Ayer me senté a preparar la entrada de hoy y me dijo Jc que me quería leer algo que había escrito y que estaba muy contento.
He empezado a llorar en el minuto 1 y no lo he dejado hasta que ha acabado, por eso quería compartirlo con vosotros.
Es una escena de Cirilo y Carmina que leeréis en el relato XLIII, quizá desvele algo, pero creo que a estas alturas está ya muy claro.
Aquí os lo dejo.
"[...]. A esas horas en las que no hay sombras, en las que la luz se enamora de los grises y hace un guiño a la noche, Cirilo levantó la vista de las páginas del libro que descansaba en sus manos. Ya no veía, y al mirar a su mujer, observó que ella también había dado un descanso a la aguja. Había dejado escapar su mirada a través de los cristales del balcón que ya no recogía ningún resto de sol que se hubiera agazapado entre las pesadas cortinas. Y así, la cara de Carmina recordaba aquella otra que conociera Cirilo y le atrapara, sin las líneas que el tiempo y sus consecuencias habían definido una edad que distorsionaba menos su interior que su piel. A pesar del sosiego que desprendía aquella figura, cada vez más oscura y miles de veces vista, reconoció la alegría y el esfuerzo por tirar siempre hacia delante. Si de algo pecaba Cirilo en demasía era de la autocrítica, por ello no pudo dejar de ubicar, junto a esa mujer, a aquel otro joven, enamorado hasta las cejas, que nunca le había pedido en matrimonio y que, muy a su pesar en cuanto a las formas, había terminado por pisar la sacristía con ella. Al poder compararse con el espectro, por tener la mayor información al respecto, un viento de tristeza meneó sus pensamientos. No pudo verlo, pero sí confirmar todo aquello que había perdido por el camino, y, a su vez, todo aquello que había sumado a su acervo personal, y sonrió al reconocer lo más notorio, los años pasados, la edad. Aunque, a pesar de todo, eso era lo de menos. Aquel joven alegre con un hambre que le incitaba a comerse el mundo, y que aún hoy no había satisfecho, ahora se conformaba con que las cosas no empeoraran; aquel rebelde inquieto había reducido su actividad anti-sistema a la crítica cómoda desde cualquier sillón, como el que ahora ocupaba. Aquel muchacho, henchido de curiosidad, no había conseguido saciarla, sino incrementarla, ya que las preguntas, si bien traían respuestas, también incluían otras interrogantes que se resolvían de igual manera o quedaban en el limbo de las dudas eternas. No es que supiera menos, es que, a esas alturas, desconocía más que antaño. La complejidad femenina de Carmina, tan criticada por él a nivel de murmullo interior, le atraía y desconcertaba cada día más. Cómo era posible mantener intactas las ganas de vivir, las de ser feliz durante una vida de lucha con el único, ¿único?, incentivo de que mañana iba a ser mejor que el hoy. Cómo era posible que una persona, rayana ya en la vejez, todavía creyese en Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente. Cómo era posible que todos los años se despertara ese día seis ilusionada con lo que Melchor le hubiera podido traer. Cómo era posible que él fuera todavía su príncipe azul, aquél que la sacaría a bailar en la fiesta de palacio sin que el roce de los años hubiera desgastado un mínimo su ánimo. Cómo era posible que su bendita risa no hubiera variado un tono de aquélla que oyera hacía ya cuarenta años. La única forma de explicarse todas esas preguntas, era reconocer su propio error, aceptar que él estaba equivocado, o al menos, que no tenía la respuesta de nada, lo que, por otro lado, ya había constatado. Aquella versatilidad, que él tachaba de inconsciencia y de inconsecuencia, permitían a Carmina afrontar cualquier situación confiando en sus posibilidades a pie juntillas. Mantener sus creencias y cómo quería que los demás la vieran habían ganado batallas contra monstruos y dragones que a él y a otros habían vencido con facilidad. Pronto llegaría la cena y ella, como todas las noches, trataría de que comiera más despacio en la increíble certeza de que era capaz de cambiar los hábitos de su marido adquiridos durante medio siglo y que, además, era algo que él mismo no deseaba. Ahora bien, si él opinaba sobre sus hábitos alimenticios nocturnos, sobre el hecho de acudir más a las verduras que al mantecado casero, ella argumentaba que nadie sabía nada acerca de lo saludables que podían ser la harina, los huevos y el azúcar, pero que lo que "tu y yo tenemos muy clarito, es que nadie va a quitarte del plato lo que te pongo". Cuando Carmina regresó a su cuarto de labor con todos sus sentidos ya dentro de ella vio que Cirilo la miraba como embobado.
- ¿Qué piensas, Cirilo? ¿Qué me miras?
-Perdona, nada. Me había quedado ensimismado en el libro -mintió sin motivo.
-Igual que yo, me había quedado en blanco -mintió también ella -. Pero seguro que tú estabas pensando en mí y no me lo quieres decir -. Ambos se conocían lo suficiente como para que las mentiras lo fueran. Y, además, si de algo pecaba ella era de creerse el ombligo del mundo de su marido, la referencia de todo aquello que sentía a su rededor. Incluso estaba convencida de que el sol entraba en su alcoba todos los días porque a los dos les gustaba, pero a ella más, por eso premiaba al astro rey y se levantaba con él.
- Ves, yo no quiero ser marquesa, porque no podría madrugar. Entre la nobleza no está bien visto, ¿sabes? -afirmaba, incluso en la certeza de que ambos sabían que mentía, tanto al no desear ser noble como a que, si lo fuera, no madrugaría. Y aún llegaba más lejos al afirmar que ella era capaz de rechazar el nombramiento por él, porque sabía que Cirilo no se veía de marqués.
-Como tampoco veo a tus hijos disputándose el título - confirmó él.
-Déjate, déjate, que no sé yo si Isra renunciaría a ello -. Como casi siempre, desde que sus dos hijos abandonaran el nido, aparecían en la conversación con más frecuencia que en persona, como hubiera deseado ella. De esa manera se explicaba Cirilo la idealización que la madre hacía de sus hijos, de sus virtudes, de sus éxitos y que tanto chocaba con la aceptación de Cirilo de que sus hijos, aun no siendo del montón, tampoco eran muy distintos al resto de jóvenes. Y tras dos miradas que decían lo mismo: "Tú dirás lo que quieras, pero sé en lo que estabas pensando", ambos se acercaron a la cocina. Él tenía prisas por saciar el hambre, ella por picar algo dulce [...] ".
¿No es precioso?
Y sigo coso que te coso...
Imagen bajada de artehistoria.com, Vincent Van Gogh, 1885, Museo Nacional Van Gogh, oleo sobre lienzo, 43 x 34 cm. Copyright: © ARTEHISTORIA.