(JCR)
El camino que suelo recorrer a diario desde el barrio periférico de Bangui donde duermo hasta la ciudad es más largo de lo habitual a causa de un puente que se hundió hace pocos meses. Pero desde el mes pasado otro puente que había que cruzar por la ruta del desvío también se vino abajo y ahora hay que tomar otra ruta alternativa que obliga a serpentear por barriadas donde se ve la vida al aire libre de sus habitantes: mujeres que machacan la mandioca, niños que corretean (por desgracia, sin ir a la escuela) y gente que monta un tenderete para vender lo que sea en cualquier lugar. Antes de llegar a la Avenida Boganda - la principal arteria de la capital- hay que cruzar otro puente de madera que ya empieza a crujir por uno de sus lados. Espero no estar en el coche que lo cruce cuando ocurra lo inevitable y se termine de romper.
A diferencia de otras ciudades africanas, en Bangui hay muy pocas furgonetas de transporte público y casi ninguna moto-taxi. Hay dos formas de viajar: o bien pagando unos tres dólares si se coge una carrera en taxi siendo el único pasajero, o bien montándose en el mismo taxi con otros pasajeros. En el primer caso, aparte de la ventaja obvia de ir más cómodo, uno tiene derecho a exigir al taxista que no haga imprudencias y mantenga una velocidad moderada. En el segundo caso, el precio es diez veces menor, pero suplicar al conductor que no ponga en peligro la propia vida puede ser más difícil si uno tiene la mala pata de toparse con un hombre poco razonable que no acepta de buena gana que le den consejos sobre seguridad vial.
Ir en el taxi con otros pasajeros siempre tiene el aliciente de encontrar a otras personas que, como suele ocurrir en África, a menudo tienen ganas de charla y con las que puedes hacerlo aunque sea la primera vez que les ves. El número de pasajeros no es fijo. En España se consideraría que ir cinco en un coche normal ya es mucho, pero aquí serían muy pocos. Hasta la fecha el número máximo que he visto es el de nueve, conductor incluido, lo cual quiere decir tres delante y seis detrás. Uno va estrujado, o acunado si prefiere verlo así, por un mar de humanidad que lo protegería en caso de colisión. Cuando el conductor pone la radio y suena la música, parecemos movernos todos al compás del ritmo que se escucha por los altavoces. Lo que más me gustaría sería viajar siempre con otras cinco o seis personas, siempre que el chófer sea prudente. Y, naturalmente, sabiendo que cuando pasemos por algún puente de madera no se va a romper justo en ese momento.