Revista Cultura y Ocio
Pepe nos convoca este jueves y nos invita hablar sobre nuestros miedos ante cualquier situación, sean racionales o no. Yo tenía muchos miedos que he ido superando poco a poco, aunque hay algunos que se resisten a abandonarme. La historia que cuento aquí es casi real y me ha sucedido estas vacaciones. Podéis leer todos los relatos pinchando Aquí
Hacía tiempo que deseaba enseñar a mi hijo la isla donde viví durante doce años antes de que él naciera. Me hacía mucha ilusión llevarle a los sitios que yo conocía y que no eran tan frecuentados por los turistas. Por eso, venciendo mi miedo a conducir por carreteras peligrosas, empinadas, estrechas y llenas de curvas cerradas en las que apenas hay visibilidad, decidí alquilar un coche y llevarlo a aquella playa que casi nadie conocía excepto los habitantes de la isla. Cuando después de la penosa carretera llegamos abajo era la hora de comer. El único restaurante que había en el pueblecito era pequeño y un poco oscuro, pero ya era muy tarde y teníamos hambre. Había un par de personas en la barra y todas las mesas, menos una, ocupadas. Nos sentamos y pedimos pescado de la zona, concretamente cabrillas, y papas arrugadas con mojo. Todo perfecto hasta que empezamos a comer. A mi hijo le gustaba el pescado, las papas y el mojo, lo que no le gustaba tanto era la cucaracha que vio en la columna de madera que estaba a nuestro lado. Era pequeña, de las que tanto abundan en las cocinas de la isla. La observamos con miedo de que se lanzara hacia nosotros. Mirando con atención, nos dimos cuenta de que había bastantes más que campaban a sus anchas por la columna y por una gruesa cuerda que pertenecía a la decoración marinera del restaurante y que pasaba por encima de nuestras cabezas. Mi hijo se puso nervioso y yo también, aunque intenté disimularlo. No sabía qué hacer. Por un momento sopesé la posibilidad de llamar al dueño y montarle un numerito, pero mi timidez y mi miedo a hacer el ridículo me paralizaron más que mi asco por las cucarachas. ¿Cuál de mis dos miedos se impondría sobre el otro? Mi hijo me miró a mí, yo lo miré a él y los dos miramos a las cucarachas que, desafiantes, nos miraban a nosotros moviendo sus repulsivas antenas. Retiramos la mesa de la columna intentando no llamar demasiado la atención y nos juntamos los dos en el lado de la mesa más alejado. Intentamos comer lo más deprisa posible sin quitar el ojo en ningún momento a los asquerosos bichos. El límite llegó cuando una de ellas saltó desde la columna hasta la mesa a la vez que noté un ligero cosquilleo en la pantorrilla. Me dio igual llamar la atención del concurrido restaurante. Pegando un grito me levanté haciendo caer la silla hacia atrás con un ruido espantoso. Mi hijo me imitó y, cogiendo rápidamente las mochilas, salimos huyendo despavoridos sin abonar la cuenta y gritando como posesos hasta llegar a la playa luminosa, donde nos tiramos en la arena presos de un ataque de risa producido sin duda por el miedo que pasamos y que me veo incapaz de superar.