Había una silla de madera y una vieja maleta en el centro de la habitación. Era una sala grande con ventanas enormes en una de sus paredes.
Acabábamos de salir de un ascensor industrial y nuestros pasos hacían crujir el suelo de madera.
Ella se dirigió hacia la silla con un vaivén de caderas, ceñidas en un vestido negro de infarto, que me hicieron relamerme con lo que después haría. Había elegido un buen vestido.
Yo acababa de salir de trabajar y aún iba en traje. Fui hacia un rincón donde tenía preparado, del día anterior, todo mi equipo.
Saqué las cámaras y las puse en los trípodes a distintas distancias y ángulos en torno a la silla, activé los intervalómetros y empezaron a cerrarse obturadores en blanco y negro marcando la cadencia de nuestra respiración.
Me acerqué a la silla por detrás y le toqué con la punta de los dedos la suave piel de una de sus orejas. Me incliné, dándole la espalda, y abrí la maleta. Saqué unas cuerdas y comencé a atar sus piernas y brazos a la silla mientras buscaba el momento exacto en el que mis manos transformaban nudos en muecas de dolor en su rostro. Del bolsillo de la chaqueta saqué un antifaz que había traído del despacho y se lo coloqué en los ojos.
Las cámaras seguían congelando momentos incesantemente.
En la maleta siempre tenía un cuchillo, grande, de caza.
Por un instante me dio pena hacer trizas ese bonito vestido.
Cuando ya había cortado por los sitios apropiados di un tirón y se rompió con desgarrones precisos y lo tiré al suelo.
Comencé a pasar la punta del cuchillo por su cuello, amenazando con cortar la gargantilla que se había puesto para mí, su pecho, su vientre, sus muslos…
Estaba subiendo por su brazo derecho, a la altura del hombro cuando el cuchillo se hundió un poco en la piel y un hilo de sangre dio el toque de color a las instantáneas.
—Te has movido -dije.
—Tendrás que castigarme —susurró. Era la primera vez que hablaba desde que se subió al coche.
—Estás fatal.
Giró la cabeza hacia mí y con una mueca que se grabó en mi retina dijo— No sé estar de otra manera.
Tiré el cuchillo y cogí de la maleta una mordaza con forma de bola que coloqué en su boca para que no volviera a acelerarme la respiración, acompasada con las cámaras, con el poder de su voz.
Me puse delante.
—¿Empezamos?
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