Estos ‘estragos’ son auto-goles de la mayoría de intelectuales públicos y sus lectores cautivos, pues el común de la gente justamente desafía la sapiencia de aquellos. El ‘pueblo’, en general, negociaría con las guerrillas porque toca (o no negociaría); buena parte de la élite intelectual, porque quiere. Ahí comienza el problema.
Los que producen el discurso de la paz se interpretaron a sí mismos, como era de esperarse. El colombiano promedio piensa que “toca negociar porque no hemos podido acabarlos”. En vez de trabajar con ese acuerdo social, la intelectualidad dominante levantó una idea contraria: “La paz negociada es éticamente superior a la paz obtenida por una victoria militar”.
Por ende, buscar la victoria militar del Estado ha sido un error, una decisión éticamente inferior de los ‘guerreristas’. Se omite decir, claro, que la victoria militar de las guerrillas no nos habría llevado a una paz, sino a una dictadura (de horrores previsibles).
Así, demasiados intelectuales deslegitiman la guerra en defensa de la sociedad, cuando la gente cree que lo evidente es que la guerra para imponer unas ideas a la sociedad es moralmente inaceptable e insostenible. No hay que hacer encuestas para saberlo, pero ahí están.
La consecuencia inquietante de esta nueva máxima es que ante futuros alzamientos armados no acudiría la Fuerza Pública sino una comisión para negociar una ‘solución éticamente superior’, dejando expuesta a la sociedad al chantaje violento recurrente.
La segunda brillante idea del discurso biempensante (con m) acerca del proceso de La Habana es la interdependencia entre paz y reconciliación. Resumida así por un insigne intelectual romántico: “Creer que la reconciliación sólo llegará con la firma del acuerdo es olvidar que la firma del acuerdo debe ser ya una consecuencia de la reconciliación”.
Los colombianos, en general, piensan que aun cesando sus crímenes y abandonando las armas las guerrillas difícilmente merecerán alguna medida de perdón judicial (justicia transicional). Sin embargo, por conveniencia podrían refrendar este perdón en las urnas. El perdón de los corazones, el perdón moral, no es posible someterlo a votación (exigirlo para determinada fecha).
La reconciliación no es lo mismo que perdón judicial y moral. Es revivir un vínculo roto por la violencia premeditaba y cruel, en este caso. El perdón no elimina la distancia (el ‘abismo’) moral. En rigor, la firma del acuerdo de paz solo necesita bastante perdón judicial y tolerancia, pero insisten en pedir reconciliación, como si se requiriera para aceptar la participación política (curules temporales) de los voceros de las guerrillas.
La consecuencia inquietante de esa concepción moral de la paz tiene al menos dos caras: i) por su carácter maximalista es irrealizable; y ii) supone una intromisión de la política en la autonomía moral del individuo.
Los muchos que creen que la verdad o significado de las cosas no dependen de lo que piensa el ‘vulgo’, el pueblo, que recuerden que no fijarse en la utilidad y las consecuencias prácticas de las ideas es irresponsabilidad. El tercer ‘estrago’ para la próxima columna.
@DanielMeraV
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