar de lo mucho que me meaba.
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