Siempre he pensado que la mente puede jugarnos malas pasadas en el momento más inoportuno. En el caso de mi marido, ese momento fue el segundo día de nuestro viaje de novios. Nos habíamos conocido en una librería de Madrid de la manera más tonta, como suele ocurrir en las películas romanticonas que tanto detesto, pero lo cierto es que me enamoré perdidamente de Borja y él de mí. Sin saber apenas nada de él excepto que era hijo único huérfano de madre y de familia acomodada, me casé con él en secreto a los dos meses de conocernos. Para nuestro viaje de novios, dado que nuestro amor surgió en una librería, decidimos visitar las diez más bonitas del mundo, empezando por la librería Lello, ubicada en Oporto (Portugal). Un caluroso día de verano, pagamos la entrada y nos adentramos en la pequeña y abarrotada estancia, llena de ávidos turistas como nosotros que deseaban hacerse una foto en la majestuosa escalera de un fascinante color rojo sangre. El tráfico por la dichosa escalera era intenso y no había manera de conseguir un momento solitario para salir sola en la foto. Borja permanecía con el móvil preparado en el último escalón para sacar una foto mía desde arriba apoyada en la pequeña balaustrada de madera que a modo de herradura divide la escalera por la mitad. La mala suerte y mi propia torpeza hicieron que al caminar hacia atrás tropezara con un niño y cayera al suelo quedando tumbada de espaldas a lo largo de los escalones. Fue más la vergüenza que el daño que me hice, pero al momento supe que algo extraño le pasaba a Borja. No acudió presto para ayudarme a levantar sino que se quedó petrificado en su sitio, con la cara blanca como si toda la sangre se hubiera volatilizado de sus venas, los ojos extraviados y la boca abierta en una mueca de horror. Nadie pudo hacerlo reaccionar ni hacer que se moviera ni un milímetro.
Cuando llegaron los servicios de emergencia lo tumbaron en la camilla rígido y envarado como una tabla. Todavía hoy, un año después, Borja sigue sin hablar, aunque sus ojos ya muestran algo de expresividad. Los psiquiatras que lo atienden dicen que tardará años en recuperarse de la parálisis que le produjo el trauma de recordar cómo murió su madre, al caer por la escalera de mármol de su casa mientras él, un niño de dos años, permanecía arriba y ella se desangraba entre una gran mancha de sangre. La escalera roja de la librería y yo, que inexplicablemente guardo un gran parecido físico con su madre, fuimos el detonante.
Más relatos participantes pinchando Aquí