La sensibilidad le es indispensable al hombre, pero se vuelve temible en cuanto se le considera un valor, un criterio de verdad, la justificación de un comportamiento. Los sentimientos nacionales más nobles están a punto para justificar los peores horrores; y, con el pecho inflado de sentimientos líricos, el hombre comete bajezas en el sagrado nombre del amor.
La sensibilidad que reemplaza al pensamiento racional pasa a ser el fundamento mismo de la incomprensión y de la intolerancia; pasa a ser, como dijo Carl Gustav Jung, la “superestrucutra de la brutalidad”. La elevación del sentimiento al rango de valor se remonta muy lejos, tal vez hasta el momento en que el cristianismo se separó del judaísmo. “Ama a Dios y haz lo que quieras”, dijo San Agustín. La célebre frase es reveladora: el criterio de la verdad se desplaza así del exterior al interior: cae lo arbitrario de lo subjetivo. La vaguedad del sentimiento de amor (“¡Ama a Dios!”, imperativo cristiano) reemplaza la claridad de la Ley (imperativo del judaísmo) y se convierte en el muy impreciso criterio de la moral.
La historia de la sociedad cristiana es una escuela milenaria de la sensibilidad: Jesús en la cruz nos enseñó a adular el sufrimiento, la poesía caballeresca descubrió el amor; la familia burguesa nos hizo sentir la nostalgia del hogar; la demagogia política consiguió “sentimentalizar” la voluntad de poder. Es toda esta larga historia la que ha moldeado la riqueza, la fuerza y la belleza de nuestros sentimientos.
Pero, a partir del Renacimiento, la sensibilidad occidental quedó equilibrada por un espíritu complementario: el de la razón y la duda, del juego y la relatividad de las cosas humanas. Es entonces cuando Occidente entra en su plenitud.
En su célebre discurso en Harvard, Solzhenitsyn situó el inicio de la crisis de Occidente precisamente en esa época del Renacimiento. Es Rusia, en tanto que civilización particular, la que se expresa y se revela en este juicio; en efecto, su historia se distingue de la de Occidente precisamente por la ausencia del Renacimiento y del espíritu que surgió de él. Por ese motivo, la mentalidad rusa conoce otro equilibrio entre la racionalidad y la sensibilidad; en ese otro equilibrio (o desequilibrio) se encuentra el célebre misterio del alma rusa (tanto en su profundidad como de su brutalidad).
Cuando la pesada irracionalidad rusa cayó sobre mi país, sentí la necesidad instintiva de respirar hondo el espíritu de los Tiempos Modernos occidentales. Y me parecía que no estaría nunca tan concentrado en semejante densidad como en este festín de inteligencia, humor y fantasía que es Jacques el Fatalista.
Milan Kundera
Prólogo a Jacques y su amo
Homenaje a Denis Diderot
Dibujo: Jean Huber, La cena de los filósofos
Créditos: Biblioteca Nacional de Francia (BnF)
La escena imaginada por Huber es una ficción: Diderot nunca fue a Ferney y los otros invitados fueron huéspedes en diferentes fechas. Las personas representadas son Voltaire, el padre Adam, el padre Maury, D’Alembert, Condorcet, Diderot, La Harpe.
Previamente en Calle del Orco:
La novela no está agotada, Milan Kundera
El Quijote demuestra la unidad indisoluble de utopía y desencanto, Claudio Magris
La existencia transcurre entre dos abismos, Milan Kundera