Revista Espiritualidad
Ortiga llevaba toda la vida haciendo experimentos con la religión. Primero fue católica porque era la religión de sus padres y porque sí, en definitiva. Estuvo en grupos cristianos, cumplió todos los preceptos y cuando llegó a la primera juventud se desilusionó. La religión organizada que conocía no le daba el alimento espiritual que ella consideraba adecuado.
Poco a poco fue derivando hacia las energías cósmicas que por aquel entonces comenzaban a ponerse de moda. Todo muy new age.
Estudió con metafísicos, encontró el yoga y para cuando se le quedó pequeño, su propio profesor la recomendó practicar zazen.
Entonces buscó y encontró el dojo en su ciudad. Y fue definitivo. Ahí se quedó. En opinión de algunos porque se enamoró del monje que lo conducía, pero eso son tan solo opiniones.
Cuando Ortiga conoció a Pantano, él estaba pasando una mala racha. Había abandonado su trabajo para dedicarse a las cosas del zen: traducir textos de su maestro y de todos los maestros que en el mundo han sido, organizar sesshines, enseñar en el dojo.... pero no mucho después de aquella decisión, su mujer, harta de él y sus rarezas, le comunicó que se había enamorado de otra persona y le abandonó. Dicen que él hizo sanpai ante ella por la vida compartida pero que eso, aún siendo un gesto tan hermoso, no la conmovió y de todos modos lo dejó plantado.
Ni qué decir tiene que Pantano se quedó de un aire, sin entender nada de nada y a continuación se trastornó, lo normal en estos casos. Andaba por ahí vestido con el hábito de los monjes y el kesa puesto, se sentaba a hacer zazen horas y más horas y dejó de hablar, apenas se comunicaba con escuetas preguntas que escribía en los periódicos del estilo de ¿realidad o sueño?. Le creció la barba y los ojos, habitualmente escondidos detrás de las gafas, dejaron de ver lo que estaban viendo y se ocultaron todavía más. Se perdió a sí mismo en las cuevas de su conciencia.
Poco a poco se fue recuperando gracias al apoyo incondicional de algunos de los practicantes del dojo que le acogieron en sus casas, le escucharon cualquier cosa que dijera sin ponerla en tela de juicio ni intentar convencerle de nada y le cubrieron con su comprensión y consuelo. Lo cual le hizo mucho bien.
Cuando la crisis más seria llegó a su fin, Pantano y Ortiga se hicieron pareja en una ardorosa sesshin. Ella estaba encantada de tener una relación sentimental con un monje y se le entregó en cuerpo y alma.
Fuera porque él necesitaba probar su maltrecha virilidad, fuera porque todavía no se había recuperado del trastorno mental transitorio, el hecho es que no fue precisamente que le guardara la fidelidad debida y se dedicó a coquetear con casi todas y cada una de las practicantes del dojo que por aquel entonces no eran pocas. Por supuesto todas se creían únicas en la vida del monje y cuando se enteraron de que no era exactamente así, el alma se les cayó a los pies y a continuación la furia les ocupó el corazón y la cabeza. Se enfadaron. Y eran demasiadas mujeres enfadadas con un solo hombre.
El dojo se vino abajo con el ruido de los cotilleos y las maledicencias.
El monje perdió el poco o mucho predicamento que hasta ese momento había tenido. Y los hombres del dojo comenzaron a desaparecer de puntillas que es lo que los hombres suelen hacer cuando las cosas se ponen de esta manera que desde nunca han sabido manejar.
Ortiga mientras tanto y a pesar de los celos que la comían y reconcomían, continuó con su práctica de zazen intentando separar las churras de las merinas. Es decir, intentando separar la práctica espiritual de las cosas de la vida corriente y moliente y los actos de las personas de las personas que hacen actos.
En el medio de todos estos acontecimientos sucedió que el maestro de todos los monjes de aquella sangha hizo eso que hacen los maestros cuando ven que van para viejitos y dio la transmisión a una de sus monjas más cercanas y la hizo maestra también.
Al principio no hubo ningún problema. La recién llegada a monja que enseña lo que sabe, continuó en su dojo y tutelando los otros más pequeños de los alrededores. Pero, como los dojos no crecían y para ser sinceros, más bien iban a menos, un día el maestro de todos los monjes le dijo que mejor se fuera a otro país donde hubiera más interés por el zen.
Y entonces ella debió de pensar algo parecido a "bueno, hasta aquí" y harta de ir de un lado para otro, o por las razones que fueran, se negó.
Y también se enfadaron.
Y la sangha se dividió y entró en crisis.
En el dojo de Pantano también surgió la división: que si unos con el maestro de todos los monjes y que si otros con la recién llegada a maestra... y unas cosas con otras se juntaron y todo se fue al garete.
Pero como lo que es, es y no hay forma de hacer que no sea, al final todo se volvió a componer alrededor de una cosa tan simple como sentarse y respirar, sentarse y respirar... un único aliento compartido