Aunque es mencionado con insistencia cada vez que se plantean estrategias para resistir la suba de precios, hay un costo que no se calcula en el precio de la canasta básica: el trabajo casi exclusivamente femenino de reunirse, organizarse y trasladarse en busca de esas ofertas que sostienen la dieta familiar. ¿Cuántas horas, cuánto esfuerzo invisible insume esta tarea? ¿Cuántas redes se tejen en ese boca en boca que pasa el dato de ese local donde el azúcar sale un peso menos? El tiempo y el cuerpo de las mujeres son los que amortiguan los efectos de la inflación en base a una tarea laboriosa e inconmensurable que no resigna ni el cuidado del dinero ni la calidad de la alimentación de los suyos.
Una de las formas ya vigentes de combate a la inflación se sustenta en la movilidad femenina. De manera cotidiana y laboriosa, miles de mujeres ponen el cuerpo, su esfuerzo y su tiempo contra el aumento de los alimentos, el eslabón más sensible de la espiral de precios. Lo hacen yendo y viniendo para aprovechar ofertas, investigar descuentos y ahorrar por medio de compras colectivas. En esta coyuntura, se renueva el estereotipo del ama de casa (léase: la que siempre ama su casa) como buena gobernanta de la economía doméstica: la que es capaz de cuidar el monedero a costa de su dedicación y, sobre todo, gracias a una inversión gratuita e ilimitada de su tiempo. En varias emisoras, la subsecretaria de Defensa del Consumidor, Pimpi Colombo, apeló a ellas, a las amas de casa, como beneficiarias de la flamante iniciativa de la Súper Card, impulsándolas a que se comprometan en la caminata por los precios.
Más acá del estereotipo, la cuestión que se hace urgente es pensar en qué consiste ese modo de abaratar y posibilitar la vida y sobre qué economía femenina se sustenta: ¿cuántas horas y cuánto esfuerzo implica para las mujeres redoblar la tarea de comprar, comparar precios y organizarse para aprovechar compras al por mayor? ¿Es posible calcular cuánto tiempo a la semana insume un variopinto conjunto de tácticas y redes invisibles, y no tanto, que se nutren por el rumor, la vecindad y la autoorganización femenina? Algo del orden de lo inconmensurable envuelve esa tarea hecha a pura intensidad laboriosa de mujeres que se mueven de aquí para allá, con su tendido de redes y contactos, para no descuidar ni la bolsa ni la vida. Lo que queda claro es que son ellas, con sus trajines, las que acolchonan el impacto de la inflación en los hogares y en los barrios, a través de los emprendimientos de comida que venden a trabajadoras y trabajadores y por medio de las ferias populares. También son ellas las que lidian con una disputa por la dieta: cómo hacer para que los carbohidratos industriales no sean la única opción alimentaria y la fruta, la verdura y la carne no queden como un menú sólo para ricos.
¿Qué hacen esas mujeres ahí?
Como en las épocas de la crisis de principio de siglo, se reactivó de manera silenciosa pero tumultuosa toda una serie de cadenas de compras comunitarias y de estrategias de abaratamiento. Se combinan con formas de cooperación vecinal, redes ya existentes y, sobre todo, con un protagonismo que queda en manos de mujeres. Tanto de aquellas que están a cargo de hogares como de comedores populares y también de emprendimientos autogestivos.
En el Bajo Flores, la organización tiene muchas tácticas. Por un lado, un fluido intercambio de información sobre los descuentos, que transita por un boca en boca aceitado y veloz. “Una avisa que en Coto o en Día hay oferta de aceite y ahí vamos todas –cuenta Elena– Cuando en el Chango Más vimos el kilo de azúcar a 2,60 en un ratito toditas estábamos ahí.” A esos supermercados se va con la tarjeta, pero no de débito o crédito sino con la de Ciudadanía Porteña o con los ingresos de la Asignación Universal por Hijo (AUH) que, según comentan, “hay que hacer magia para que alcancen”.
Las mujeres se convierten en demiurgas de una economía que les exige cada vez más tiempo y esfuerzo –es decir, trabajo extra– para que los montos de los subsidios y de los salarios rindan un poco más. En retrospectiva, contar con dinero es preferible que recibir víveres. “Nada que ver. Es mucho mejor tener plata que recibir una caja de comida cerrada, en la que te ponen cualquier cosa, de las peores marcas, y terminás comiendo lo que al que hace la caja se le ocurre o le conviene”, dice otra de las vecinas.
En los bordes de la avenida Bonorino se encuentran varios grupos de mujeres. ¿Qué hacen ahí? Se juntan para salir de compras. Algunas, por ejemplo, los viernes van al Mercado Central. En la vereda se toman los pedidos de aquellas que no pueden trasladarse. ¿Cómo hacen luego estas mujeres de a pie para traer semejantes cantidades y pesos? “Contratamos fletes minoristas, ya nos conocen y se animan a venir hasta la villa. Aun así conviene y entre todas hacemos rendir el dinero y nos permite comprar en cantidad cosas que, si no compartimos, se nos pudren, como el morrón.” En el Mercado Central, cuentan, ya los puesteros las conocen, saben que son compras familiares, vecinales y comunitarias y hasta les preguntan si dividen los cajones en dos, tres o cuatro partes.
De todas maneras, el ajuste se siente. “En mi familia, y en la de muchas conocidas, ya no podemos comprar carne. La reemplazamos por milanesa de berenjena, y comemos más quinoa, lentejas y espinaca para reemplazar la proteína, especialmente pensando en los niños”, dice Carmen, una costurera boliviana y excelente cocinera del barrio. “Para esos productos nada mejor que ir a El Poroto Loco, un punto estratégico en Pompeya donde también se consigue locoto y chuño y adonde parte otro grupo de mujeres en caravana. El pollo se consigue barato en el supermercado Día, pero hay que ir muy temprano porque vuela”, dice Silvia riéndose de la metáfora. Y la cara enseguida vuelve a la preocupación: “Lo que no se puede comprar ahí es carne de vaca, porque siempre está oscura, como vieja. ¡A ver si encima nos envenenan!”.
El supermercado Día, muy nombrado entre todas las entrevistadas, lanzó hace unos días una propaganda de gigantografías que reúne a mujeres, armadas con carritos y bolsas, bajo el título “expertas en ahorro”. Claro que el prototipo de la experta no tiene mucho que ver con las mujeres que debieron dejar de comer carne para que el presupuesto alcance.
La carne, sin embargo, es el objeto más preciado. “Nosotras vamos a Mataderos y conseguís carne picada a 25 pesos”, dice Celia, a cargo de un puesto de empanadas de la zona. Los puestos son otros que deben buscar y rebuscar precios para combatir la inflación, pero también porque a mucha gente que sale a las corridas a trabajar o vuelve muy tarde le conviene picar algo en la calle más que comprar comida y cocinar. “A veces yo preparo para los chicos pero mi marido resuelve su cena en algún puesto al paso, aprovechando también buenos precios por platos suculentos”, explica una de las organizadoras de las compras colectivas.
Dar de comer
Susana, Viviana, Nancy y Roxana son las cocineras a cargo de Sabores Caseros, un emprendimiento que tuvo su origen en un plan Aprender Trabajando y que, una vez finalizado, sus hacedoras continuaron por otros medios e incorporaron a una nueva integrante. Trabajan todos los días cocinando viandas que luego venden en la avenida Avellaneda, entre todos los locales de ropa, y en el Hospital Alvarez, en el barrio de Flores. “Les damos de comer a casi todos los trabajadores del hospital. Fuimos de a poco, hablando servicio por servicio, explicando nuestro emprendimiento, contando de la calidad de la comida y cómo funcionamos”, cuenta Roxana, orgullosa de esa tarea minuciosa y que las expone a elaborar, junto con la comida, un discurso sobre el valor que producen. Lo mismo hicieron con las trabajadoras y trabajadores que venden en Avellaneda. La cartera de clientes es nutrida, las reconocen a las mujeres de Sabores Caseros apenas aparecen arrastrando los carritos, con los delantales negros y blancos bien planchados y las manos enfundadas en guantes transparentes.
“A nosotros la inflación nos obligó a trabajar tres horas más por día. Antes veníamos a las 8 y nos íbamos a la 1 de la tarde. Hoy nos quedamos hasta las cuatro, de lunes a viernes”, dicen mientras ordenan la amplia cocina en la que trabajan en la calle Morón. “¿En qué se van esas horas que debieron adicionar? Hombreamos y caminamos más”, dice Nancy sin dudarlo. Hay que recorrer más lugares, diversificar las compras, se tarda más aunque apuren el paso. Rastrillan Mataderos a la hora de comprar carne, pero también van a Liniers y a Lomas olfateando ofertas. La hija de Viviana es cajera en Día, por lo cual tienen información anticipada de algunas ofertas, que también aprovechan. “Además compramos en Makro algunos productos secos. Nos movemos con nuestros changuitos y contratamos fletes, a los que también tenemos que pelear el precio”, dice Nancy.
Susana sigue con el minucioso cronograma: “Además de que las compras nos llevan más tiempo, porque tenemos que buscar y pelear más los precios, después también tenemos que esforzarnos cada vez más en mantener la calidad de la comida, la variedad semanal de platos y no subir mucho el precio. Esto supone que nos quedamos también más tiempo cocinando, pensando alternativas y haciendo rendir los productos”.
El plato pasó de 25 pesos a 28 desde fin del año pasado a éste. Es abundante y puede ser, por ejemplo, una milanesa bien tierna con puré o ensalada o un pollo guisado. Claro que cada vez hay más competencia. Susana dice que se consiguen sandwiches de milanesa a 15 pesos en la calle, lo que le resulta increíble en términos de precio. Y lo confirman todas, que tienen la lista actualizada con pesos y centavos en la cabeza. “No sé cómo hacen pero es verdad que son cada vez más los puestos de comida al paso. Lo triste es que mucha gente ajusta su bolsillo comiendo cada vez peor.”
De feria en feria
Nelly Serrudo es fundadora de la Cooperativa Fruti-Hortícola Norte Escobar y una de las primeras organizadoras de las quinteras bolivianas en el conurbano. Desde hace años trata con funcionarios que le piden por teléfono y en mal tono por los precios de las frutas y verduras que ellas producen y que implican una alta proporción del consumo en Buenos Aires. Han construido un circuito paralelo al Mercado Central no sin esfuerzos, combates y amenazas permanentes.
Ahora juegan un rol fundamental armando ferias itinerantes por algunas villas del conurbano. “Nosotras hemos crecido como mujeres productoras. Nos dedicamos a buscar lo que ahora muchos llaman economía social. Pero somos las que sabemos lo que significa economizar día a día y poner nuestros cuerpos y nuestra vida en esa tarea”, explica Nelly. Con lo que se gana en las quintas apenas se logra sacar un sueldo, entonces estas mujeres encararon seriamente otro desafío: asumir también ellas parte de la comercialización. Con ese impulso hicieron una trashumancia feriante por los partidos de Tigre, San Miguel y Escobar. “Nosotras estamos viviendo el día a día, calculando permanentemente cómo economizar. Por eso entendemos que hacer ferias itinerantes que llevan directo la verdura y la fruta del productor al consumidor es una tarea estratégica, sobre todo en estos momentos donde se hace difícil que la plata alcance.”
Las ferias se hicieron sobre todo en las villas y de allí Nelly y sus compañeras han hecho un mapa de la cultura alimentaria y del trabajo que es necesario hacer para que la inflación no sea además un flagelo contra la dieta de ciertos barrios.
“Nos impactó mucho en nuestro recorrido ver la falta de cultura de comer la verdura. Por ejemplo, cuando armamos las ferias en las villas las mujeres jóvenes, entre 18 y 30 años por ejemplo, sólo compran papa, huevo, ajo, perejil y tomate. ¡Todas las verduras de estación ni las conocen, ni saben cómo aprovecharlas! Nosotras empezamos a pulmón a enseñarles a cocinar la espinaca, el zuchini, hablando y hablando con las señoras y sobre todo con las jóvenes.” Nelly da clase a cielo abierto: la espinaca bien lavada se puede comer cruda y usar como la lechuga, en ensalada. “Es mucho más barata y nutritiva”, dice para despejar la pereza que produce pensar en hervirla y luego cocinarla. Se pueden usar los cabos de la acelga para hacerlos en escabeche o con un prehervido rápido comerlos a la marinera. “¡Ni se les ocurra tirar la hoja de la remolacha! Hervida sirve para hacer unas torrejitas riquísimas.” Y así desparrama consejos y recetas que convierten a la feria en un libro de cocina ambulante.
Nelly dice que los verduleros de las villas no hacen esa tarea. Ni siquiera llevan otra verdura, haciendo de hecho una discriminación en el consumo. “Se supone que los pobres comen poca verdura y para nada variada. La idea que es prejuicio y se va asentando es que de última sólo comen papa. ¡Eso no puede ser así! Nosotras empezamos a hacer una tarea de charla permanente.” Lo primero, apunta Nelly, es enseñar a comprar en cantidad: “Nosotras les decimos: Si ustedes se organizan, les conviene comprar en cajón. Es insuperable en precio. Y ahí aprovechan doble: nuestra intención es ser productoras que llegan a los barrios sin intermediarios, pero también las impulsamos para que se autoorganicen.” No es fácil. “¿Por qué voy a comprar con vecinas que ni conozco? O ¿qué vamos a hacer con tanto si no tenemos con quién dividir?”, dice Nelly que les dicen algunas mujeres que se arriman, pero ella insiste y la feria se convierte también en la excusa para un acercamiento. “De a poco, enseñamos a distribuir con las vecinas que empezaron también a intercambiar recetas. Es una experiencia cansadora pero hermosa, y una lucha imprescindible.”
El otro punto de ventaja es la frescura de los productos. “Nosotras cortamos la verdura y la fruta esta noche y mañana a la mañana se va al barrio, ¡es como tener una quinta atrás de tu casa! Lo que nos compran no se marchita al otro día”, grafica Nelly con una imagen contundente de ellas como proveedoras de una quinta exclusiva para las villas del conurbano. Así, estas trabajadoras de la tierra, en su mayoría mujeres migrantes, hacen posible ese acceso a productos frescos no sólo para sofisticadas y adinerados consumidores de productos orgánicos.
El problema, el costo extra, se repite: es el flete. “Como productoras no tenemos movilidad propia. Este costo incrementa nuestro producto, pero aun así se sostiene como el más económico y fresco. Además, les ahorramos el costo de traslado, les ahorramos a muchas mujeres ir al Mercado Central.” Ahora, la cooperativa tiene una feria también en Capital, en el barrio de Once, en H. Yrigoyen y Catamarca. El problema del flete se incrementa porque traer los productos hasta Capital es muy caro.
La ventaja para la cooperativa es que reciben efectivo al momento. También, asegura Nelly, tiene algo de militancia por mostrar un valor en sus productos y en la capacidad de construir una red de comercialización que hace pasar por ella también una discusión sobre los modos de alimentarse. “Me parece que proveemos ciertas formas de alivio. Cuando en las fiestas el tomate estaba a 18 pesos el kilo, nosotras decidimos vender dos kilos por diez pesos.”
Ese alivio es una producción de bienestar, una forma de acceso al mercado que es, simultáneamente, una discusión sobre lo que entendemos por mercado. Hoy las ferias están aprobadas por legislación provincial. Y Nelly no duda: “Eso lo instalamos nosotras”.
Por Verónica Gago
Fuente: Página/12
Revista En Femenino
Sus últimos artículos
-
cHILE, SANTIAGO: A LA CATEDRAL NO FUIMOS DE RODILLAS
-
Her Yer Taksim! Participación de feministas y LGBTQI en las protestas del Parque Gezi
-
Ana Mato nos mata los derechos
-
Luz Méndez, investigadora y activista guatemalteca: “Las mujeres están luchando en Guatemala: se organizan y piden justicia”