Los franquistas deberían agradecerle al ayuntamiento izquierdista de Ferrol que haya retirado, por fin, la estatua ecuestre que dejaba en ridículo a su líder, a quien se veía como un señor pequeñito sobre un inmenso caballo de tiro.
Por una vez, el escultor reprodujo las proporciones reales entre ambas figuras y Franco era bien poca cosa, al contrario que en otra estatua que se mantiene en Madrid, frente a los Nuevos Ministerios, en la que para engrandecer al dictador lo pusieron sobre un animal, poco más que un pony.
Sorprende que los alcaldes socialistas Tierno Galván y Barranco no hubieran retirado la figura madrileña que, por el equilibrio de sus volúmenes, difunde un lenguaje más imponente del Generalísimo.
Las figuras ecuestres expresan un mensaje, según aparezcan al galope, en batalla, de caza o esperando la toma de una plaza, y las estatuas ferrolana y madrileña obedecen a esa iconografía:
En su ciudad natal el caballo está plantado sobre sus cuatro patas, mientras la mano derecha del jinete agita un documento enrollado.
En Madrid, el animal levanta una pata para iniciar un trote, y Franco enarbola el mismo legajo, que Dios sabe qué órdenes bélicas lleva escritas.
Ese es el misterio de estas iconografías: ¿qué diría ese fatídico papel y a cuántas vidas habrá afectado?
Lo que nunca pudieron hacer los escultores a favor de don Francisco fue ponerlo como refinado caballero, héroe sobre un alazán veloz como el viento.