Catalogar, clasificar y excluir es algo que nos encanta, sobre todo cuando se trata de preservar lo que hacemos o lo que somos, cuando queremos darle ese barniz de importancia, de exclusividad, de "otros no lo pueden hacer...".
Desde el lujo malentendido hasta los pedestales laborales, miles son los ámbitos en los que podemos encontrar esas actitudes. Nos pasamos la vida viviendo en la uniformidad mientras tratamos de parapetarnos en la diferencia, en el privilegio. Una diferencia que, curiosamente, desprecia al otro siempre por ser inferior o porque queremos mostrar que es incapaz de llegar hasta donde nosotros estamos, sea real o no. Podríamos hablar de miles de teorías sobre en qué se sustenta este tipo de actitudes.
Esta ultraprotección resulta patética cuando nos mantiene de espaldas a la realidad, a la evolución, a lo nuevo.
Eso pasa mucho en esta tan machacada profesión a la que pertenezco, el periodismo. Figuras ungidas a sí mismas como la 'crème de la crème', que diría un señoro que yo me sé, tratan de sobreprotegerse despreciando a quien vive en este mundo, abraza esa diversidad y trata de llegar a quienes realmente necesitan de su trabajo. Así, generamos clases, nos creemos superiores y descatalogamos a otros excelentes profesionales porque no están en la élite que nosotros hemos edificado, una élite solo para nosotros.
Hasta que pasé al otro lado, he ejercido mi profesión en eso que algunos llaman despectivamente medios 'de provincia'. En ellos, he conocido excelentes profesionales, magníficos periodistas mucho mejores que algunos de esos que se erigen en la posición más alta solo por el hecho de estar en la capital o pertener a un medio considerado 'de referencia'. Esas personas han ejercido su profesión de la forma más pulcra y útil, y sobre todo, se han jugado igual el tipo aquí o allá para hacer su labor.
Hoy, ese comportamiento viejuno y gris se perpetúa y acrecienta en el afán de una supervivencia absurda.
Señores y señoras, la gente pide historias, la ciudadanía pide claridad, comprensión y explicación, mucho razonamiento, enseñanza o descripción para entender tiempos inciertos. Necesitamos de esos componentes para construir el conocimiento y el criterio de una sociedad vaciada por el cortoplacismo y las noticias falsas. No olvidemos nuestra función constitucional, no tratemos de convertirnos en el sujeto de lo que contamos por encima del canal que sirve de conexión entre quienes tienen acceso a la información y quienes no.
Habrá muchas personas que me llamen ingenua, otros me espetarán teorías sobre el modo en que sobrevivirá el periodismo o lo que quiera que se haga en algunos medios porque yo no tengo ni idea, y seguro que esasí. A quienes va dirigido este post estoy segura de que no me leerán. Para ellos solo soy masa vulgar. No tengo una argumentación científica porque no me apetece, porque estoy escribiendo esto desde otra perspectiva nada teórica.
Ojalá algún día se den cuenta del talento que desprecian, de la vida a la que renuncian y de lo insultante que es su inmovilismo preservador de una superioridad que creen tener. No por ellos, que supongo les da igual, sino por lo que representan para hacer útil nuestra labor.
Hasta aquí un desahogo más que me sale del corazón. Y se lo dedico a quien lo ha provocado, un/a integrante de este blog que ha sufrido a esos autodenominados expertos.