Tiene los ojos negros más profundos que he soñado nunca. Como las bocas del metro los miércoles de invierno a las 3 de la mañana. Como los cielos sin estrellas ni esperanza. Como la melena azabache de la gitana de la feria. Como el futuro de quien no quiere siquiera presente ya.
Su inmensidad hipnotiza.
Está sentada en el centro de su habitación, con las piernas cruzadas, un vestido de lino blanco, y los pies descalzos. Una vez alguien le dijo que los zapatos atan al suelo, impiden volar, y desde entonces, vive descalza. Su pelo rojo cae en un torrente rizado sobre sus hombros y su espalda, y mechones rebeldes le cubren la cara.
Sus 5 minutos de esperanza.
A su alrededor, sus miedos bailan una suerte de danza pagana, victoriosos. Celebran la construcción total del muro indestructible que han levantado para proteger a su amada. Las inseguridades asoman bajo la falda, y ella las deja hacer mientras se balancea al compás.
–5 minutos más, vida, por favor, 5 minutos más-, susurra, como un mantra.
Su fragilidad paraliza.
Ha guardado las llaves de su interior en algún lugar remoto, y luego, ha borrado la X del mapa. Está a salvo de intrusos impacientes que encallan en su isla buscando el tesoro, para luego abandonarla en la playa, desnuda, indefensa, y huir con el botín relamiéndose aún la sangre fresca. Ese pensamiento le hace sonreír un instante, y el mundo cumple y se detiene un rato.
Sus 5 minutos de vida.
El cuchillo está en el suelo, la hoja apuntando hacia ella, línea recta entre sus pies como una brújula, la hoja mellada, el óxido dejando su cicatriz sobre el metal. Exactamente igual que una sonrisa. Ella extiende sus manos y pasea las yemas por el filo, despacio, acariciando. Se abren sus costillas al mundo, dejando de ser jaula.
Su belleza escandaliza.
El corazón despliega las alas, y ella se eleva, ingrávida. Los espectadores reunidos a su alrededor, privilegiados ahora, levantan la vista, fascinados por su magia. Suenan ritmos ancestrales en el silencio. Latidos de corazones, rugidos animales, rumor de marea, y luego, mar en calma.
Sus 5 minutos de pequeña muerte.
Todo se funde a blanco. Un fogonazo cegador. Por un instante por mi cabeza pasa el pensamiento fugaz de la ceguera blanca que Saramago describe en su ensayo. Pero no tengo miedo. Aparece, se gira y me sonríe desde el centro de la habitación, con sus ojos negros, con su vestido blanco, con su pelo en llamas. De pronto ella es yo, o yo soy ella. Estoy en casa.
Su imagen me traspasa.
Un timbrazo insistente, indecente, impertinente, rompe mi burbuja, hasta hace un instante infranqueable.
Respondo al teléfono.
–Sí, sí, ahora mismo, disculpa, estoy en 5 minutos-.
Recojo los pedazos desperdigados por la alfombra tejida de sueños.
Acomodo los muros en mi escote.
Me recoso el alma.
Vuelvo a empezar.
Un día más.
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