Revista Cultura y Ocio
Javier nos propone este jueves situar nuestra historia en un lugar imaginario. Para ello nos ofrece unos cuantos creados por conocidos escritores como: La ínsula Barataria, Luvina, Macondo, Antíbula, El País de las Maravillas...o cualquier otro que conozcamos o se nos ocurra. Yo he escogido Luvina, creado por Juan Rulfo, un cuento que recomiendo a todo el que no lo haya leído. Para leer más lugares imaginarios podéis visitar el de Max Estrella en su blog DIARIO DEL ÚLTIMO BUFÓN
Pero eso había ocurrido hacía casi cincuenta años. Mi padre pensaba que el viejo que se lo contó había perdido la cabeza, aunque nunca tuvo ocasión de comprobarlo porque una contraorden anuló el traslado de mi padre como maestro a Luvina. Sin embargo, aquel relato, tal vez transformado también por la imaginación de mi padre, nunca se fue de mi pensamiento y durante años, la idea de conocer Luvina se había transformado en una de mis prioridades. Por fin lo había conseguido. Aunque la carretera que subía al cerro no estaba en muy buenas condiciones, mi cuatro por cuatro consiguió coronar la cima. Había reservado una habitación en el hostal, que ahora si existía, enfrente de la iglesia. A pesar de no ser un vergel, el pueblo tenía árboles y algunas plantas crecían en la placita. El sol se ocultaba ya por el horizonte. Una guapa muchacha, si bien no muy habladora, me atendió en recepción y me indicó el camino a mi cuarto. El viento no soplaba entonces, de eso estoy segura. Vencida de pronto por un inexplicable cansancio me tumbé en la cama con la idea de cerrar los ojos cinco minutos, ducharme y bajar al comedor. Cuando desperté, mi reloj marcaba las 12'01 de la noche y mi estómago me reclamaba algo para comer. Recepción estaba vacío y salí con la esperanza de encontrarme algún bar abierto donde comer un bocadillo. Apenas puse el pie en la calle, un fuerte viento cargado de arenilla me azotó la cara y los brazos que llevaba al descubierto, mientras su aullido se metía en mis oídos como un lamento desesperado. Intenté volver a entrar en el hostal, pero la puerta estaba cerrada y no podía abrirla. Las plantas corredoras rodaban a mi alrededor a la velocidad del rayo mientras la luna llena se escondía entre las nubes. Cuando reapareció de nuevo, un grupo de mujeres enlutadas salía de la vieja iglesia profiriendo quejidos y gimoteos. Pasaron a mi lado y observé, atónita, que sus rostros, arrugados hasta lo indecible, no tenían ojos, solo una boca oscura contraída en un rictus de amargura. No me hicieron nada, pero solamente su visión y el embate del viento que seguía soplando y arañando mi carne bastaron para provocar en mí un terror tan auténtico que caí desmayada sobre el suelo pedregoso. Desperté a la mañana siguiente metida en la cama, aunque no recordara haberlo hecho. En ese mismo momento recogí mi maleta aún sin deshacer y abandoné Luvina para siempre.